– No se preocupe. Se lo diré.
– ¿Sabe cuando volverá?
En vez de contestar, el padre de Rodney suspiró, y enseguida, como si la vista no le alcanzara para distinguirme con nitidez en la oscuridad creciente del anochecer, soltó el pomo de la puerta y accionó un interruptor: una luz blanca barrió de golpe el crepúsculo del porche.
– Dígame una cosa -dijo entonces, parpadeando-. ¿Para qué ha venido aquí?
– Ya se lo he dicho -contesté-. Soy amigo de Rodney. Quería saber por qué no había vuelto a Urbana. Quería saber si le había pasado algo. Quería verle.
Ahora el hombre me escrutó con fijeza, corno si hasta entonces no me hubiera visto de veras o como si mi respuesta le hubiera decepcionado, tal vez sorprendido; inesperadamente, un instante después sonrió, una sonrisa al tiempo dura y casi afectuosa, que sembró de arrugas su cara, y en la que sin embargo reconocí por vez primera un eco distante de las facciones de Rodney.
– ¿De verdad cree que Rodney y usted eran amigos? -preguntó.
– No le entiendo -contesté.
Suspiró de nuevo y quiso saber cuántos años tenía. Se lo dije.
– Es usted muy joven -dijo-. Dígame otra cosa: ¿Rodney le habló alguna vez de Vietnam? -Él mismo contestó su pregunta-: No, por supuesto que no. ¿Cómo iba a hablarle a usted de Vietnam? No entendería nada. Ni siquiera a mí me hablaba de eso, o sólo al principio. A su madre sí, hasta que murió. Y a su mujer, hasta que no aguantó más. ¿Sabía que Rodney estuvo casado? No, tampoco lo sabía. Usted no sabe nada de Rodney. Nada. ¿Cómo iba a ser amigo suyo? Rodney no tiene amigos. No puede tenerlos. Lo entiende, ¿verdad?
A medida que hablaba, el padre de Rodney había ido levantando la voz, cargándose de razón, enfureciéndose, las palabras convertidas en el carburante de su ira, y por un momento temí que fuera a cerrarme la puerta en la cara o a echarse a llorar. No me cerró la puerta en la cara, no se echó a llorar. Quedó en silencio, bruscamente decrépito, un poco acezante, mirando con el libro en las manos a la noche que caía sobre Belle Avenue, mal iluminada por globos de luz amarillenta que despedían una luz escasa. Yo también quedé en silencio, sintiéndome muy pequeño y muy frágil frente a aquel anciano encolerizado, y sintiendo sobre todo que nunca debería haber ido a Rantoul en busca de Rodney. Entonces fue como si el hombre me hubiese leído el pensamiento, porque dijo en tono afligido:
– Discúlpeme. No debería haberle hablado así.
– No se preocupe -lo tranquilicé.
– Rodney volverá -declaró sin mirarme a los ojos-. No sé cuándo volverá, pero volverá. O eso creo. -Dudó un momento y luego prosiguió-: Durante años no paró mucho tiempo en casa, anduvo de aquí para allá, no se encontraba bien. Pero últimamente todo había cambiado, y en la universidad estaba muy a gusto. ¿Sabía que estaba muy a gusto en la universidad? -Asentí-. Estaba muy a gusto, sí, pero no podía durar: demasiado bueno para ser cierto. Así que pasó lo que tenía que pasar. -Volvió a coger el pomo de la puerta con la mano libre; volvió a mirarme: no sé lo que había en sus ojos, no sé lo que vi en ellos (ya no era recelo, tampoco gratitud), ni siquiera sabría definir lo que sentí al verlo, pero lo que sí sé es que se parecía mucho al miedo-. Y eso es todo -acabó-. Créame que le agradezco mucho que se haya molestado en venir hasta aquí, y disculpe mi descortesía. Usted es una buena persona y sabrá entenderlo; además, Rodney le apreciaba. Pero hágame caso: vuélvase a Urbana, trabaje mucho, pórtese lo mejor que pueda y olvídese de Rodney. Ése es mi consejo. De todos modos, si no puede o no quiere olvidarse de Rodney, lo mejor que puede hacer es rezar por él. Esa noche volví a Urbana confuso y tal vez un poco asustado, como si acabara de cometer un error de consecuencias imprevisibles, sintiéndome más solo que nunca en Urbana y sintiendo también, por vez primera desde mí llegada allí, que no debía permanecer mucho más tiempo.'en aquel país