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– Está alojado aquí -dijo Paula al concluir su relato, alargándome una hoja cuadriculada con un nombre y un número de teléfono garabateados en ella con la letra picuda e inconfundible de Rodney-. Hotel Albret.

Aquella noche me desveló una doble inquietud, que sólo a medias guardaba relación con la visita de Rodney. Por un lado, hacía apenas veinticuatro horas que me había acostado con la escritora local encargada de presentar mi libro en Málaga; no era la primera vez en los últimos meses que engañaba a Paula, pero después de cada infidelidad los remordimientos me torturaban con saña durante días. Pero por otro lado también me desasosegaba la inopinada reaparición de Rodney, su reaparición precisamente en el momento de mi consagración como escritor, quizá como si temiera que mí amigo no hubiese acudido a mí para celebrar el éxito, sino para desvelar lo que éste tenía de farsa, humillándome con el recuerdo de mis ridículos inicios de aspirante a escritor en Urbana. Creo que aquella noche me dormí sin haber apaciguado el remordimiento, pero habiendo decidido que no llamaría a Rodney y que trataría de olvidar su visita cuanto antes.

Al día siguiente, sin embargo, no parecía haber en mi casa más tema de conversación que Rodney. Entre otras cosas Paula y Gabriel me contaron que mi amigo residía en Burlington, una ciudad del estado de Vermont, que tenía una mujer y acababa de tener un hijo, y que trabajaba en una inmobiliaria. No sé qué me sorprendió más: el hecho de que Rodney, siempre tan reacio a hablar conmigo de su vida privada, hubiera hablado de ella con Paula y Gabriel, o el hecho no menos insólito de que, a juzgar por lo que les había contado a mi mujer y mi hijo, Rodney llevara ahora una tranquila existencia de padre de familia incompatible con el hombre corroído en secreto por su pasado que, sin que nadie pudiera sospecharlo, todavía era en Urbana, igual que si el tiempo transcurrido desde entonces hubiera acabado curando sus heridas de guerra y le hubiera permitido salir del interminable túnel de desdicha por el que había caminado solo y a oscuras durante treinta años. El lunes Paula reveló las fotografías que ella y Gabriel se habían tomado con Rodney; eran fotografías felices: la mayoría mostraban sólo a Gabriel y a Rodney (en una se les veía jugando al futbolín; en otra se les veía sentados en las escaleras de la catedral; en otra se les veía caminando por la Rambla, cogidos de la mano); pero en dos de ellas aparecía también Paula: una estaba tomada en el puente de Les Peixeteries Velles, la otra a la puerta de la estación, justo antes de que Rodney tomara el tren. Por fin, el martes por la mañana, después de haberle dado muchas vueltas al asunto, decidí llamar a Rodney. No lo hice porque durante aquellos tres días Gabriel y Paula me hubieran preguntado una y otra vez si ya había hablado con él, sino por tres razones distintas pero complementarias: la primera es que descubrí que deseaba hablar con Rodney; la segunda es que acabé comprendiendo que el temor a que Rodney hubiera venido a aguar la fiesta de mi éxito era absurdo y mezquino; la tercera -aunque no la menos importante- es que por entonces ya llevaba más de medio año sin escribir ni una sola línea, y en algún momento se me ocurrió que, si conseguía hablar con Rodney de su estancia en Vietnam e iluminar los puntos ciegos de aquella historia tal y como yo la conocía a través de los testimonios de su padre y de las cartas que Rodney y Bob le habían enviado desde el frente, entonces tal vez conseguiría entenderla del todo y podría acometer con garantías la tarea siempre postergada de contarla.

