Del único que no supe nada en mucho tiempo fue de Rodney, y ello a pesar de que, cada vez que entraba en contacto con alguien que había estado en Urbana en mi época (o inmediatamente antes, o inmediatamente después), acababa preguntando por él. Pero que no supiera nada de Rodney tampoco significa que lo hubiera olvidado. De hecho, ahora sería fácil imaginar que nunca dejé de pensar en él durante todos aquellos años; la realidad es que tal cosa sólo es en parte cierta. Es verdad que de vez en cuando me preguntaba qué habría sido de Rodney y de su padre, cuánto tiempo habría tardado mi amigo en volver a su casa tras su huida y cuánto tiempo habría tardado en volverse a marchar tras su retorno. También es verdad que por lo menos en un par de ocasiones me atacó seriamente el deseo o la urgencia de contar su historia y que, cada vez que eso ocurrió, desempolvé los tres portafolios de cartón negro con cierre de goma que me había entregado su padre y releí las cartas que contenían y las notas que yo había tomado, nada más regresar a Urbana, del relato que él me había hecho aquella tarde en Rantoul, igual que es verdad que me documenté a fondo leyendo cuanto cayó en mis manos acerca de la guerra de Vietnam, y que tomé páginas y páginas de notas, hice esquemas, definí personajes y planeé escenas y diálogos, pero lo cierto es que siempre quedaban piezas sueltas que no encajaban, puntos ciegos imposibles de clarificar (sobre todo dos: qué había ocurrido en My Khe, quién era Tommy Bírban), y que tal vez por ello cada vez que me resolvía a empezar a escribir acababa abandonándolo al poco tiempo, embarrancado en mi impotencia para dotar de sentido a aquella historia que en el fondo (o eso es al menos lo que sospechaba por entonces) tal vez carecía de él. Era una sensación extraña, como si, aunque el padre de Rod-ney me hubiera hecho de algún modo responsable de la historia de desastre de su hijo, esa historia no acabara de pertenecerme del todo y no fuese yo quien debía contarla y por tanto me faltasen el coraje, la locura y la desesperación que requería contarla, o quizá como si todavía fuese una historia inacabada, que aún no había alcanzado el punto de cocción o madurez o coherencia que hace que una historia ya no se resista con obstinación a ser escrita. Y es verdad también que, como me había ocurrido en Urbana con mi primera novela frustrada, durante años yo fui casi incapaz de ponerme a escribir sin sentir el aliento de Rodney a mi espalda, sin pensar qué hubiese opinado él de esta frase o aquélla, de este adjetivo o aquél -como si la sombra de Rodney fuese al mismo tiempo un juez furibundo y un ángel tutelar-, y por supuesto aún era más incapaz de leer a los autores favoritos de Rodney -y los leía mucho- sin discutir mentalmente los gustos y las opiniones de mi amigo. Todo eso es verdad, pero asimismo lo es que, a medida que pasaba el tiempo y el recuerdo de Urbana iba disolviéndose en la distancia como la estela espumeante de un avión que se aleja en el cielo purísimo, también el recuerdo de Rodney se disolvía con él, así que para cuando mi amigo reapareció de forma inesperada yo no sólo estaba ya convencido de que nunca escribiría su historia, sino también de que, a menos que un azar improbable lo impidiese, nunca volvería a verle de nuevo.
Ocurrió hace tres años, pero no ocurrió por azar. Unos meses atrás yo había publicado una novela que giraba en torno a un episodio minúsculo ocurrido en la guerra civil española; salvo por su temática, no era una novela muy distinta de mis novelas anteriores -aunque sí más compleja y más intempestiva, acaso más estrafalaria-, pero, para sorpresa de todos y salvo escasas excepciones, la crítica la acogió con cierto entusiasmo, y en el poco tiempo transcurrido desde su aparición había vendido más ejemplares que todos mis libros anteriores juntos, lo que a decir verdad tampoco bastaba para convertirla en un best-seller: a lo sumo se trataba de un ruidoso succés d'estime, aunque en todo caso más que suficiente para hacer feliz o incluso provocar la euforia de quien, como yo, a aquellas alturas ya había empezado a incurrir en el escepticismo resabiado de esos plumíferos cuarentones que hace tiempo arrumbaron en silencio las furiosas aspiraciones de gloria que alimentaron en su juventud y se han resignado a la dorada medianía que les reserva el futuro sin apenas tristeza ni más cinismo que el indispensable para sobrevivir con alguna dignidad.
Fue en ese momento de alegría inesperada cuando reapareció Rodney. Un sábado por la noche, de regreso de una gira de promoción por vanas ciudades andaluzas, Paula me recibió en casa con la noticia de que aquel mismo día Rodney había estado en Gerona.
– ¿Quién? -pregunté sin salir de la incredulidad.
– Rodney -repitió Paula-. Rodney Falk. Tu amigo de Urbana.
Por supuesto, yo había hablado muchas veces de Rodney con Paula, pero el hecho no aminoró la extrañeza que me produjo escuchar de labios de mi mujer ese nombre familiar y extranjero. A continuación Paula pasó a relatar la visita de Rodney. Al parecer, a media mañana había sonado el timbre de la casa; como no esperaba a nadie, antes de abrir miró por la mirilla, y la alarmó tanto ver al otro lado de la puerta a un desconocido corpulento con el ojo derecho cegado por un aguerrido parche de tela que a punto estuvo de permanecer en silencio y no abrir. La curiosidad, sin embargo, pudo más que la inquietud, y acabó preguntando quién era. Rodney se identificó, preguntó por mí, volvió a identificarse, y al final Paula cayó en la cuenta, le abrió, le dijo que yo estaba de viaje, le invitó a pasar, le invitó a tomar café. Mientras lo tomaban, observados por Gabriel a una distancia recelosa, Rodney contó que llevaba una semana viajando por España, y que tres días atrás había llegado a Barcelona, había visto mi último libro en una librería, lo había comprado, lo había leído, había llamado a la editorial y, después de mucho insistir y de engañar a una de las chicas de prensa, había conseguido que le dieran mis señas. No transcurrió mucho tiempo antes de que Gabriel abandonara su desconfianza inicial y -según Paula porque tal vez le hizo gracia el castellano ortopédico de Rodney, o su imposible catalán aprendido conmigo en Urbana, o porque Rodney tuvo la astucia o el instinto de tratarle como a un adulto, que es la mejor forma de ganarse a los niños- congeniara de inmediato con mi amigo, así que cuando Paula quiso darse cuenta ya estaban Gabriel y Rodney jugando al ping-pong en el jardín. Los tres pasaron el día ¡untos: comieron en casa, pasearon por el casco antiguo de la ciudad y en un bar de la plaza de Sant Doménec estuvieron mucho rato jugando al futbolín, un juego que apasionaba a Gabriel y que Rodney desconocía por completo, lo que no impidió, siempre según Paula, que jugara con la pasión del neófito ni que celebrara a gritos cada gol, abrazando y levantando en vilo y besando a Gabriel. Así que cuando al atardecer Rodney les anunció que tenía que marcharse, Gabriel y Paula trataron de hacerle cambiar de opinión con el argumento de que yo llegaría al cabo de sólo unas horas; no lo consiguieron: Rodney alegó que aquella misma noche debía tomar un tren desde Barcelona hasta Pamplona, donde tenía previsto pasar las fiestas de San Fermín.