– Claro -dije conviniendo con el comentario del ensayista, a pesar de que había leído el libro de Marcelo y me había parecido brillante-. Pero lo peor de Cuartero no es que sea aburrido, ni siquiera que pretenda que le admiremos porque demuestra que ha leído lo que nadie ha querido leer. Lo peor es que está chocho, coño.
Tampoco he olvidado lo que ocurrió en esos meses con Marcos Luna. Si es verdad que nadie se entristece del todo con la desgracia de un amigo, entonces también lo es que nadie se alegra del todo con la alegría de un amigo; es posible sin embargo que en aquella época nadie estuviera más cerca que Marcos de alegrarse del todo con mis alegrías. Éstas, por lo demás, coincidieron con un periodo ingrato para él. En septiembre, justo cuando mi libro iniciaba su despegue hacia la notoriedad, Marcos fue operado de un desprendimiento de retina; la intervención no salió bien, y a las dos semanas hubo que repetirla. La convalecencia fue larga: Marcos pasó en total más de dos meses en el hospital, postrado por la seguridad deprimente de que sólo saldría de allí convertido en un minusválido. Pero en esta ocasión tuvo suerte, y cuando volvió a casa había recuperado casi por completo la visión del ojo enfermo. Durante el tiempo que pasó en el hospital hablé varias veces con él por teléfono, cuando me llamaba desde la cama para felicitarme cada vez que en la radio oía hablar de mi libro o me oía hablar a mí, o cada vez que alguien le comentaba mis triunfos; pero, atrapado como estaba por las obligaciones proliferantes del éxito, nunca encontré tiempo para visitarlo, y para cuando volví a verle fugazmente, en una terraza del Eixample, justo antes de alguna cena de negocios, a punto estuve de no reconocerle: viejo y disminuido, el pelo escaso y completamente gris, me pareció la viva estampa de la derrota. Tardamos bastante tiempo en volver a vernos, pero mientras tanto adoptamos la costumbre (o la adopté yo, o se la impuse) de hablar casi cada semana por teléfono. Lo hacíamos los sábados por la noche, cuando yo ya llevaba muchas horas bebiendo y, con la coartada de nuestra antigua intimidad, le llamaba y me desahogaba con él de las angustias que me causaba el cambio repentino que había experimentado mi vida, y de paso halagaba mi orgullo demostrándome que el éxito no me había cambiado y seguía siendo amigo de mis amigos de siempre; sé que hay una vanidad inversa en quien se mortifica atribuyéndose infamias que no ha cometido, y no quiero incurrir en ella, pero no puedo dejar de sospechar que aquellas confidencias alcohólicas de madrugada funcionaban también entre Marcos y yo como un periódico y subliminal recordatorio de mis victorias, y que tal vez eran otra forma de infligirle a mí amigo, bajo el disfraz embustero de la queja por mi situación de privilegio, la humillación de mis triunfos en un momento en que, con su salud maltrecha y su carrera de pintor estancada, él sentía con razón lo mismo que los dos habíamos sentido sin ella cuando muchos años atrás compartíamos el piso de la calle Pujoclass="underline" que su vida se estaba yendo a la mierda. Tal vez lo anterior explique que una de esas noches de sábado, arrebatado por la soberbia hipócrita de la virtud, yo recordara la conversación que había mantenido con Rodney en Madrid.
– El éxito no te convierte en un cretino o un hijo de puta -le dije en un determinado momento a Marcos-. Pero puede sacar al hijo de puta o al cretino que algunos llevan dentro. -Y entonces añadí-: Quién sabe: si hubieses sido tú, y no yo, quien hubiera tenido éxito, a lo mejor ahora mismo no estaríamos hablando.
Marcos no me colgó el teléfono en aquel momento, pero sí al día siguiente, cuando le llamé para pedirle disculpas por mi mezquindad: no aceptó mis disculpas, me recordó mis palabras, me las recriminó, me llamó hijo de puta y cretino, me exigió que no volviera a llamarle y sin más explicaciones me colgó. Al cabo de dos días, sin embargo, recibí un correo electrónico suyo en el que me rogaba que le perdonara. «SÍ ni siquiera soy capaz de conservar una amistad de más de treinta años, entonces es que de verdad estoy acabado», se lamentaba. Marcos y yo nos reconciliamos, pero pocas semanas más tarde tuvo lugar un episodio que resume mejor que cualquier otro la dimensión de mi deslealtad con él. No entraré en muchos detalles; al fin y al cabo, el hecho en sí mismo (no lo que revela) tal vez carezca de importancia. Fue tras la presentación de un libro de un fotógrafo mexicano que yo había prologado. El acto se celebró en algún lugar de Barcelona (tal vez fue el MACBA, tal vez el Palau Robert) y a él acudieron Marcos y Patricia, su mujer, a quien al parecer unía una antigua amistad con el fotógrafo. Durante el cóctel que siguió a la presentación, Marcos, Patricia y yo estuvimos charlando, pero al terminar, alegando que al día siguiente tenía que levantarse pronto, mi amigo se negó a sumarse a la cena, y Patricia y yo no conseguimos hacerle cambiar de opinión. Mi recuerdo de lo que sigue es borroso, más incluso que el de otras noches de aquella época, porque es posible que en este caso mi memoria se haya esforzado en eliminar o confundir lo ocurrido. Lo que recuerdo es que Patricia y yo asistimos a una cena multitudinaria en Casa Leopoldo, que nos sentamos juntos y que, aunque siempre habíamos mantenido una relación cordial pero distante -como si los dos hubiésemos convenido en que mi amistad con Marcos no nos convertía automáticamente en amigos-, aquella noche buscamos una complicidad que nunca habíamos deseado o nos habíamos permitido. Creo que fue con el primer whisky de la sobremesa cuando me pasó por la cabeza el deseo de acostarme con ella; asustado de mi temeridad, traté de apartar ese pensamiento de inmediato. No lo conseguí, o al menos no conseguí que de]ara de rondarme la cabeza de forma insidiosa, como una obscenidad cada vez menos obscena y más verosímil, mientras unos cuantos noctámbulos prolongábamos la noche en la barra del Giardinetto y yo trasegaba whískies hablando con éste o el otro, pero sabiendo siempre que Patricia seguía allí. Finalmente, cuando ya de madrugada cerraron el Giardinetto, Patricia me llevó al hotel. Durante el trayecto no dejé de hablar ni un momento, como si buscara una fórmula con que retenerla, pero al aparcar su coche frente a la puerta e ir a despedirse de mí con un beso sólo encontré coraje para proponerle que tomáramos una última copa en mi habitación. Patricia me miró divertida, casi como si yo fuera un adolescente y ella una vieja enfermera obligada a desnudarme.