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Pero no las había dejado atrás. El padre de Rodney lo supo una noche de las navidades de 1988, pocos meses antes de que me contara la historia de su hijo en su casa de Rantoul, apenas unos días después de que Rodney y yo nos despidiéramos a la puerta de Treno's con la promesa finalmente frustrada de que volveríamos a vernos en cuanto yo regresara de mi viaje por el Medio Oeste en compañía de Barbara, Gudrun y Rodrigo Ginés. Aquella tarde un hombre había llamado por teléfono a su casa preguntando por su hijo. Rodney estaba fuera, así que su padre quiso saber quién le llamaba. «Tommy Birban», dijo el hombre. El padre de Rodney no había oído nunca ese apellido, pero el hecho no le extrañó, porque desde que Rodney había roto el encierro de su burbuja no era infrecuente que llamaran desconocidos a su casa. El hombre dijo que era amigo de Rodney, prometió que volvería a llamarlo al cabo de un rato y dejó un número de teléfono por si Rodney quería adelantarse y llamarlo antes a él. Cuando Rodney llegó a casa esa noche, su padre le dio el recado y le tendió un papel con el número de teléfono de su amigo; la reacción de su hijo le extrañó: un poco pálido, cogiendo el papel que le tendía le preguntó si estaba seguro de que ése era el nombre del desconocido y, aunque él le aseguró que sí, se lo hizo repetir varias veces, para cerciorarse de que no se había equivocado. «¿Pasa algo?», preguntó el padre de Rodney. Rodney no contestó o contestó con un gesto entre disuasorio y despectivo. Pero más tarde, mientras cenaban, volvió a sonar el teléfono, y antes de que su padre pudiera levantarse para cogerlo Rodney lo atajó en seco con un grito. Los dos hombres se quedaron mirándose: fue entonces cuando el padre de Rodney supo que algo andaba mal. El teléfono siguió sonando, hasta que por fin se calló. «A lo mejor era otra persona», dijo el padre de Rodney. Rodney no dijo nada. «Va a volver a llamar, ¿verdad?», preguntó el padre de Rodney tras un silencio. Ahora Rodney asintió. «No quiero hablar con él», dijo. «Dile que no estoy. O mejor dile que estoy de viaje y que no sabes cuándo voy a volver. Sí: dile eso.» Aquella noche el padre de Rodney no arriesgó ninguna otra pregunta, porque sabía que su hijo no la iba a contestar, y se pasó todo el día siguiente aguardando la llamada de Tornmy Birban. Por supuesto, la llamada llegó, y el padre de Rodney descolgó enseguida el teléfono e hizo lo que su hijo le había pedido que hiciese. «Ayer no me dijo que Rodney estaba fuera», alegó Tommy Birban, suspicaz. «Ya no me acuerdo de lo que le dije ayer», contestó él. Luego improvisó: «Pero es mejor que no vuelva a llamar. Rodney se ha marchado y no sé dónde está ni cuándo va a volver». Ya estaba a punto de colgar cuando al otro lado del teléfono la voz de Tommy Birban dejó de sonar amenazadora y sonó implorante, como un sollozo perfectamente articulado: «Es usted el padre de Rodney, ¿verdad?». No tuvo tiempo de contestar. «Sé que Rodney está viviendo con usted, me lo dijeron en la Asociación de Veteranos de Chicago, ellos me dieron su teléfono. Quiero pedirle un favor. Si me lo concede le prometo que no volveré a llamar, pero tiene que concedérmelo. Hágame el favor de decirle a Rodney que no voy a pedirle nada, ni siquiera que nos veamos. Lo único que quiero es hablar un rato con él, dígale que quiero hablar un rato con él, dígale que necesito hablar con él. Eso es todo. Pero dígaselo, por favor. ¿Se lo dirá?» E! padre de Rodney no supo negarse a cumplir el encargo, pero el hecho de que su hijo lo recibiera sin inmutarse ni hacer el menor comentario le permitió engañarse con la ilusión de que aquel episodio que ni podía ni quería entender había concluido sin mayores consecuencias. Previsiblemente, algunos días después Tommy Birban volvió a llamar. Para entonces Rodney ya no contestaba nunca el teléfono, así que rué su padre quien se puso. Tommy Birban y él discutieron unos segundos, violentamente, y ya estaba a punto de colgar cuando su hijo le pidió que le entregara el teléfono; no sin alguna vacilación, ni sin advertirle con la mirada que aún estaba a tiempo de evitar el error, se lo entregó. Los dos antiguos amigos hablaron durante largo rato, pero él se prohibió escuchar la conversación, de la que apenas cazó algunos retazos inconexos. Esa noche Rodney no pudo conciliar el sueño, y al día siguiente Tommy Bírban volvió a llamar y los dos volvieron a conversar por espacio de variasjioras. Este ritual ominoso se repitió durante más de una semana, y al amanecer del día de Año Nuevo el padre de Rodney oyó ruido en la planta baja, se levantó, salió al porche y vio a su hijo cargando el último bulto en el maletero del Buick. La escena no le sorprendió; en realidad, casi la esperaba. Rodney cerró el maletero y subió las escaleras del porche. «Me voy», dijo. «Iba a subir a despedirme.» Su padre supo que mentía, pero asintió. Miró la calle nevada, el cielo casi blanco, la luz gris; miró a su hijo, alto y destruido frente a él, y sintió que el mundo era un lugar vacío, sólo habitado por ellos dos. A punto estuvo de decírselo. «¿Adonde vas?», estuvo a punto de decirle. «¿No sabes que el mundo es un lugar vacío?» Pero no se lo dijo. Lo que le dijo fue: «¿No es hora ya de que olvides todo eso?». «Yo ya lo he olvidado, papá», contestó Rodney. «Es todo eso lo que no me ha olvidado a mí.» «Y eso fue lo último que le oí decir», concluyó el padre de Rodney, hundido en su sillón de orejas, tan exhausto como si no hubiera dedicado aquella tarde interminable en su casa de Rantoul a reconstruir para mí la historia de su hijo, sino a tratar en vano de escalar una montaña impracticable cargado con un equipaje inútil. «Luego nos dimos un abrazo y se marchó. El resto ya lo sabe usted.»

Así terminó de contar su historia el padre de Rodney. Ninguno de los dos tenía nada más que añadir, pero todavía me quedé un rato con él, y durante un tiempo indefinido, que no sabría si computar en minutos o en horas, permanecimos sentados frente a frente, manteniendo un simulacro desmayado de conversación, como si ambos compartiéramos un secreto infamante o la autoría de un delito, o como si buscáramos excusas para que yo no tuviera que enfrentarme a solas al camino de vuelta a Urbana y él a la soledad primaveral de aquel caserón sin nadie, y cuando por fin me decidí a marcharme, ya de madrugada, tuve la certeza de que siempre recordaría la historia que me había contado el padre de Rodney y de que yo ya no era el mismo que aquella tarde, muchas horas atrás, había llegado a Rantoul. «Es usted demasiado joven para pensar en tener hijos», me dijo el padre de Rodney cuando nos despedíamos, y no lo he olvidado. «No los tenga, porque se arrepentirá; aunque si no los tiene también se arrepentirá. Así es la vida: haga lo que haga, se arrepentirá. Pero déjeme que le diga una cosa: todas las historias de amor son insensatas, porque el amor es una enfermedad; pero tener un hijo es arriesgarse a una historia de amor tan insensata que sólo la muerte es capaz de interrumpirla.»