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No, claro que no lo sabes… Pero yo te lo voy a decir. No me lo trae porque me odia. Así de fácil. Me odia. A ti también te odia. Si pudiera te mataría, igual que a mí. Y ahora voy a darte un consejo. Un consejo de amigo. Mi consejo es que la mates tú a ella antes de que ella pueda matarte a ti.» Rodney no pudo decir nada, porque en aquel momento la camarera pasó frente a ellos y el suboficial le hizo una zancadilla que acabó con su cuerpo y con la bandeja de bebidas en el suelo, entre un estrépito de cristales rotos. Rodney se agachó instintivamente para ayudar a levantarse a la camarera y para recoger el estropicio. «¿Qué demonios estás haciendo?», oyó que decía el suboficial. «Maldita sea, deja que lo arregle ella.» Rodney no le hizo caso, y a continuación sintió una patada leve en las costillas, casi un empujón. «¡Te he dicho que lo dejes, recluta!», repitió el suboficial, esta vez a gritos. Rodney se incorporó y dijo sin pensar, como si hablara para sí mismo: «No debería haber hecho eso». Inmediatamente se arrepintió de sus palabras. Durante dos segundos el suboficial lo miró con curiosidad; luego soltó una carcajada. «¿Qué has dicho?» Rodney notó que el bar había quedado en silencio y que él era el blanco de todas las miradas; la camarera de ojos huidizos lo observaba sin pestañear desde detrás de la barra. Rodney se oyó decir: «He dicho que no debería haber tirado a la chica». El bofetón le alcanzó en la sien; luego sintió cómo el suboficial le increpaba, le insultaba, se burlaba de él, volvía a pegarle. Rodney soportó la humillación sin moverse. «¿No vas a defenderte, recluta?», gritó el suboficial. «No», contestó Rodney, sintiendo que la furia se le acumulaba en la garganta. «¿Por qué no?», volvió a gritarle el suboficial. «¿Qué eres? ¿Un maricón o un puto pacifista?» «Soy un recluta», contestó Rodney. «Y usted un suboficial, y además está borracho.» Entonces el suboficial se desprendió lentamente los galones sin quitarle los ojos de encima, y luego dijo como si su voz surgiera del corazón de una caverna: «Defiéndete ahora, cobarde de mierda». La pelea apenas duró unos segundos, porque enseguida un enjambre de soldados se interpuso entre los dos contendientes. Por lo demás, Rodney no salió malparado de la refriega, y durante los días que siguieron esperó con resignación una denuncia por pegar a un suboficial, pero para su sorpresa no llegó. Tardó cierto tiempo en volver al bar, y cuando lo hizo la encargada le dijo que su amiga ya no trabajaba allí y que tenía entendido que se había marchado de Saigón. Olvidó el episodio. Trató de olvidar a la camarera. Pero algunas semanas después de su visita al bar volvió a verla. Aquella tarde Rodney estaba esperando en la parada del autobús, rodeado de soldados que se aprestaban como él a regresar a la base, cuando uno de los adolescentes mendicantes que a menudo pululaban por las inmediaciones insistió tanto en limpiarle las botas que al final le permitió que lo hiciera. Así estaba, con un pie encima de la caja del limpiabotas, cuando al levantar la vista reconoció con alegría a la chica: estaba al otro lado de la calle, mirándole. Al pronto creyó que ella también se alegraba de verle, porque le sonreía o le pareció que le sonreía, pero enseguida notó que era una sonrisa rara, y la alegría se convirtió en alarma cuando comprobó que en realidad la chica le estaba pidiendo con ademanes de urgencia que se reuniera con ella. Rodney abandonó al limpiabotas y echó a andar rápidamente hacia donde estaba la chica, pero mientras cruzaba la calle vio que el limpiabotas pasaba a su lado corriendo, y en ese instante sonó la explosión. Rodney cayó al suelo en medio del estruendo, quedó unos instantes aturdido o inconsciente, y cuando volvió en sí, en la calle reinaba un caos de catástrofe y la parada del autobús se había convertido en un amasijo de hierro y de muerte. Sólo horas más tarde supo Rodney que en el atentado habían perdido la vida cinco soldados norteamericanos, y que la carga explosiva que acabó con ellos se hallaba instalada en la caja del limpiabotas en la que instantes antes de la deflagración tenía apoyado su pie. En cuanto al limpiabotas y a la camarera, nunca más volvió a saberse de ellos, y Rodney llegó a la conclusión inevitable de que la camarera que le había salvado la vida y el limpiabotas que a punto había estado de arrebatársela habían sido dos de los ejecutores de la masacre.

Durante todo el tiempo que pasó en Saigón ésa fue acaso la única oportunidad en que sintió la cercanía de la muerte, y el hecho de haber escapado a ella de forma providencial no hizo sino reforzar su convicción sin razones de que mientras permaneciese allí no corría peligro, de que iba a sobrevivir, de que pronto estaría de vuelta en casa y de que para entonces sería como si nunca hubiera estado en aquella guerra.