que no era el mío y cuya idiosincrasia imposible nunca alcanzaría a descifrar, dispuesto en cualquier caso a olvidar para siempre mi equivocada visita a Rantoul y a seguir al pie de la letra los consejos del padre de Rodney. Esto último no lo conseguí, desde luego, o por lo menos no lo conseguí del todo, y no sólo porque hacía ya mucho tiempo que se me había olvidado rezar, sino también porque muy pronto descubrí que Rodney había sido demasiado importante para mí como para eliminarlo de golpe, y porque todo en Urbana conspiraba para mantener vivo su recuerdo. Es verdad que, ni en las semanas que siguieron ni en todo el tiempo que todavía permanecí en Urbana, apenas nadie en el departamento volvió a mencionar su nombre, y que ni siquiera cuando alguna vez me crucé por los pasillos de la facultad con Dan Gleylock me decidí a preguntarle si tenía alguna noticia de él. Pero también es verdad que cada vez que pasaba por delante de Treno's, y pasaba por allí a diario, me acordaba de Rodney, y que precisamente por aquella época yo empecé a leer a algunos de sus autores favoritos y no podía abrir una página de Emerson o de Hawthorne o de Twain -no digamos de Hemingway- sin pensar de inmediato en él, como no podía escribir una línea de la novela que había empezado a escribir sin sentir a mi espalda su aliento vigilante. Así que, aunque Rodney se había volatilizado por completo, la realidad es que estaba más presente que nunca en mi vida, exactamente igual que si se hubiera convertido en un fantasma o un zombi. Sea como sea, lo cierto es que no pasó mucho tiempo antes de que me convenciera de que nunca volvería a oír hablar de Rodney.
Por supuesto, me equivoqué. Una noche de principios de abril o finales de marzo, justo después de Spring Break -el equivalente norteamericano de las vacaciones de Semana Santa-, llamaron a mi casa. Recuerdo que estaba terminando de leer un cuento de Hemingway titulado «Un lugar limpio y bien iluminado» cuando sonó el teléfono; también recuerdo que lo cogí pensando en aquel cuento tristísimo y sobre todo en la oración tristísima que contenía -«Nada nuestro que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, tú serás nada en la nada como en la nada»-: era el padre de Rodney. Aún no me había repuesto de la sorpresa cuando, después de confesarme que había conseguido mi número de teléfono en el departamento, empezó a disculparse por el modo en que me había tratado en mi visita a Rantoul. Lo interrumpí; le dije que no tenía por qué disculparse, le pregunté si sabía algo de Rodney. Me contestó que unos días atrás le había llamado desde algún lugar de Nuevo México, que habían hablado un rato y que se encontraba bien, aunque de momento no era probable que volviera a casa.
– Pero no le llamo por eso -aclaró enseguida-. Le llamo porque me gustaría hablar con usted. ¿Tendría unos minutos para mí?
– Claro -dije-. ¿De qué se trata?
El padre de Rodney pareció dudar un momento y luego dijo:
– La verdad es que preferiría hablarlo personalmente. Cara a cara. Si no tiene inconveniente.
Le dije que no tenía inconveniente.
– ¿Le importaría venir a mi casa? -preguntó.
– No -dije y, aunque pensaba ir de todos modos, porque para entonces ya había olvidado la sensación de zozobra que se apoderó de mí tras mi primera visita a Rantoul, añadí-: Pero al menos podría anunciarme de qué quiere hablar.
– No es nada importante -dijo-. Sólo me gustaría contarle una historia. Creo que puede interesarle. ¿Le parece bien el sábado por la tarde?
Barras y estrellas
Han transcurrido ya dieciséis años desde aquella tarde de primavera que pasé en Rantoul, pero, quizá porque durante todo este tiempo he sabido que tarde o temprano tendría que contarla, que no podría dejar de contarla, todavía recuerdo con exactitud la historia que a lo largo de aquellas horas me contó el padre de Rodney. Guardo un recuerdo mucho más impreciso, en cambio, de las circunstancias que las rodearon.