En las cartas de aquellos primeros meses que vivió alejado de las engañosas seguridades de Saigón Rodney nunca menciona a Bob, pero sí registra con detalle las novedades en que abunda su nueva vida. Su batallón se hallaba instalado en una base cercana a Da Nang, pero ése era sólo el lugar de descanso, porque la mayor parte del tiempo lo pasaban operando por la región, de día chapoteando en los arrozales y recorriendo palmo a palmo la jungla, asfixiados de calor y humedad y mosquitos, soportando aguaceros bíblicos, embarrados hasta las cejas y comidos por las sanguijuelas, alimentándose con latas de conservas, sudando siempre, exhaustos y con todo el cuerpo dolorido, apestando después de semanas enteras sin lavarse, ajenos a cualquier empeño que no fuera el de seguir vivos, mientras más de una vez -después de caminar durante horas y horas armados hasta los dientes, cargando con mochilas montañosas y cerciorándose a conciencia de dónde ponían los pies para evitar la fatalidad de las minas de las que estaban sembrados los caminos de la jungla- se sorprendían deseando que empezasen de una vez los disparos, aunque sólo fuese para romper la monotonía agotadora de aquellas jornadas interminables en las que el aburrimiento resultaba a menudo más enervante que la proximidad del peligro. Esto ocurría durante el día. Durante la noche -después de que cada uno hubiera cavado su pozo de tirador en los atardeceres rojos de los arrozales, mientras la luna se levantaba majestuosa en el horizonte- la rutina cambiaba, pero no siempre para bien: a veces no les quedaba más remedio que tratar de conciliar el sueño acunados por el cañoneo de la artillería, por el estruendo de los helicópteros aterrizando o por el de los disparos de los M-16; otras veces había que salir de patrulla, y lo hacían cogidos de la mano, o agarrados al uniforme del compañero que los precedía, como niños aterrados por el miedo de perderse en la oscuridad, y también estaban las guardias, guardias eternas en las que cada rumor de la Jungla era una amenaza y durante las cuales había que luchar a brazo partido contra el sueño y contra el fantasma desvelado de los compañeros muertos. Porque fue en aquellos días cuando Rodney conoció el aliento cotidiano de la muerte. «Una vez leí una frase de Pascal donde se dice que nadie se entristece del todo con la desgracia de un amigo», escribe Rodney dos meses después de su llegada a Da Nang. «Cuando la leí me pareció una frase mezquina y falsa; ahora sé que lo que dice es cierto. Lo que la hace verdadera es ese "del todo". Desde que estoy aquí he visto morir a varios compañeros: su muerte me ha horrorizado, me ha enfurecido, me ha hecho llorar; pero mentiría si dijera que no he sentido un alivio obsceno ante ella, por la sencilla razón de que el muerto no era yo. O dicho de otra manera: el espanto está en la guerra, pero mucho antes estaba en nosotros.» Estas palabras tal vez expliquen en parte que en las cartas de esta época Rodney sólo hable de sus compañeros vivos -nunca de los muertos- y de sus mandos vivos -nunca de los muertos-; me he preguntado a menudo si también explican el hecho de que estén plagadas de historias, como sí por algún motivo Rodney no quisiera decir de forma directa aquello que las historias saben decir a su modo lateral o elíptico. Son historias que le habían ocurrido a él, o a alguien cercano a él, o que simplemente le habían contado; descarto la hipótesis de que alguna de ellas sea inventada. Sólo referiré la del capitán Vinh, porque por alguna razón puede que fuera la que más afectó a Rodney.
El capitán Vinh era un oficial del ejército survietnamita que estaba asignado en calidad de guía e intérprete a la unidad con la que operaba mi amigo. Era un treintañero enteco y cordial con quien, según afirma Rodney en una de las cartas en que narra su historia, había conversado más de una vez mientras los dos reponían fuerzas engullendo sus raciones de campaña o fumaban un cigarrillo en las pausas de las marchas. «No te acerques a él», le dijo un veterano de su compañía después de que una tarde le viera charlar amistosamente con el capitán. «Ese tipo es un jodido traidor.» Y le contó la siguiente anécdota. En una ocasión capturaron a tres guerrilleros del Vietcong, y un oficial de inteligencia los montó en un helicóptero y pidió al capitán y a cuatro soldados, entre ellos el veterano, que lo acompañaran. El helicóptero se elevó y, cuando estuvo a una altura respetable, el oficial empezó a interrogar a los prisioneros. El primero de ellos se negó a hablar, y sin la menor vacilación el oficial ordenó a los soldados que lo arrojasen al vacío; obedecieron. Lo mismo ocurrió con el segundo prisionero. Al tercero no hubo necesidad de interrogarle: llorando y pidiendo clemencia, empezó a hablar de forma tan incontenible que el capitán Vinh apenas tenía tiempo de traducir sus palabras; pero cuando terminó su confesión corrió la misma suerte que sus compañeros. «Subimos al helicóptero con tres tipos y bajamos sin ninguno», dijo el veterano. «Pero nadie hizo preguntas. En cuanto al capitán, es basura. Ha visto lo que le estamos haciendo a su gente y continúa ayudándonos. No sé cómo permiten que siga con nosotros», se quejó. «Tarde o temprano nos traicionará.» No mucho tiempo después Rodney