Busqué con alivio los ojos de Paula.
– ¿No te importa?
Todas las miradas convergieron en ella. Yo sabía que le importaba, pero dijo:
– Claro que no.
Acompañé a Gabriel y a Paula al coche y, cuando Gabriel se hubo tumbado en el asiento trasero, rendido de sueño, Paula cerró la puerta y masculló:
– La próxima vez vas tú solo a tus fiestas.
– ¿No has dicho que no te importaba que me quedara?
– Eres un cabrón.
Discutimos; no recuerdo lo que nos dijimos, pero mientras veía alejarse mi coche a toda prisa por el sendero de grava que salía de la finca pensé lo que tantas veces pensaba por aquella época: que llega un momento en la vida de las parejas en que todo cuanto se dicen lo dicen para hacerse daño, que mi matrimonio se había convertido en una forma refinada de tortura y que cuanto antes se deshiciese mucho mejor para todos.
Pero enseguida me olvidé de la pelea con Paula y continué disfrutando de la fiesta. Ésta se prolongó hasta la madrugada, y cuando entré en el coche del guionista y su mujer me vi sentado junto a una joven muy seria y con aire de intelectual, en la que apenas había reparado en toda la noche. El viaje hasta Gerona fue breve, pero bastó para que me diera cuenta de que la chica estaba bebida, para tener la certeza de que estaba coqueteando conmigo y para enterarme vagamente de que era amiga de la sobrina del anfitrión y de que trabajaba en la televisión local. Al entrar en la ciudad la chica propuso tomar una última copa en el bar de unos amigos, que, según dijo, no cerraba hasta el amanecer. El guionista y su mujer declinaron la oferta con el argumento de que era muy tarde y debían seguir viaje hasta Barcelona; yo la acepté.
Fuimos al bar. Bebimos, charlamos, bailamos, y acabé la noche en la cama de la chica. Cuando salí de su casa estaba a punto de romper el alba. En la calle me esperaba el taxi que había pedido por teléfono; le di mi dirección al chófer y dormité durante todo el trayecto, pero cuando el taxista aparcó a la puerta de mi casa deseé estar muerto: de pie ante un coche celular, dos mossos d'esquadra aguardaban junto a la rampa de entrada al garaje. Pagué al taxista con un billete temblón, y al salir del coche reparé en que la rampa de entrada al garaje, donde solíamos aparcar el coche, estaba vacía, y supe que Paula y Gabriel no estaban en casa.
– ¿Qué ha pasado? -pregunté mientras me acercaba a los dos agentes.
Jóvenes, graves, casi espectrales a la luz lívida del amanecer, me preguntaron si yo era yo. Dije que sí.
– ¿Qué ha pasado? -repetí.
Uno de los policías señaló la puerta de mi casa y preguntó:
– ¿Podemos hablar un momento dentro, por favor?
Hice pasar a los dos policías, nos sentamos en el comedor, volví a preguntar qué había ocurrido. Quien contestó fue el policía que ya había hablado antes.
– Venimos a comunicarle que su mujer y su hijo han sufrido un accidente -dijo.
La noticia no me sorprendió; con un hilo de voz acerté a preguntar:
– ¿Están heridos?
El policía tragó saliva antes de responder:
– Están muertos.
