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– Bueno, ¿no me vas a decir qué te ha parecido?

– ¿Tu última novela?

– Mi última novela.

– Me ha parecido bien -dijo Rodney, haciendo un gesto inseguro de asentimiento y mirándome con sus ojos marrones y regocijados-. Pero ¿puedo decirte la verdad?

– Claro -dije, maldiciendo la hora en que se me había ocurrido viajar a Madrid en busca de Rodney-. Siempre que no sea demasiado ofensiva.

– Bueno, la verdad es que me gusta más la primera que escribiste -dijo-. La de Urbana, quiero decir. ¿Cómo se titula?

– El inquilino.

– Eso.

– Lo celebro -mentí, pensando en Marcelo Cuartera o en el discípulo de Marcelo Cuartera que había escrito sobre el libro-. Tengo un amigo que opina lo mismo. Creo que fue el único que la leyó. En una reseña venía más o menos a decir que entre Cervantes y yo había un inmenso vacío en la literatura universal.

Rodney soltó una risotada que desnudó su maltrecha dentadura.

– Lo que me gusta de ella es que parece una novela cerebral, pero en realidad está llena de sentimiento -dijo luego-. En cambio, esta última parece estar llena de sentimiento, pero en realidad es demasiado cerebral.

– Justo lo contrario de lo que opinan los críticos a los que no les ha gustado. Dicen que es una novela sentimental.

– ¿No me digas? Entonces es que acierto. Hoy, cuando un papanatas no sabe cómo cargarse una novela, se la carga diciendo que es sentimental. Los papanatas no entienden que escribir una novela consiste en elegir las palabras más emocionantes para provocar la mayor emoción posible; tampoco entienden que una cosa es el sentimiento y otra el sentimentalismo, y que el sentimentalismo es el fracaso del sentimiento. Y, como los escritores son unos cobardes que no se atreven a llevarles la contraria a los papanatas que mandan y que han proscrito el sentimiento y la emoción, el resultado son todas esas novelas correctitas, frías, pálidas y sin vida que parecen salidas directamente de la ventanilla de un funcionario vanguardista para complacer a los críticos… -Rodney dio una calada avariciosa a su cigarrillo y durante unos segundos pareció abstraído-. Oye, dime una cosa -añadió luego, mirándome de golpe a los ojos-. El profesor chiflado de la novela soy yo, ¿no?

La pregunta no hubiera debido pillarme desprevenido. Ya he dicho que en mi novela de Urbana había un personaje semideshauciado cuyo aspecto físico excéntrico estaba inspirado en el aspecto físico de Rodney, y en aquel momento recordé que, mientras escribía la novela, a menudo imaginé que, en el caso improbable de que la leyera, Rodney no dejaría de reconocerse en él. Supongo que para ganar tiempo y encontrar una respuesta convincente que, sin faltar a la verdad, no hiriese a Rodney, pregunté:

– ¿Qué profesor? ¿Qué novela?

– ¿Qué novela va a ser? -contestó Rodney-. El inquilino. ¿Olalde soy yo o no?

– Olalde es Olalde -improvisé-. Y tú eres tú.

– A otro perro con ese hueso -dijo en castellano, como si acabara de aprender la expresión y la usara por primera vez-. No me vengas con el cuento de que una cosa son las novelas y otra la vida -continuó, regresando al inglés-. Todas las novelas son autobiográficas, amigo mío, incluso las malas. Y en cuanto a Olalde, bueno, yo creo que es ¡o mejor del libro. Pero, la verdad, lo que más gracia me hace es que me vieras así.

– ¿Cómo? -pregunté, ya sin tratar de ocultar lo evidente.

– Como el único que se entera de verdad de lo que está pasando.

– ¿Y eso por qué te hace gracia?

– Porque así era exactamente como yo me veía a mi.