Así que el martes por la mañana llamé al hotel Albret de Pamplona y pregunté por Rodney. Para mi sorpresa, el conserje me contestó que no se alojaba allí. Porque pensé que había un error, insistí y, pasados unos segundos, el conserje me dijo que en efecto Rodney había dormido el domingo en el hotel, pero que el lunes por la mañana había cancelado de improviso la reserva por cinco días que había hecho con antelación y había partido hacia Madrid. «Dejó dicho que si alguien preguntaba por él le dijéramos que estaba en el hotel San Antonio de La Florida», añadió el conserje. Le pregunté si tenía el número de teléfono del hotel; me dijo que no. Colgué. Descolgué. En el servicio de información de Telefónica conseguí el número de teléfono del hotel San Antonio de La Florida; llamé y pregunté por Rodney. «Un momento, por favor», me rogaron. Esperé un momento, al cabo del cual volvió a sonar la voz del conserje. «Lo siento», dijo. «El señor Falk no se encuentra en su habitación.» A la mañana siguiente volví a llamar al hotel, volví a preguntar por Rodney. «Acaba de marcharse», me dijo el mismo conserje (o tal vez fuera otro). Furioso, a punto estuve de colgar de golpe, pero me frené a tiempo de preguntar hasta qué día había reservado habitación Rodney. «Hoy aún dormirá aquí», contestó el conserje. «Pero mañana no.» Di las gracias y colgué el teléfono. Media hora más tarde, una vez llegué a la conclusión de que si perdía el rastro de Rodney no volvería a recuperarlo, llamé de nuevo al hotel y reservé una habitación para aquella misma noche. Luego llamé a Paula al periódico, le anuncié que me marchaba a Madrid para ver a Rodney, metí en una bolsa una muda, un libro y los tres portafolios que contenían las cartas de Rodney y de su hermano y partí hacia el aeropuerto de Barcelona.

Aterricé en Madrid a las seis, y cuarenta minutos más tarde, después de bordear la ciudad por la M-30, un taxi me dejó en el hotel San Antonio de La Florida, en el barrio de La Florida, justo enfrente de la estación de tren de Príncipe Pío. Era un hotel modesto, cuya fachada daba a una acera bulliciosa de terrazas y mesones típicos. Crucé un hall y subí unas escaleras alfombradas que daban a un salón espacioso; en un extremo se hallaba la conserjería, flanqueada por dos locutorios telefónicos y una pirámide de plástico con postales turísticas. Me inscribí en el hotel, me dieron la llave de mi habitación, pregunté por Rodney. El conserje -un hombre repeinado, cetrino, con gafas- consultó el libro de registro y a continuación un casillero.

– Habitación 334 -fue su respuesta-. Pero ahora no está allí. ¿Quiere que le dé algún recado cuando vuelva?

– Dígale que me alojo en el hotel -contesté-. Y que le estoy esperando.

El conserje anotó el recado en un papel y un mozo me condujo a una habitación minúscula, un poco sórdida, con las paredes color crema y las puertas y marcos pintados de un rojo sangre. Me desnudé, me duché, volví a vestirme. Tumbado en un camastro cubierto por una colcha de un estampado de flores idéntico al que lucían ¡as cortinas corridas, que liberaban la visión de un nudo de autopistas y una esquina profusamente arbolada de la Casa de Campo, al otro lado de la cual proseguían los penúltimos arrabales de la ciudad, esperando que en cualquier momento Rodney llamara a la puerta, me entretuve anticipando con la imaginación nuestro encuentro. Me preguntaba cómo habría cambiado Rodney desde la última vez que lo había visto, una noche de invierno de catorce años atrás, en la acera nevada de Treno's; me preguntaba si su padre le habría hablado de mi visita a Rantoul y de lo que me había contado acerca de él; me preguntaba si accedería a hablar conmigo de sus años de Vietnam, a explicarme qué había ocurrido en My Khe, quién era Tommy Birban; me preguntaba por qué se había molestado en ir a verme a Gerona y qué opinaría de mi novela. Hasta que, comido por la impaciencia o harto de hacerme preguntas, hacia las nueve bajé a recepción y le encargué al conserje que, cuando Rodney llegara, le dijese que estaba esperándole en la cafetería.