A continuación el policía sacó una libreta y debió de iniciar un relato aséptico y pormenorizado de las circunstancias en que se había producido el accidente, pero, pese a que me esforcé en atender a la explicación, lo único que capté fueron palabras sueltas, frases incoherentes o desprovistas de sentido. Mi recuerdo de las horas que siguieron es aún más inseguro: sé que aquella mañana fui al hospital donde estaban ingresados Paula y Gabriel, que no vi o no quise ver sus cadáveres, que enseguida empezaron a llegar familiares y algún amigo, que hice alguna confusa gestión relacionada con los funerales, que éstos se celebraron al día siguiente, que no asistí a ellos, que algún periódico incluyó mi nombre en la noticia del accidente y que mi casa se llenó de telegramas y faxes de condolencia que yo no leía o leía como veladas acusaciones. En realidad, de aquellos días sólo hay algo que recuerdo con alucinada claridad, y son mis visitas a la comisaría de los Mossos d'Esquadra. En muy poco tiempo estuve allí cuatro veces, tal vez cinco, aunque ahora todas me parecen casi la misma. Me recibía en un despacho una sargento de uniforme, guapa, fría y esforzadamente profesional, quien, sentados los dos a una mesa de despacho muy alegre, con flores y fotografías de su familia, una y otra vez me exponía la información que la policía había acumulado sobre el accidente, hacía croquis, contestaba mis preguntas. Eran reuniones largas, pero, a pesar de que las causas y circunstancias de la colisión no ofrecían dudas para la policía (el piso de la calzada resbaladizo a causa del relente de la noche, tal vez una distracción mínima, una curva tomada a más velocidad de la debida, un volantazo desesperado que conduce al carril contrario, el horror final de unas luces que te ciegan de frente), yo siempre salía de ellas con nuevos interrogantes, que al cabo de horas o días volvía a tratar de despejar en la comisaría. La sargento me concertó una entrevista con los dos agentes que habían llegado primero al lugar del accidente y se habían encargado de gestionarlo y, en compañía de uno de ellos, una tarde me llevó a la curva exacta donde se había producido; a la mañana siguiente volví al lugar yo solo y me quedé un rato allí, viendo pasar los coches, sin pensar en nada, mirando el cielo y el asfalto y la desolación de aquel descampado barrido por la tramontana. No sabría decir con certeza por qué actuaba de aquella forma, pero no descarto que una parte de mí sospechara que algo no acababa de encajar, que en aquella historia quedaban cabos sueltos, que la policía me estaba ocultando algo y que, si conseguía descubrirlo, al instante se abriría una puerta y Paula y Gabriel aparecerían por ella, vivos y sonrientes, igual que si todo hubiese sido un error o una broma pesada. Hasta que una mañana, al entrar en el despacho de la sargento para nuestra enésima entrevista, la encontré acompañada de un hombre mayor, con barba, vestido de civil. La sargento hizo las presentaciones y el hombre me explicó que era psicólogo y que dirigía una asociación llamada Servicio de Apoyo al Duelo (o algo así), destinada a prestar ayuda a los familiares de los muertos en accidente. El psicólogo continuó durante un rato su exposición, pero yo dejé de escucharle; ni siquiera le miraba: me limitaba a mirar a la sargento, que se cansó de esquivar mis ojos y acabó interrumpiendo al hombre. -Hágame caso y vaya con él -dijo devolviéndome por fin la mirada, y por primera vez percibí una nota de cordialidad o emoción en su voz-. Yo ya no puedo hacer nada más por usted.
Me marché de la comisaría y no volví. Aquella misma tarde fui a una agencia inmobiliaria, alquilé el primer piso que me ofrecieron en Barcelona, un apartamento cercano a Sagrada Familia, y, después de malvender a toda prisa la casa de Gerona y de deshacerme de las pertenencias de Gabriel y de Paula, me trasladé a vivir a él, dispuesto a ocuparme a conciencia en la tarea de morir, y no en la de vivir. Una oscuridad total se adueñó entonces de mi vida. Descubrí que el padre de Rodney tenía razón y el mundo es un lugar vacío; pero también descubrí que en aquellos momentos la soledad era para mí menos una condena que el único bálsamo posible, la única posible bendición. No veía a mi familia, no veía a mis amigos, no tenía televisión ni radio ni teléfono. Por lo demás, cuidé de que sólo las personas indispensables conocieran mis nuevas señas, y cuando alguna de ellas (o