Al día siguiente me despertó la ansiedad. Me afeité, me duché, me vestí y, mientras tomaba café y fumaba un cigarrillo, decidí escribir a Rodney. Recuerdo bien la carta. En ella empezaba disculpándome por haber dejado de escribirle; luego le preguntaba por su vida, por su mujer y su hijo; luego le mentía: le hablaba de Gabriel y de Paula como si todavía estuvieran vivos, y también le hablaba de mí como si desde muchos meses atrás no estuviera ocupado en morir sino en vivir y no me hubiera convertido en un fantasma o un zombi y siguiera viviendo y escribiendo igual que si no tuviera destruida la morada del alma. De inmediato noté que escribir a Rodney obraba sobre mí como un lenitivo y, mientras veía brotar las palabras como insectos en la pantalla del ordenador, casi sin advertirlo concebí la ilusión sin argumentos de que visitar a Rodney en Rantoul era la única forma de romper la lógica de aniquilación en la que me hallaba atrapado. Apenas acabé de formular esta idea empecé a ponerla por escrito, pero, porque comprendí que era apremiante y brutal y que exigía demasiadas explicaciones, de inmediato la suprimí, y, tras darle muchas vueltas y hacer y rehacer varios borradores, acabé expresándole simplemente mi deseo de volver algún día a Urbana y de que volviéramos a vernos allí o en Rantoul, una declaración lo bastante vaga como para que no desentonase con el talante sosegado y casual del resto de la misiva. Terminé de redactarla cuando ya era de noche, y por la mañana la envié a Rantoul por correo urgente.
Durante un par de semanas esperé en vano la respuesta de Rodney. Temiendo que se hubiera extraviado mi carta, volví a imprimirla, volví a enviarla; el resultado fue el mismo. Este silencio me desconcertó. No juzgaba verosímil que ninguna de las dos cartas hubiese llegado a su destino, pero sí que Rodney las hubiera recibido y, por alguna razón (tal vez porque había sentido como una ingratitud o un agravio que en plena vorágine del éxito yo hubiera interrumpido sin explicaciones nuestra correspondencia), se negara a contestarlas; también cabía la posibilidad de que Rodney ya no viviera en Rantoul, una conjetura avalada por el hecho de que, según pude averiguar, no había en Rantoul ningún teléfono a nombre de nadie llamado Falk. Cualquiera de las dos hipótesis era plausible, pero no recuerdo cómo llegué a la conclusión de que la más razonable era la segunda, que era también la más inquietante o la menos optimista: al fin y al cabo, si el orgullo herido era la causa del silencio de Rodney, entonces cabía la esperanza de romper éste, porque no era insensato pensar que tarde o temprano aquél cicatrizaría; pero si la causa de su silencio era que Rodney no había recibido mis cartas porque se había trasladado a vivir con su familia a otra ciudad (o, peor aún, porque de nuevo había huido, convertido de nuevo en un fugitivo crónico incapaz de liberarse de su pasado oprobioso), entonces cualquier perspectiva de volver a ver a Rodney se evaporaba para siempre. Pronto el desconcierto se trocó en desánimo, y la fugaz ensoñación de que un encuentro con Rodney ejerciera sobre mí el efecto de una especie de sortilegio salutífero se reveló de súbito como una última y ridícula añagaza de la impotencia. Otra vez no tenía ante mí más que una puerta de piedra.
Volví a mi vida de subsuelo; dejé pasar el tiempo. Un viernes de febrero, más o menos dos meses después de que tratara de reanudar mi correspondencia con Rodney, al abrir mi buzón para recoger la caja de porros que Marcos me dejaba allí cada semana encontré una carta de mi agente literaria. A diferencia de lo que había hecho otras veces, en esta ocasión la abrí: mi agente me anunciaba en la carta que la embajada española en Washington me proponía realizar un viaje promocional por diversas universidades de Estados Unidos. No sé si he dicho que este tipo de invitaciones a viajar aquí y allá se había convertido en algo tan rutinario como el silencio administrativo con que contestaba a todas ellas. Ya iba a tirar la carta cuando me acordé de Rodney; abrí la caja de Marcos, saqué un porro, lo encendí, di un par de caladas y me guardé la carta en un bolsillo. Luego salí a la calle y eché a andar hacia el centro. Aquella noche no hice nada distinto de lo que venía haciendo desde hacía meses; tampoco la del sábado, ni la del domingo. Pero durante todo el fin de semana no dejé de pensar en la propuesta, y el lunes por la tarde, después de mucho tiempo sin dar señales de vida, llamé por teléfono a mi agente. Aún no había superado la sorpresa de la llamada cuando le di la sorpresa añadida de que había decidido aceptar el viaje por Estados Unidos con la condición inexcusable de que una de sus etapas fuera Urbana. A partir de aquí todo fue muy rápido: la embajada y las universidades aceptaron mis condiciones, organizaron el viaje y a mediados de abril, casi quince años después de marcharme de Urbana, volví a tomar un avión hacia Estados Unidos.
El álgebra de los muertos
El viaje por Estados Unidos duró dos semanas durante las cuales recorrí el país de costa a costa, dominado al principio por un estado de ánimo al menos contradictorio: por una parte estaba expectante, deseoso no sólo de volver a Urbana, de volver a ver a Rodney, sino también -lo que quizá equivalía a lo mismo- de emerger por un tiempo de la suciedad del subsuelo y aligerarme del peso de un pasado que no existía o podía fingir que no existía en el lugar de arribada; pero, por otra parte, también sentía una aprensión acuciante porque por vez primera en casi un año iba a salir del estado de hibernación con el que había tratado de preservarme de la realidad e ignoraba cuál iba a ser mi reacción cuando volviera a exponerme a ella en carne viva. Así que, aunque pronto advertí que no me había desacostumbrado del todo a la intemperie, durante los primeros días tuve la sensación de andar un poco a ciegas, como quien después de un largo encierro a oscuras tarda un tiempo en habituarse a la luz. Salí de España un sábado y sólo al cabo de siete días llegué a Urbana, pero apenas pisé Estados Unidos empecé a tener noticias de la gente de Urbana. La primera escala del viaje fue la Universidad de Virginia, con sede en Charlottesviíle. Mi anfitrión, el profesor Victor T. Davies, un renombrado especialista en la literatura de la Ilustración, fue a buscarme al aeropuerto de Dulles, en Washington, y durante las dos horas de trayecto hasta la universidad hablamos de algunos conocidos comunes; entre ellos apareció Laura Burns. Hacía años que yo no tenía noticias de Laura, como no las tenía de ninguno de los amigos de Urbana, pero Davies mantenía frecuentes contactos con ella desde que había publicado una edición crítica (excelente, precisó) de Los eruditos a la viólela, la obra de Cadalso; según me contó Davies, Laura se había divorciado hacía varios años de su segundo marido y ahora impartía clases en la Universidad de Saint Louis, a menos de tres horas en coche de Urbana.