– No te estarás insinuando, ¿verdad? -se rió.
No tuve tiempo de avergonzarme, porque antes de que eso ocurriera una furia fría me quemó la garganta.
– Eres una mala puta -me oí escupir entonces-. Te pasas la noche calentándome la bragueta y ahora me dejas tirado. Vete a la mierda.
Cerré el coche de un portazo y, en vez de entrar en el hotel, eché a andar. No sé cuánto tiempo estuve andando, pero cuando volví al hotel la furia se había trocado en remordimiento. El efecto del alcohol, sin embargo, no se había disipado, porque lo primero que hice al entrar en mi habitación fue llamar a casa de Marcos. Por fortuna, fue Patricia quien cogió el teléfono. Atropelladamente le pedí perdón, le rogué que no tuviera en cuenta lo que había dicho, alegué que había bebido demasiado, volví a pedirle perdón. Con voz seca Patricia aceptó mis disculpas, y yo le pregunté si pensaba contárselo a Marcos.
– No -contestó antes de colgarme-. Y ahora métete en la cama y duerme la mona.
No sigo. Podría seguir, pero no sigo. Podría contar más anécdotas, pero no quiero olvidar la categoría. Hace unos días leí un poema escrito por Malcom Lowry después de publicar la novela que le dio fama, dinero y prestigio; es un poema truculento y enfático, pero a veces no queda más remedio que ser enfático y truculento, porque la realidad, que casi nunca respeta las reglas del buen gusto, a menudo abunda en truculencias y énfasis. El poema dice así:
Muchos años atrás Rodney me lo había advertido y, aunque por entonces interpreté sus palabras como la inevitable secreción de moralina de un perdedor empapado de la empalagosa mitología del fracaso que gobierna un país histéricamente obsesionado por el éxito, por lo menos yo hubiera debido prever que nadie está vacunado contra el éxito, y que sólo cuando tienes que afrontarlo comprendes que no es únicamente un malentendido, la alegre desvergüenza de un día, sino que es un malentendido y una desvergüenza humillantes; también hubiera debido prever que es imposible sobrevivir con dignidad a él, porque destruye como un ebrio la morada del alma y porque es tan hermoso que descubres que, aunque te engañases con protestas de orgullo e higiénicas demostraciones de cinismo, en realidad no habías hecho otra cosa más que buscarlo, igual que descubres, en cuanto lo tienes en las manos y ya es tarde para rechazarlo, que sólo sirve para destruirte a ti y a cuanto te rodea. Hubiera debido preverlo, pero no lo preví. El resultado fue que le perdí el respeto a la realidad; también le perdí el respeto a la literatura, que era lo único que hasta entonces había dotado de sentido o de una ilusión de sentido a la realidad. Porque lo que creí descubrir entonces es exactamente lo peor que podía descubrir: que mi verdadera vocación no era escribir, sino haber escrito, que yo no era un escritor de verdad, que no era escritor porque no pudiera ser ninguna otra cosa, sino porque la escritura era el único instrumento que había tenido a mano para aspirar al éxito, la fama y el dinero. Ahora ya los había conseguido: ahora ya podía dejar de escribir. Por eso, quizá, dejé de escribir; por eso y porque estaba demasiado vivo para escribir, demasiado deseoso de apurar el éxito hasta el último aliento, y sólo se puede escribir cuando se escribe como si se estuviera muerto y la escritura fuera el único modo de evocar la vida, el cordón último que todavía nos une a ella. Así que, después de doce años sin vivir más que para escribir, con la vehemencia y la pasión excluyentes de un muerto que no se resigna a su muerte, de repente dejé de escribir. Fue entonces cuando de verdad empecé a correr peligro: comprobé que, como también me había dicho Rodney muchos años atrás -cuando yo era tan joven e incauto que ni siquiera podía soñar que el éxito algún día podría abatirse sobre mí como una casa ardiendo-, el escritor que deja de escribir acaba buscando o atrayendo la destrucción, porque ha contraído el vicio de mirar a la realidad, y a ratos de verla, pero ya no puede usarla, ya no puede convertirla en sentido o belleza, ya no tiene el escudo de la escritura con que protegerse de ella. Entonces es el final. Se acabó. Finito. Kaputt.
El final ocurrió un sábado de abril de 2002, justo un año después de la publicación de mi novela. Para entonces hacía ya muchos meses que había dejado por completo de escribir y que saboreaba el tósigo jubiloso del triunfo; para entonces las mentiras, las infidelidades y el alcohol habían gangrenado por completo mi relación con Paula. Aquella noche el propietario de una revista literaria que acababa de concederme el premio al mejor libro del año me dio una cena en su casa de campo, en un pueblo del Empordá; allí se reunió un grupo nutrido de gente: periodistas, escritores, cineastas, arquitectos, fotógrafos, profesores, críticos literarios, amigos de la familia. Acudí a la cita con Paula y Gabriel. No era algo habitual, y no recuerdo por qué lo hice: tal vez porque el anfitrión me aseguró por teléfono que iba a ser una fiesta casi familiar y que otros invitados también acudirían a ella acompañados por sus hijos, tal vez para acallar la mala conciencia que me producía el hecho de engañar con frecuencia a Paula y de apenas dedicarle tiempo a Gabriel, tal vez porque juzgaba que esa imagen familiar avalaba mi reputación de escritor impermeable a los halagos de la fama, una reputación de insobornabilidad y modestia que, según descubrí muy pronto, constituía la herramienta ideal para ganarme el favor de los miembros más poderosos de la sociedad literaria -que son siempre los más cándidos, porque sienten menos amenazada su jerarquía-, y también para protegerme de la hostilidad que mi éxito había suscitado entre quienes se sentían postergados por él, porque consideraban que yo se lo había arrebatado. Lo cierto es que excepcionalmente acudí a la cena con Gabriel y con Paula. Me sentaron a la mesa frente al anfitrión, un viejo empresario con intereses en periódicos y editoriales de Barcelona; a un lado tenía a Paula, y al otro a una joven periodista radiofónica, sobrina del anfitrión, quien, siguiendo instrucciones de su tío, se las arregló para que toda la conversación girara en torno a las causas del éxito inesperado de mi libro. Como la periodista casi obligó a intervenir a casi todos los invitados, hubo opiniones para todos los gustos; en cuanto a mí, instalado a placer en mi posición de protagonista de la velada, me limitaba a comentar con dubitativa aprobación cuanto se decía y, en tono suavemente irónico, a rogarle de vez en cuando al anfitrión que cambiáramos de tema, lo que era interpretado por todos como una prueba de humildad, y no como una astucia orientada a que no decayera la discusión de mis méritos. Acabada la cena tomamos café y licores en un antiguo distribuidor habilitado como salón, donde los invitados nos fuimos congregando en grupos que se hacían y se deshacían al azar de las conversaciones. Ya eran más de las doce cuando Paula interrumpió la conversación que, whisky en mano, yo mantenía con un guionista de cine, su mujer y la sobrina del anfitrión acerca de la adaptación cinematográfica de mi novela; me dijo que Gabriel se estaba durmiendo y que al día siguiente ella tenía que trabajar.
– Nos vamos -anunció, añadiendo sin ninguna convicción-: Pero quédate tú si quieres.
Ya estaba indagando argumentos con que tratar de convencerla de que nos quedáramos un rato más cuando terció el guionista.
– Claro -dijo, apoyando la propuesta insincera de Paula y señalando a su mujer-. Nosotros volvemos esta noche a Barcelona. Si quieres podemos parar en Gerona y dejarte en tu casa.