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A las doce, cuando el conserje me despertó para comunicarme que debía abandonar la habitación, me costó unos segundos aceptar que estaba en un hotel de Madrid y que mi encuentro con Rodney no había sido un sueño o más bien una pesadilla. Dos horas después tomaba un avión de vuelta a Barcelona, decidido a olvidar para siempre a mi amigo de Urbana.

No lo conseguí. O mejor dicho: fue Rodney quien impidió que lo consiguiera. En las semanas siguientes recibí varias cartas suyas; al principio no las contesté, pero mi silencio no le arredró y continuó escribiendo, y al poco tiempo me rendí a la testarudez de Rodney y a la incómoda evidencia de que nuestro encuentro en Madrid había sellado entre los dos una intimidad que yo no deseaba. Sus cartas de aquellos días trataban de asuntos diversos: de su trabajo, de sus conocidos, de sus lecturas, de Dan y de Jenny, sobre todo de Dan y de Jenny. Supe así que la mujer con la que Rodney tenía un hijo era casi de mi edad, quince años más joven que él, que había nacido en Middlebury, un pueblecito cercano a Burlington, y que trabajaba de cajera en un supermercado; en vanas cartas me la describió con detalle, pero curiosamente las descripciones discrepaban, como si Rodney tuviese un conocimiento demasiado profundo de ella para poder capturarla con unas cuantas palabras improvisadas. Otro detalle curioso (o que ahora me parece curioso): al menos en dos o tres ocasiones Rodney trató de disuadirme de nuevo, como ya lo había hecho en Madrid, de mi proyecto de contar su historia; tanta insistencia me extrañó, entre otras cosas porque la juzgaba superflua, y creo que en algún momento acabó infundiéndome la sospecha efímera de que en el fondo mi amigo siempre había querido que yo escribiese un libro sobre él, y de que la conversación que habíamos tenido en Madrid, como todas las que habíamos tenido en Urbana, contenía en cifra una suerte de manual de instrucciones sobre cómo escribirlo, o al menos sobre cómo no escribirlo, igual que si Rodney hubiera estado adiestrándome, de forma subrepticia y desde que nos conocimos, para que algún día contara su historia. A principios de agosto Rodney me anunció que acababan de concederle la plaza de profesor que había estado esperando y que se disponía a mudarse con Dan y con Jenny a la vieja casa familiar de Rantoul. En las semanas siguientes Rodney casi dejó de escribirme y, para cuando a mediados de septiembre su correspondencia empezó a recobrar el ritmo anterior, mi vida había experimentado un cambio cuyo alcance real ni siquiera podía sospechar por entonces.

Fue un cambio imprevisible, aunque puede que en cierto modo Rodney lo hubiera previsto. Ya he dicho que antes del paréntesis del verano la acogida dispensada a mi novela sobre la guerra civil, convertida inesperadamente en un notable éxito de crítica y en un pequeño éxito de ventas, había rebasado mis expectativas más halagüeñas; sin embargo, entre finales de agosto y principios de septiembre, cuando se inicia la nueva temporada literaria y los libros de la anterior quedan confinados al olvido de los últimos estantes de las librerías, sobrevino la sorpresa: como si durante el verano los periodistas se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a convocarme para hablar de ella periódicos, revistas, radios y televisiones; como si durante el verano los lectores se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a llegarme noticias alborozadas de mi editorial según las cuales las ventas del libro se habían disparado. Omito los pormenores de la historia, porque son públicos y más de uno los recordará todavía; no omito que en este caso la imagen de la bola de nieve es, pese a ser un cliché (o precisamente por serlo), una imagen exacta: en menos de un año se hicieron quince ediciones del libro, se vendieron más de trescientos mil ejemplares, estaba en vías de traducción a veinte lenguas y había una adaptación cinematográfica en curso. Aquello era un triunfo sin paliativos, que nadie en mis condiciones se hubiese atrevido a imaginar ni en sus delirios más desatinados, y el resultado fue que de un día para otro pasé de ser un insolvente escritor desconocido, que llevaba una vida apartada y provinciana, a ser famoso, tener más dinero del que sabía gastar y verme envuelto en un frenético torbellino de viajes, entregas de premios, presentaciones, entrevistas, coloquios, ferias del libro y fiestas literarias que me arrastró de un lado para otro por todos los confines del país y por todas las capitales del continente. Incrédulo y exultante, al principio ni siquiera supe advertir que giraba sin control en el vórtice de un ciclón demente. Yo intuía que aquélla era una vida perfectamente irreal, una farsa de dimensiones descomunales parecida a una enorme telaraña que yo mismo segregaba y tejía, y en la que me hallaba atrapado, pero, aunque todo fuera un engaño y yo un impostor, estaba deseoso de correr todos los riesgos con la única condición de que nadie me arrebatara el placer de disfrutar a fondo de aquella patraña. Los profesionales del fariseísmo afirman que no escriben para ser leídos más que por la selecta minoría que puede apreciar sus escritos selectos, pero la verdad es que todo escritor, por ambicioso o hermético que sea, anhela en secreto tener innumerables lectores, y que hasta el poeta maldito más inexpugnable, encanallado y valiente sueña con que los jóvenes reciten sus versos por las calles. Pero en el fondo aquel huracán sin gobierno no guardaba ninguna relación con la literatura ni con los lectores, sino con el éxito y la fama. Sabemos que los sabios aconsejan desde siempre acoger con el mismo ademán indiferente el éxito y el fracaso, no ufanarse con la victoria ni envilecerse llorando en la derrota, pero también sabemos que incluso ellos (sobre todo ellos) lloraron y se envilecieron y ufanaron, incapaces de respetar ese ideal magnífico de impasibilidad, y que por eso aconsejaron aspirar a él, porque sabían mejor que nadie que no hay nada más venenoso que ei éxito ní más letal que la fama.