Quien sí estaba en la guerra era Bob. Desde su llegada a Vietnam recibía frecuentes noticias suyas y, cada vez que estando de permiso visitaba Saigón, Rodney se esmeraba en acogerlo por todo lo alto: lo agasajaba con regalos comprados en el mercado negro, le llevaba a beber a la terraza del Continental, a cenar al Givral, un pequeño restaurante con aire acondicionado, en la esquina de Le Toi y Tu Do, y luego a locales exclusivos del centro -incluido, como incomprensiblemente se encarga de puntualizar Bob en varias de sus cartas, el Hung Dao Hotel, un célebre y concurrido prostíbulo de tres pisos ubicado en la calle Tu Do, no lejos del Givral-, locales en los que la bebida y la conversación se prolongaban a menudo hasta los amaneceres ardientes de la plaza Lam Son. Rodney se consagraba por entero a su hermano durante esas visitas, pero cuando los dos se despedían después de una semana de farras diarias nunca se quedaba con la satisfacción de haber contribuido a que Bob olvidara por un tiempo la inclemencia de la guerra, sino que siempre le embargaba una desazón difusa que le dejaba en el estómago un rescoldo de pesadumbre, como si se hubiera pasado aquellas jornadas fraternales de risas, confidencias, alcohol y noches en vela tratando de purgar un pecado que no había cometido o no recordaba haber cometido, pero que le escocía como si fuera real. A finales de mayo los dos hermanos se vieron en Hue, adonde Rodney había acudido en calidad de asesor para todo de un renombrado cantante country y su tribu de go-go girls. Por entonces a Bob le faltaba un mes para licenciarse; ya hacía tiempo que había descartado la idea, que acarició durante algún tiempo y que llegó a anunciarles por carta a sus padres, de reengancharse en el ejército, y en aquel momento estaba exultante, deseoso de volver a casa. De regreso en Saigón, Rodney escribió a Rantoul una carta en la que contaba su encuentro con Bob y describía el optimismo que desbordaba su hermano, pero dos semanas más tarde, al llegar una mañana a la oficina, el capitán de quien dependía directamente le hizo llamar a su despacho y, después de un prolegómeno tan solemne como confuso, le comunicó que durante una rutinaria misión de reconocimiento, en un sendero que emergía de la jungla y desembocaba en una aldea cercana a la frontera de Laos, Bob o alguien que caminaba junto a Bob había pisado una mina de setenta kilos de explosivos, y que lo único que quedaba del cuerpo de su hermano y de los de los otros cuatro compañeros que para su desgracia se hallaban en aquel momento junto a él eran los harapos ensangrentados que pudieron recogerse en los alrededores del cráter de diez metros de diámetro que había dejado la explosión.

La muerte de Bob lo cambió todo. O eso es al menos lo que pensaba el padre de Rodney; también lo que avalan los hechos. Porque, poco después de que su hermano falleciese, Rodney rechazó por escrito la posibilidad de dar por terminado su servicio en el ejército y regresar a casa -una posibilidad de la que se había hecho Iegalmente acreedor gracias a la muerte de Bob-y presentó una solicitud para integrarse en un batallón de combate. Ninguna de sus cartas razona esta decisión, y su padre ignoraba los motivos reales que le indujeron a tomarla; sin duda estaban vinculados con la muerte de su hermano, pero también puede que fuera una decisión impremeditada o instintiva, y que el propio Rodney los ignorase. En cualquier caso lo cierto es que las cartas de éste se hicieron a partir de aquel momento más frecuentes, más prolijas, más oscuras. Gracias a ellas el padre de Rodney empezó a entender o imaginar (como acaso hubiera empezado a hacerlo cualquiera que las hubiese recibido) que aquélla era una guerra distinta de la que él había librado, y tal vez de todas las demás guerras: entendió o imaginó que en aquella guerra había una falta absoluta de orden o sentido o estructura, que quienes luchaban carecían de un propósito o dirección definidos y que por tanto nunca se conseguían objetivos, ni se ganaba o perdía nada, ni había un progreso que pudiera medirse, ni siquiera la menor posibilidad, no ya de gloria, sino de dignidad para quien peleaba en ella. «Una guerra en la que reinaba todo el dolor de todas las guerras, pero en la que no cabía ni la más mínima posibilidad de redención o grandeza o decencia que cabe en todas las guerras», me dijo el padre de Rodney. Su hijo hubiera aprobado la frase. En una carta de inicios de octubre de 1968, en la que ya se aprecia algo del tono obsesivo y alucinatorio que teñirá muchas de sus misivas posteriores, escribe: «Lo atroz de esta guerra es que no es una guerra. Aquí el enemigo no es nadie, porque puede serlo cualquiera, y no está en ninguna parte, porque está en todas: está dentro y fuera, arriba y abajo, delante y detrás. No es nadie, pero existe. En otras guerras se trataba de vencerlo; en ésta no: en ésta se trata de matarlo, pese a que todos sabemos que matándolo no lo vamos a vencer. No merece la pena engañarse: esto es una guerra de exterminio, así que cuantas más cosas matemos -gente o animales o plantas, da lo mismo- tanto mejor. Arrasaremos el país: no dejaremos nada. Aun así, no ganaremos la guerra, sencillamente porque esta guerra no se puede ganar o no puede ganaría más que Charlie: él está dispuesto a matar y a morir, mientras que lo único que nosotros queremos es que pasen cuanto antes los doce meses que hay que pasar aquí y podamos volver a casa. Entre tanto matamos y morimos, pero nadie sabe por qué matamos y morimos. Claro que todos nos esforzamos por fingir que entendemos alguna cosa, que sabemos por qué estamos aquí y matamos y podemos morir, pero lo hacemos para no volvernos locos del todo. Porque aquí estamos todos locos, locos y solos y sin posibilidad de avance o retroceso, sin posibilidad de pérdida o ganancia, igual que si diéramos vueltas sin parar alrededor de un círculo invisible trazado en el fondo de un pozo vacío, donde nunca da el sol. Escribo a oscuras. No tengo miedo. Pero a veces me asusta pensar que estoy a punto de saber quién soy, que detrás de cualquier recodo de cualquier camino voy a ver aparecer a un soldado que soy yo».