– ¿No te lo imaginas?
– Más o menos -contesté, sinceramente-. Pero no sé lo que ocurrió.
– No te hace falta -aseguró-. Lo que te imaginas es lo que ocurrió. Ocurrió lo que ocurre en todas las guerras. Ni más ni menos. My Khe es sólo una anécdota. Además, en Vietnam no hubo un My Khe: hubo muchos. Lo que ocurrió en uno ocurrió más o menos en todos. ¿Satisfecho?
No dije nada.
– No, claro que no -adivinó Rodney, endureciendo de nuevo la voz, y a continuación prosiguió como si no quisiera que yo entendiese lo que decía, sino lo que quería decir-. Pero si tanto te importa puedo contarte algo que te deje satisfecho. ¿Qué prefieres? Conozco muchas historias. Y yo también tengo imaginación. Dime qué necesitas para que tu historia cuadre y te hagas la ilusión de que la entiendes. Dímelo y te lo cuento y acabamos, ¿de acuerdo? Pero antes déjame que te advierta una cosa: te cuente lo que te cuente, invente lo que invente, tú nunca vas a entender lo único que importa, y es que no quiero tu compasión. ¿Lo entiendes? Ni la tuya ni la de nadie. No la necesito.
Eso es lo único que importa, o por lo menos lo único que me importa a mi. Lo entiendes, ¿verdad?
Asentí, arrepentido de haber llevado la conversación hasta aquel extremo y, mientras apartaba la vista de Rodney, noté en la boca un agrio sabor de ceniza o de monedas viejas. En el ventanal que daba a ía estación de Príncipe Pío el amanecer pugnaba ya contra la oscuridad menguante de la madrugada, barriendo sin prisa las sombras del salón. Hacía rato que el conserje había dejado de dormitar y trajinaba por su cubículo. Intercambié con él una mirada vacía y, volviéndome hacia Rodney, murmuré una disculpa. Rodney no dio señales de haberla oído, pero al cabo de un largo silencio suspiró, y en ese momento creí adivinar en un cambio imperceptible de su expresión lo que iba a ocurrir. No me equivoqué. Con voz apaciguada y aire de fatiga preguntó:
– ¿De verdad quieres que te lo cuente?
Sabiendo que había ganado, o que mi amigo me había permitido ganar, no dije nada. Entonces Rodney cruzó las piernas y, después de reflexionar un momento, empezó a contar la historia. Lo hizo de una forma extraña, rápida, fría y precisa al mismo tiempo; ignoro si antes se la había contado a alguien, pero mientras le escuchaba supe que se la había contado a sí mismo muchas veces. Rodney contó que la semana anterior al incidente de My Khe una patrulla rutinaria integrada por soldados de su compañía había sido abordada en un cruce de carreteras por una adolescente vietnamita, quien, mientras los zarandeaba pidiéndoles ayuda con gestos apremiantes, dejó que explotara una granada de mano que llevaba enterrada en la ropa, y que el resultado de ese encuentro fue que, además de la adolescente, dos miembros de la patrulla murieron despedazados, otro de ellos perdió un ojo y otros dos resultaron heridos de menor consideración. El episodio los obligó a redoblar las medidas de seguridad, inyectando en la compañía un nerviosismo suplementario que tal vez explicara en parte lo que sucedió luego. Y lo que sucedió fue que una mañana su compañía fue enviada en misión de reconocimiento a la aldea de My Klie con el objeto de cerciorarse de la falsedad de una información según la cual miembros del Vietcong se escondían en ella. Rodney lo recordaba todo como envuelto en una neblina de sueño, el Chinook en que viajaba descendiendo primero sobre el mar y luego sobre la arena y por fin en círculos sobre un puñado de huertos intactos mientras los campesinos corrían hacia la plaza del pueblo, presas del pánico a causa de las voces perentorias que escupían los altavoces, el helicóptero aterrizando junto a un camposanto y luego el fogonazo de sol en el cielo ejemplarmente azul y el deslumbramiento de las flores en los alféizares y un clamoreo difuso o remoto de gallinas o niños en el aire cristalino de la mañana mientras los soldados se dispersaban por una impecable geometría de calles desiertas hasta que en algún momento, sin saber muy bien cómo ni por qué ni quién lo había iniciado, se desencadenó el tiroteo, primero se oyó un disparo aislado y casi enseguida ráfagas de ametralladora y más tarde gritos y explosiones, y en sólo unos segundos una tormenta enloquecida de fuego pulverizó la quietud milagrosa del pueblo, y cuando Rodney se dirigía hacia el lugar donde imaginaba que se había entablado el combate oyó a su espalda un rumor multitudinario de fuga o acecho y se volvió y dio un grito de furia y de espanto y empezó a disparar, y luego siguió gritando y disparando sin saber por qué gritaba ni hacia dónde ni a quién disparaba, disparando, disparando, disparando, y también gritando, y cuando dejó de hacerlo lo único que vio frente a él fue un amasijo ininteligible de ropa y pelo empapados de sangre y manos y pies minúsculos y desmembrados y ojos sin vida o todavía suplicantes, vio una cosa múltiple, húmeda y escurridiza que rápidamente huía de su comprensión, vio todo el horror del mundo concentrado en unos pocos metros de muerte, pero no pudo soportar esa visión refulgente y a partir de aquel momento su conciencia abdicó, y de lo que vino luego sólo guardaba un vaguísimo recuerdo onírico de incendios y animales destripados y ancianos llorando y cadáveres de mujeres y niños con las bocas abiertas como vísceras al aire. Rodney ya no recordaba más, ni durante sus meses de hospital ni durante el resto de su estancia en Vietnam nadie volvió a hablarle del incidente, y sólo mucho tiempo después, cuando ya en Estados Unidos se celebró el juicio, Rodney supo lo que también supo y me había contado su padre: que en My Khe no se había librado ninguna batalla, que allí no había escondido ningún guerrillero, que ninguno de los miembros de su compañía había sido ni siquiera herido, y que el episodio se había saldado con cincuenta y cuatro vietnamitas muertos, la mayoría mujeres, ancianos y niños.
Cuando Rodney terminó de hablar permanecimos un rato en suspenso, sin atrevernos siquiera a mirarnos, como si su relato nos hubiera llevado de viaje a un lugar donde sólo era real el miedo y aguardáramos la aparición benéfica de un visitante que nos devolviera la seguridad compartida de aquel sórdido salón de hotel madrileño. El visitante no llegó. Rodney apoyó sus grandes manos en las rodillas y se levantó del sofá con un crujido de articulaciones; encogido y un poco tambaleante, igual que si estuviera mareado o tuviera vértigo o ganas de vomitar, dio unos pasos y se quedó mirando la calle apoyado en el marco del ventanal.
– Ya es casi de día -le oí decir.
Era verdad: la luz esquelética del amanecer inundaba el salón, dotando a cuanto lo habitaba de una realidad afantasmada o precaria, como si fuera un decorado sumergido en un lago, y al mismo tiempo afilando el perfil de Rodney, cuya silueta se recortaba dudosamente contra el azul cobalto del cielo; por un instante pensé que, más que el de un ave rapaz, era el perfil de un depredador o un felino.
– Bueno, ésa es más o menos la historia -dijo en un tono perfectamente neutro, regresando al sofá con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón-, ¿Es como te la imaginabas?