Aunque al principio apenas fui consciente de ello, el éxito y la fama empezaron a envilecerme enseguida. Alguien dice que quien rechaza un elogio es porque quiere dos: el que ya le han hecho y aquel al que la modestia mentirosa del elogiado obliga con su rechazo. Yo aprendí muy pronto a reclamar más elogios, rechazándolos, y a ejercer la modestia, que es la mejor forma de alimentar la vanidad; también aprendí muy pronto a fingir la fatiga y el disgusto de la fama y a inventar pequeñas desgracias que atrajeran la compasión y ahuyentaran la envidia. Estas estratagemas no siempre fueron eficaces y, como es lógico, a menudo fui víctima de mentiras y calumnias; pero lo peor de las calumnias y las mentiras es que casi siempre acaban por contaminarnos, porque es muy difícil que no cedamos a la tentación de defendernos de ellas convirtiéndonos en mentirosos y calumniadores. Nada me complacía más en secreto que codearme con los ricos, los poderosos y los triunfadores, ni que exhibirme a su lado. La realidad no parecía ofrecer resistencia (o sólo ofrecía una resistencia ínfima comparada con la que ofrecía antes), de manera que, de un modo vertiginoso, todo cuanto antes había deseado parecía hallarse ahora a mi alcance, y poco a poco todo cuanto antes tenía un sabor ahora empezó a resultarme insípido. Por eso bebía a todas horas: cuando me aburría, para no aburrirme; cuando me divertía, para divertirme más. Fue sin duda la bebida la que acabó de subirme a una montaña rusa de noches de euforia alcohólica y sexual y días de resacas apocalípticas, y la que me descubrió la culpa, no como un malestar ocasional fruto de la violación de unas normas autoimpuestas, sino como una droga cuya dosis debía incrementar de continuo para que siguiera surtiendo su efecto narcotizante. Tal vez por ello -y porque la borrachera del éxito me cegaba con un espejismo de omnipotencia, susurrándome al oído que había llegado el momento tanto tiempo esperado de vengarme de la realidad- me convertí de golpe en un mujeriego indiscriminado; yo seguía queriendo a Paula y seguía sintiéndome culpable cada vez que la engañaba, pero ni podía ni quería dejar de engañarla. Por las mismas razones, y también porque sentía que la celebridad me había elevado de golpe por encima de ellos y que ya no los necesitaba, desprecié a quienes siempre había admirado y a quienes siempre me habían demostrado su afecto, mientras adulé a quienes me habían despreciado o me despreciaban, o a quienes yo había despreciado, con la esperanza insaciable -porque cuando uno tiene éxito ya sólo quiere tener éxito- de conquistar también su aprobación. Recuerdo por ejemplo lo que ocurrió con Marcelo Cuartera. Una tarde de aquel otoño frenético a punto estuvimos de cruzarnos en una calle del centro de Barcelona, pero mientras nos acercábamos me incomodó de repente la idea de tener que pararme a hablar con él y en el último momento cambié de acera y lo esquivé. No mucho tiempo después de ese encuentro frustrado alguien sacó a colación el nombre de Marcelo en un corrillo improvisado en un cóctel literario. Ignoro quistaríamos discutiendo, pero el caso es que en algún momento un crítico que quería ser ensayista mencionó un libro de Marcelo como ejemplo del ensayismo árido, estéril y estrecho de miras que triunfaba en la universidad, y un ensayista de éxito que quería ser novelista secundó esa opinión con un comentario más sangrante que agudo. Fue entonces cuando intervine, seguro de ganarme la aquiescencia sonriente del corrillo.