Ahora nos reímos los dos, y yo aproveché la circunstancia para desviar la conversación. Por supuesto, estaba deseoso de hablarle de Vietnam y de mis intentos frustrados de contar su historia, pero, porque pensé que podía ser contraproducente por precipitado o prematuro y podía disuadirlo de abordar un asunto que nunca había querido abordar conmigo, opté por esperar, seguro de que la noche acabaría deparándome el momento propicio sin convertir aquel reencuentro de amigos en un interrogatorio y sin que Rodney concibiera la sospecha no del todo infundada de que sólo había ido a verle para sonsacarlo. Así que, tratando de recobrar en la madrugada veraniega de aquel hotel de Madrid la complicidad de las noches invernales de Treno's -con la nieve azotando los ventanales y ZZ Top o Bob Dylan sonando en los altavoces-, me las arreglé para que habláramos de Urbana: de John Borgheson, de Giuseppe Rota, del chino Wongy del americano patibulario, cuyo nombre los dos habíamos olvidado o nunca supimos, de Rodrigo Ginés, de Laura Burns, de Felipe Vieri, de Frank Solaún. Luego hablamos largamente de Gabriel y de Paula, y le resumí mi vida en Urbana después de que él desapareciera y también mí vida en Barcelona y Gerona después de que desapareciera Urbana, y al final, sin que yo se lo pidiese, Rodney me contó con algunos añadidos lo que ya me había contado Paula: que desde hacía casi diez años vivía en Burlington, en el estado de Vermont, que tenía un hijo (se llamaba Dan) y una mujer (se llamaba Jenny), que estaba empleado en una inmobiliaria; también me contó que en los próximos días le iban a comunicar si le habían concedido una plaza de maestro en una escuela pública de Rantoul, cosa que según subrayó deseaba fervientemente, porque tenía muchas ganas de volver a vivir en su ciudad natal. Apenas pronunció el nombre de ésta comprendí que había llegado mi oportunidad.

– La conozco -dije.

– ¿De veras? -preguntó Rodney.

– Sí -contesté-. Después de que dejases de dar clase en Urbana fui a buscarte a tu casa. Vi un poco la ciudad, pero sobre todo estuve con tu padre. Supongo que te lo habrá contado.

– No -dijo Rodney-. Pero es normal. Lo raro hubiese sido que me lo contara.

– Espero que se encuentre bien -dije por decir algo.

Rodney tardó en contestar; de repente, a la luz amarillenta de la lámpara de pie, asediado por la oscuridad del salón, pareció fatigado y con sueño, tal vez bruscamente aburrido, como si nada pudiera interesarle menos que hablar de su padre. Dijo:

– Murió hace tres años. -Ya iba a resignarme a algún tópico de consolación cuando Rodney intervino para ahorrármelo-: No te preocupes. No hay nada que lamentar. Desde hacía muchos años mi padre no hacía otra cosa que atormentarse. Ahora por lo menos ya no se atormenta.

Rodney encendió otro cigarrillo. Creí que iba a cambiar de tema, pero no lo hizo; con alguna sorpresa le oí continuar:

– Así que fuiste a verle. -Asentí-. ¿Y de qué hablasteis?

– La primera vez de nada -expliqué, eligiendo con cuidado las palabras-. No quiso. Pero al cabo de un tiempo me llamó y fui a verle. Entonces me contó una historia.

Ahora Rodney me miró con curiosidad, alzando inquisitivamente las cejas. Entonces dije:

– Espérame aquí un momento. Quiero enseñarte una cosa.

Me levanté, a toda prisa crucé frente al conserje, que pegó un respingo de adormilado, tomé el ascensor, subí a mi habitación, cogí los tres portafolios negros, bajé de vuelta al salón y los puse encima de la mesa, delante de Rodney. Con un brillo irónico en los ojos y en la voz, mi amigo preguntó:

– ¿Qué es esto?

No dije nada: me limité a señalar los portafolios. Rodney abrió uno de ellos, contempló el mazo de sobres ordenados cronológicamente, cogió uno, leyó las señas del destinatario y del remitente, me miró, sacó la carta que contenía el sobre y, mientras trataba de descifrar su propia caligrafía en el ajado papel del ejército norteamericano, porque el silencio se prolongaba pregunté: