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Así que los primeros meses de Rodney en Vietnam no fueron duros. A ello contribuyó la suerte. A diferencia de su hermano, encuadrado desde su llegada en un batallón de combate, por un azar que nunca acabó de entender (y que con el tiempo acabó atribuyendo a un error burocrático) Rodney fue destinado a un cargo subalterno en un organismo encargado de proveer de entretenimiento a la tropa, con sede en la capital. La guerra, desde allí, quedaba tranquilizadoramente lejos; además, el trabajo no era ingrato: se pasaba la mayor parte del tiempo en una oficina con aire acondicionado, y cuando se veía obligado a salir de ella era sólo para acompañar desde el aeropuerto hasta el hotel a cantantes, estrellas de cine y humoristas, para asegurarse de que no les faltaba de nada o para conducirlos hasta el lugar donde debían realizar su actuación. Era un empleo privilegiado de retaguardia, sin más riesgo que el de vivir en Saigón; el problema es que por entonces incluso vivir en Saigón constituía un riesgo considerable. Rodney tuvo ocasión de comprobarlo apenas un mes después de su llegada a la ciudad. A continuación refiero el suceso tal como él lo refiere en una de sus cartas.

Una tarde, al salir de su trabajo, Rodney entró en un bar cercano a la parada del autobús que lo conducía a diario a la base militar donde pernoctaba. En el bar sólo había dos grupos de soldados sentados a las mesas y un suboficial de los Boinas Verdes bebiendo a solas en un extremo de la barra; Rodney se acodó en el otro extremo, pidió una cerveza y se la bebió. Cuando preguntó lo que debía, la camarera -una vietnamita joven, de rasgos delicados y ojos huidizos- le dijo que ya estaba pagado y señaló al suboficial, que sin volverse hacia él levantó una mano desganada en señal de saludo; Rodney le dio las gracias desde lejos y se marchó. A partir de entonces adoptó la costumbre de tomarse una cerveza cada tarde en aquel bar. Al principio el ritual era siempre el mismo: entraba, se sentaba a la barra, se bebía una cerveza intercambiando sonrisas y palabras sueltas en vietnamita con la camarera, luego pagaba y se iba; pero al cabo de cuatro o cinco visitas consiguió vencer la desconfianza de la camarera, quien resultó que hablaba un inglés elemental pero suficiente y quien a partir de entonces empezó a pasar los ratos libres que le dejaba el trabajo conversando con él. Hasta que un buen día todo eso acabó. Fue un viernes por la tarde, cuando igual que cada viernes por la tarde los soldados abarrotaban el bar celebrando el inicio del fin de semana con su primera borrachera y las camareras no daban abasto para servirlos. Rodney se disponía a pagar su consumición y marcharse cuando sintió una palmada en el hombro. Era el suboficial de los Boinas Verdes. Le saludó con una efusión exagerada y le invitó a una copa, que Rodney se sintió obligado a aceptar; pidió a gritos una cerveza para Rodney y un whisky doble para él. Conversaron. Mientras lo hacían, Rodney se fijó en el suboficiaclass="underline" era bajo, macizo y fibroso, con la cara torturada de arrugas; tenia los ojos violentos y como desorientados, y apestaba a alcohol. No era fácil entender sus palabras, pero Rodney dedujo de ellas que era de un pueblecito de Arizona, que hacía más de un año que estaba en Vietnam y que le quedaban pocos días para volver a casa; por su parte él le contó que apenas llevaba unas semanas en Saigón y le habló del trabajo que realizaba. Después del primer whisky vino el segundo, y después el tercero. Cuando el suboficial iba a pedir el cuarto Rodney anunció que se marchaba: era la tercera vez que lo hacía, pero en esta ocasión sintió que una mano como una garra le atenazaba el brazo. «Tranquilo, recluta», dijo el suboficial, y Rodney notó debajo de ese tratamiento vagamente amistoso una vibración como de hoja de cuchillo recién afilado. «Es el último.» Y pidió el whisky. Mientras esperaba que se lo sirvieran le hizo una pregunta a Rodney que éste no entendió. «He dicho que qué crees que hemos venido a hacer aquí», repitió el suboficial con su voz cada vez más pastosa. «¿A este bar?», preguntó Rodney. «A este país», aclaró el suboficial. No era la primera vez que le hacían esa pregunta desde que estaba en Saigón y ya conocía la respuesta reglamentaria, sobre todo la respuesta reglamentaria para un suboficial. Se la dio. El suboficial se rió como si eructase, y antes de volver a hablar pidió otra vez su whisky, que no llegaba. «Eso no te lo crees ni tú. ¿O acaso te imaginas que vamos a salvar a esta gente del comunismo con esta pandilla de borrachos?», preguntó, abarcando con un gesto afectado y burlón el local repleto de soldados. «Te voy a decir una cosa: esta gente no quiere que la salvemos. Te voy a decir otra: aquí a lo único que hemos venido es a matar amarillos. ¿Ves a esa chica?», dijo a continuación, señalando a una camarera que se dirigía hacia ellos cargada con una bandeja de bebidas y sorteando a duras penas la plétora de clientes. «Hace media hora que le pido un whisky, pero no me lo trae. ¿Sabes por qué?