Me gustaría creer que durante mis primeros días en Urbana este tipo de meteduras de pata no fue tan frecuente como me temo, pero no puedo asegurarlo; lo que sí puedo asegurar es que me habitué a mi nueva vida con mucha más rapidez de lo que auguraban. Es verdad que era una vida cómoda. Mi casa -un apartamento de dos habitaciones, con cocina y baño- se hallaba a cinco minutos a pie del Foreign Languages Building, el edificio que albergaba el departamento de español, en el 703 de West Oregon, entre Busey y Coler, en una zona de callecitas íntimas, estrechas y arboladas. Como me había prometido Marcelo Cuartero, ganaba dinero suficiente para vivir sin estrecheces y mis obligaciones como profesor de español y estudiante de doctorado me dejaban casi todas las tardes y todas las noches libres, además de unos fines de semana larguísimos que incluían los viernes, de manera que disponía de mucho tiempo para leer y escribir, y de una biblioteca inabarcable donde aprovisionarme de libros. Pronto la curiosidad por lo que tenía delante sustituyó a la nostalgia por lo que había dejado atrás. Asiduamente escribía a mi familia y mis amigos -sobre todo a Marcos-, pero ya no me sentía solo; de hecho, muy pronto descubrí que, si uno se lo proponía, nada era más fácil que hacer amigos en Urbana. Como todas las ciudades universitarias, aquélla era un lugar aséptico y falaz, un microclima humano huérfano de pobres y ancianos en el que cada año aterrizaba y del que cada año despegaba hacia el mundo real una población compuesta por jóvenes de paso procedentes de todo el planeta; sumado a la evidencia un tanto angustiante de que ni en la ciudad ni en vanos centenares de kilómetros a la redonda había más distracción que la de trabajar, esta circunstancia facilitaba sobremanera la vida social, y es un hecho que, en contraste con la quietud estudiosa del resto de la semana, desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la noche Urbana se convertía en un bullicioso hervidero de fiestas privadas que nadie parecía querer perderse y a las que todo el mundo parecía estar invitado. Pero a Rodney Falk no lo conocí en ninguna de aquellas fiestas particulares y multitudinarias, sino en el despacho que compartimos durante un semestre en la planta cuarta del Foreign Languages Building. Nunca sabré si me asignaron ese despacho por azar o porque nadie quería compartirlo con Rodney (me inclino antes por lo segundo que por lo primero), pero lo que sí sé es que, si no me lo hubiesen asignado, lo más probable es que Rodney y yo nunca hubiésemos trabado amistad y todo hubiese sido distinto y mi vida no sería como es y el recuerdo de Rodney se hubiera borrado de mi memoria como al cabo de los años se ha borrado el de casi toda la gente que conocí en Urbana. O quizá no tanto, quizá exagero. Al fin y al cabo es verdad que, sin que ni mucho menos se lo propusiera, Rodney no pasaba inadvertido en medio de la rigurosa uniformidad que imperaba en el departamento y que todo el mundo acataba sin rechistar, como si se tratase de una norma tácita pero palpable de profilaxis intelectual paradójicamente destinada a instigar la competencia entre los miembros de aquella comunidad orgullosa de su estricta observancia meritocrática. Rodney contravenía esa norma porque era bastante mayor que los demás ayudantes de español, casi ninguno de los cuales superábamos los treinta años, pero también porque jamás asistía a las reuniones, cócteles y encuentros convocados por el departamento, lo que todo el mundo achacaba, según comprobé enseguida, a su índole reservada y excéntrica, por no decir arisca, contribuyendo a aureolarle de una leyenda denigratoria que incluía el privilegio de haber obtenido su empleo de profesor de español gracias a su condición de veterano de la guerra de Vietnam. Recuerdo que en una recepción ofrecida por el departamento a los nuevos ayudantes, la víspera del día en que daban comienzo las clases, alguien comentó su ausencia consabida, lo que provocó de inmediato, entre el conciliábulo de colegas que me rodeaba, una catarata de conjeturas salvajes acerca de qué es lo que Rodney debía de enseñar a sus alumnos, porque nadie le había oído nunca hablar español.
– ¡Carajo! -zanjó entonces Laura Burns, que acababa de sumarse al corro-. A mí lo que me preocupa no es que Rodney no sepa una mierda de español, sino que cualquier día de éstos aparezca por aquí con un Ka-láshnikov y nos quite a todos de en medio.
Aún no había olvidado este comentario, que fue acogido con una carcajada unánime, cuando al otro día conocí finalmente a Rodney. Aquella mañana, la primera del curso, llegué muy temprano al departamento, y al abrir la puerta del despacho lo primero que vi fue a Rodney sentado a su mesa, leyendo; lo segundo fue que alzaba la vista del libro, que me miraba, que sin mediar palabra se levantaba. Hubo un instante irracional de pánico provocado por el recuerdo del exabrupto de Laura Burns (que de golpe de]ó de parecerme un exabrupto y también de parecerme divertido) y por el tamaño de aquel hombrón con fama de desequilibrado que avanzaba hacia mí; pero no eché a correr: con aprensión estreché la mano que me alargaba, traté de sonreír.
– Me llamo Rodney Falk -dijo, mirándome a los o)os con desconcertante intensidad y haciendo un ruido que sonó como un taconazo marcial-. ¿Y tú?
Le dije mi nombre. Rodney me preguntó si era español. Le dije que sí.
– Nunca he estado en España -declaró-, Pero algún día me gustaría conocerla. ¿Has leído a Hemmgway?
Yo apenas había leído a Hemingway, o lo había leído de cualquier manera, y mi concepto del escritor norteamericano cabía en una instantánea lamentable protagonizada por un viejo acabado, chulesco y alcohólico, amigo de bailaoras y de toreros, que divulgaba en sus obras pasadas de moda una imagen de postal turística amasada con los estereotipos más rancios e insoportables de España.
– Sí -contesté, aliviado por aquel atisbo de conversación literaria y, como debí de ver otra magnífica oportunidad de dejar bien clara entre mis compañeros de facultad mi insobornable vocación cosmopolita, que ya había creído pregonar con mi comentario homófobo sobre el cine de Almodóvar, añadí-: Francamente, me parece una mierda.
La reacción de mi flamante compañero de despacho fue más expeditiva que la que noches atrás habían tenido Vieri y Solaún: sin un gesto de desaprobación o aquiescencia, como si yo hubiera desaparecido de pronto de su vista, Rodney dio media vuelta y me dejó con la palabra en la boca; luego volvió a sentarse, volvió a coger su libro, volvió a enfrascarse en él.