habría de recordar a menudo el vaticinio del veterano. Todo empezó la mañana en que su compañía acudió a una aldea cercana que había sido ocupada la noche anterior por el Vietcong. El propósito de la incursión del Vietcong había sido reclutar soldados, y a tal fin los guerrilleros solicitaron la ayuda del ¡efe del pueblo, que se mostró renuente a colaborar con ellos. La respuesta de los guerrilleros fue tan fulminante que cuando el hombre quiso rectificar ya era tarde: cogieron a sus dos hijas, de seis y ocho años, las violaron, las torturaron, les cortaron el cuello y arrojaron sus cadáveres mutilados al pozo que abastecía al pueblo de agua potable, para contaminarla. Toda la compañía de Rodney encajó la historia en silencio, salvo el capitán Vinh, que se puso literalmente enfermo. «Mis hijas», gemía una y otra vez para quien quisiera escucharle, para nadie. «Tienen la misma edad, esas niñas tenían la misma edad que mis hijas.» Dos meses más tarde, el mismo día en que llegaba a Da Nang después de pasar una semana de permiso en Tokio, Rodney tuvo que ayudar en la evacuación de los trece muertos y los cincuenta y nueve heridos de una compañía de combate que aquella misma mañana había sido víctima de una emboscada en la jungla. El hecho lo impresionó, pero la impresión se convirtió en una furia helada en el momento en que supo que la rápida investigación subsiguiente a los hechos había concluido que la carnicería sólo podía haber sido el resultado de un chivatazo, y que el autor de aquel chivatazo sólo podía haber sido el capitán Vinh. En una carta posterior Rodney afirma que, cuando tuvo conocimiento de la traición del oficial, de haber podido hubiera matado sin dudarlo «a aquella rata asesina con quien había compartido comida, tabaco y conversación», pero que ahora ya no hacía falta, porque el intérprete había sido entregado al ejército survietnamita, que lo había ejecutado sin dilación; Rodney añadía que se alegraba de la noticia. La siguiente carta que recibieron los padres de Rodney era sólo una nota: en ella su hijo consigna escuetamente que los mismos servicios de inteligencia que habían demostrado la traición del capitán Vinh acababan de llegar a la conclusión de que el oficial había dado el chivatazo a los comunistas del Vietcong porque éstos habían raptado a sus dos hijas y habían amenazado con matarlas a menos que colaborase con ellos. Después de recibir esa nota sumarísima sus padres tardaron casi un mes en tener noticias de Rodney y, cuando la correspondencia se reanudó, poco a poco y de forma insidiosa les venció la impresión de que no era su hijo quien les escribía, sino alguien distinto que usurpaba su nombre y su letra. Era una sensación extraña, me dijo el padre de Rodney, como si quien escribiera fuese Rodney y no lo fuese al mismo tiempo o, lo que todavía era más extraño, como si quien escribiera fuese demasiado Rodney (Rodney en estado químicamente puro, extracto de Rodney) para ser verdaderamente Rodney. He leído y releído esas cartas y, por ambigua o confusa que sea, la observación me parece exacta, porque en esas páginas sin duda escritas a chorro es evidente que la escritura de Rodney ha ingresado en un dudoso territorio espejeante en el que, si bien es difícil no identificar a lo lejos la voz de mi amigo, resulta imposible no percibir un potente diapasón de desvarío que, sin hacerla del todo irreconocible, la vuelve por lo menos inquietantemente ajena a Rodney, entre otras cosas porque no siempre elude las tentaciones de la truculencia, la solemnidad o la simple cursilería. Añadiré que, a mi juicio, el hecho de que Rodney escribiera esas cartas desde el hospital en el que estaba recuperándose de los estragos del incidente sólo da cuenta en parte de su carácter anómalo, pero no basta para anular la perturbadora sensación que su lectura produce. «El incidente»: así es como lo llamó el padre de Rodney durante la tarde en que estuve en su casa, porque así es como al parecer lo llamó Rodney la única vez que su padre le interrogó en vano acerca de él. El incidente. Había ocurrido durante el mes en que estuvo sin noticias de su hijo y, a través de fuentes diversas y a lo largo de los años, todo lo que el padre de Rodney había logrado averiguar era que la compañía de Rodney había tomado parte en una imprecisa incursión en la aldea de My Khe, en la provincia de Quang Nai, que se había saldado con más de medio centenar de víctimas; también había conseguido averiguar que, a raíz del incidente o a consecuencia de él, y a pesar de que no había sufrido ninguna herida física, Rodney había permanecido internado durante tres semanas en un hospital de Saigón, y que mucho tiempo después, cuando ya estaba de vuelta en casa, tuvo que declarar en el juicio que se le instruyó al teniente que se hallaba al mando de su compañía, quien finalmente fue absuelto de los cargos que se le imputaban. Eso era todo lo que en todos aquellos años había averiguado por su cuenta el padre de Rodney acerca del incidente. En cuanto a su hijo, nunca aludió al asunto más que de pasada y de la forma más superficial posible y cuando no le quedó más remedio que hacerlo, y ni en sus cartas posteriores a su temporada en el hospital ni en las que escribió estando ingresado todavía en él lo llega a mencionar siquiera.