alguien que me había localizado a través de ellas) llamaba a mi puerta, simplemente no le abría. Es lo que ocurrió con Marcos Luna, quien durante algún tiempo apareció de forma regular por mi casa y se hartó de tocar el timbre sabiendo que yo estaba dentro, oyéndole, hasta que comprendió que no iba a conseguir hablar conmigo y a partir de entonces se limitó a dejar en mi buzón, cada viernes al mediodía, un paquete de tabaco lleno de porros de marihuana recién hechos. También mi agente literaria me enviaba de vez en cuando una relación de las personas que llamaban a su oficina solicitando mi presencia en algún sitio o preguntando por mí, aunque nunca le contesté. Por supuesto, no trabajaba, pero las ventas del libro me habían proporcionado unos ingresos suficientes para vivir sin trabajar durante años, y no veía ninguna razón para no dejar transcurrir el tiempo hasta que se agotase el dinero. Mi único esfuerzo consistía en no pensar, sobre todo en no recordar. Al principio había sido imposible. Hasta que abandoné la casa que había compartido con Paula y Gabriel y me fui a Barcelona no podía dejar de torturarme pensando en el accidente: me preguntaba SÍ en el último momento Gabriel se habría despertado y habría sido consciente de lo que iba a ocurrir; me preguntaba qué había pensado Paula en aquel momento, qué recuerdo la había distraído mientras conducía, provocando el volantazo que a su vez provocó el accidente, qué hubiera ocurrido si, en vez de quedarme en la fiesta, hubiera vuelto a casa con ellos… Quienes conocieron la sevicia programada de los campos de concentración nazis o soviéticos suelen afirmar que, para soportarla, se animaban recordando la felicidad que habían dejado atrás, porque, por remota que fuera, siempre seguían abrigando la esperanza de que algún día podrían recuperarla; yo carecía de ese consuelo: como los muertos no resucitan, mi pasado era irrecuperable, así que me apliqué a conciencia a abolirlo. Tal vez por eso, en cuanto me instalé en Barcelona empecé a hacer vida de noche. Me pasaba semanas enteras sin salir de casa, leyendo novelas policíacas en la cama, alimentándome de sopas de sobre, latas de conserva, tabaco, marihuana y cerveza, pero lo habitual es que pasara la noche fuera, pateándome sin tregua la ciudad, caminando sin rumbo ni propósito fijo, parándome de vez en cuando para tomar una copa y descansar un rato y recuperar fuerzas antes de continuar mi paseo hacia ninguna parte hasta el amanecer, cuando volvía estragado a casa y me tumbaba en la cama, sediento de sueño e incapaz de dormir, enervado por los ruidos ajenos del mundo, que increíblemente seguía su curso imperturbable. El insomnio me convirtió en un teórico apasionado del suicidio, y ahora pienso que si no lo puse en práctica no fue sólo por cobardía o por exceso de imaginación, sino también porque temía que mis remordimientos fueran a sobrevivirme, o más probablemente porque descubrí que, más que morir, lo que deseaba era no haber vivido nunca, y por eso a veces conciliaba un sueño transparente y sin sueños cuando me imaginaba viviendo en el limbo purísimo de la no existencia, en la felicidad de antes de la luz, de antes de las palabras. Me aficioné a jugar con la muerte. De vez en cuando cogía el coche y conducía de forma obsesiva y temeraria durante días enteros, al azar, parándome sólo a comer o a dormir, confortado por la segundad permanente de que en cualquier momento podía dar un volantazo como el que había matado a Gabriel y a Paula, y una noche, en un prostíbulo de Montpellier, me enzarcé en una discusión sin sentido con dos individuos que acabaron pegándome una paliza que me mandó de nuevo a un hospital del que salí con el cuerpo negro de moretones y la nariz rota. También me compré una pistola: la tenía guardada en un cajón y de vez en cuando la sacaba, la cargaba y me apuntaba con ella en la frente o bajo la barbilla o me la metía en la boca y la mantenía allí, saboreando la acidez llameante del cañón y acariciando apenas el gatillo mientras el sudor me chorreaba por las sienes y mí jadeo parecía atronar mí cabeza y Henar a rebosar el silencio del piso. Una noche paseé durante largo rato por el pretil de mi terraza, feliz, desnudo y en equilibrio, con la mente en blanco, consciente sólo de la brisa que me erizaba la piel y de las luces que iluminaban la ciudad y del precipicio de vértigo que se abría junto a mí, canturreando entre dientes una canción que he olvidado.