Una tarde del verano en que se graduó en la universidad, mientras pasaba unos días con su familia en Rantoul, Rodney recibió una notificación del ejército con la orden de alistamiento. Sin duda la esperaba, pero no por ello debió de alarmarle menos. No les dijo nada a sus padres; tampoco buscó el refugio de Julia ni el consejo de ninguno de sus compañeros de protestas. Rodney sabía que no podía alegar ninguna excusa real para esquivar esa orden, así que es posible que, durante los días que siguieron, viviera dividido entre el temor a desertar, tomando el camino del exilio a Canadá que tantos jóvenes de su edad ya habían tomado por aquella época, y el temor a ir a una guerra remota y odiosa contra un país martirizado, una guerra a la que sabía con certeza que -a diferencia de su hermano Bob, a quien consideraba con fundamento un hombre de acción y de astucias innumerables- no podría sobrevivir. Uno de aquellos días de dudas apremiantes llegó a la casa una carta de Bob y, como siempre hacía, el padre la leyó en voz alta mientras cenaban, salpicando la lectura de exégesis orgullosas que eran como un reproche, o que el nerviosismo atemorizado de su hijo interpretó como un reproche. El caso es que, en medio de uno de los comentarios de su padre, Rodney lo interrumpió, la interrupción degeneró en disputa y la disputa en una de esas reyertas en que los dos contendientes, porque se conocen mejor que nadie, saben mejor que nadie dónde herir para hacer la mayor sangre posible. En ésta no hubo sangre -no, por lo menos, sangre física, sangre no meramente metafórica-, pero sí acusaciones, insultos y portazos, y a la mañana siguiente, antes de que nadie se hubiera despertado, Rodney cogió el coche de su padre y desapareció y, cuando al cabo de tres días sin dar señales de vida regresó a casa, reunió a su padre y a su madre y les anunció sin solemnidad y sin darles opción de réplica que en el plazo de dos meses se alistaba en el ejército. Casi veinte años después de ese día aciago de agosto, sentado frente a mí en el mismo sillín de orejas donde había escuchado las palabras sin retorno de Rodney, mientras sostenía una taza de café enfriado y buscaba en mis ojos el alivio de un destello exculpatorio, el padre de Rodney aún seguía preguntándose dónde había estado y qué había hecho su hijo durante aquellos tres días de tuga, y seguía preguntándose también, como lo había hecho una y otra vez durante los últimos veinte años, por qué Rodney no había desertado y había acabado acatando la orden de ir a Vietnam. En todo aquel tiempo había sido incapaz de hallar una respuesta satisfactoria a la primera pregunta; no así a la segunda. «La gente tiende a creer que muchas explicaciones convencen menos que una sola», me dijo el padre de Rodney. «Pero la verdad es que para casi todo hay más de una razón.» Según el padre de Rodney, éste no hubiera ingresado en el ejército si se hubiera podido librar legalmente de ello, pero no se sentía capaz de vulnerar a conciencia la ley -aunque la considerara injusta- y mucho menos de humillarse pidiéndole a él que moviese los hilos de su profesión para que alguno de sus colegas aceptase incurrir en el fraude de inventarle una eximente médica. Por otra parte, negarse a ir a la guerra en nombre de sus convicciones pacifistas le hubiera acarreado a Rodney dos años de cárcel, y la opción del exilio en Canadá tampoco estaba exenta de riesgos, entre ellos el de no poder regresar a su país en muchos años. «Además», continuó el padre de Rodney, «en el fondo todavía era un chico con la cabeza llena de novelas de aventuras y de películas de John Wayne: sabía que su padre había hecho la guerra, que su abuelo había hecho la guerra, que la guerra es lo que hacen los hombres, que sólo en la guerra un hombre prueba que es un hombre.» Por eso el padre de Rodney intuía que en algún rincón escondido de la mente de su hijo, alimentada por las nociones de coraje, hombría y rectitud que él le había inculcado, y en lucha con sus propias ideas germinales de chaval recién salido de la adolescencia, alentaba aún, secreto pero poderoso, un concepto heroico y romántico de la guerra como hecho esencial en la vida de un hombre, lo cual explicaba su convicción madurada durante veinte años de que si su hi]o había traicionado su antibelicismo, se había tragado su miedo y había obedecido la orden de ir a Vietnam había sido en el fondo por vergüenza, porque sabía que, de no haberlo hecho, nunca hubiera podido volver a mirarle a la cara a la gente sencilla de su país, porque nunca hubiera podido volver a mirarle a la cara a su hermano ni a su madre, pero sobre todo -por encima de todo- porque nunca hubiera podido volver a mirarle a la cara a él. «Así que fui yo quien mandé a Rodney a Vietnam», dijo el padre de Rodney. «Igual que antes lo había hecho con Bob.» Antes de ir a Vietnam Rodney pasó un primer periodo de adiestramiento («adiestramiento básico», lo llamaban) en Fort Jackson, Carolina del Sur, y un segundo periodo («adiestramiento avanzado», lo llamaban) en Fort Polk, Louisiana. De aquella época datan sus primeras cartas. «Lo primero que notas al llegar aquí», escribe Rodney desde Fort Jackson, «es que la realidad ha retrocedido hasta un estadio primitivo, porque en este lugar sólo rigen la jerarquía y la violencia: los fuertes salen adelante, los débiles no. En cuanto entré por la puerta me insultaron, me raparon al cero, me pusieron ropa nueva, me despojaron de mi identidad, así que no hizo falta que nadie me dijera que, si quería salir de aquí con vida, tenía que procurar mimetizarme con el entorno, disolviéndome en la masa, y tenía también que ser más brutal que el resto de mis compañeros. Lo segundo que notas es algo todavía más elemental. Antes de conocer esto yo ya sabía que la felicidad perfecta no existe, pero aquí he aprendido que tampoco existe la infelicidad perfecta, porque cualquier mínimo respiro es una fuente infinita de felicidad.» Rodney perdió diez kilos de peso en sus primeros veinte días en Fort Jackson. Allí y en Fort Polt, dos eran las sensaciones dominantes en el ánimo de Rodney: la extrañeza y el miedo. La mayoría de sus compañeros, muchachos de entre dieciocho y diecinueve años, eran más jóvenes que éclass="underline" algunos eran delincuentes a quienes el juez había dado a elegir entre la cárcel y el ejército; otros eran desdichados que, porque no sabían qué hacer con su vida, habían imaginado con razón que el ejército iba a dotarla de un propósito y un sentido; la inmensa mayoría eran trabajadores sin estudios que se adaptaban a los rigores de la milicia con menos dificultades que él, quien, pese a estar habituado a la vida de intemperie y a su antigua familiaridad con las armas de fuego, había llevado hasta entonces una existencia demasiado regalada como para sobrevivir sin estragos a la aspereza del ejército. Pero también estaba el miedo: no el miedo como estado de ánimo, sino como una sensación física, fría, humillante y pegajosa, que apenas guardaba una lejana semejanza con lo que hasta entonces había llamado miedo; no el miedo a un enemigo lejano, todavía invisible o abstracto, sino el miedo a sus mandos, a sus compañeros, a la soledad, a sí mismo: un miedo que, acaso contradictoriamente, no le impidió empezar a amar todas esas cosas. Hay una carta fechada en Xuan Loe el 30 de enero de 1969, cuando Rodney ya llevaba casi un año en Vietnam, en la que narra con detalle una anécdota de esos meses de instrucción, como si hubiera necesitado todo un año para poder digerirla, o para resolverse a narrarla. Pocos días antes de su partida hacia Vietnam lo reunieron junto a sus compañeros en la sala de actos de Fort Polk a fin de que un capitán y un sargento recién llegados del frente impartieran una charla de última hora sobre técnicas de evasión y supervivencia en la jungla. Mientras hablaba el capitán -un hombre de sonrisa impasible y ademanes cultivados-, el sargento sostenía un conejo blanquísimo, mullido e inquieto, con unos ojos atónitos de niño, que terminó por acaparar con su presencia intempestiva la atención de los soldados. En un determinado momento, el conejo escapó de las manos del suboficial y echó a correr; el capitán dejó de hablar, y una algarabía de patio de colegio se apoderó de la sala mientras el conejo se escurría entre los pupitres, hasta que alguien por fin atrapó al animal y se lo entregó al sargento. Entonces el capitán lo cogió y, antes de que cesara del todo el guirigay y se hiciera en la sala un silencio brutal, en unos segundos, sin que se borrara la sonrisa de sus labios y sin apenas mancharse de sangre, le partió el cuello, lo desolló, le arrancó de cuajo las vísceras y se las arrojó a los soldados.