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– Carajo -dijo Laura-. Es verdad: el chiflado de Rodney.

Borgheson no se acordaba de él, pero Laura y yo le ayudamos a hacer memoria.

– Claro -recordó por fin-. Falk. Rodney Falk. El grandullón que había estado en Vietnam. Se me había olvidado por completo. Era de por aquí cerca, de Decatur o de un sitio así, ¿no? -No dije nada, y Borgheson prosiguió-: Claro que me acuerdo. Pero lo traté muy poco. ¿No me digas que erais amigos?

– Compartimos despacho durante un semestre -contesté, evasivo-. Luego él desapareció.

– Vamos, vamos -terció Laura, colgándoseme de un hombro-. Pero sí estaban ustedes todo el día conspirando en Treno's igual que si fueran de la CÍA. Siem pre me pregunté de qué hablaban tanto.

– De nada -dije yo-. De libros.

– ¿De libros? -dijo Laura.

– Era un tipo curioso -intervino Borgheson, dirigiéndose a Viñas y al ayudante, que seguían la conversación con aire de estar de veras interesados en ella-. Parecía un redneck, un palurdo, y desde luego nunca daba la impresión de tener la cabeza del todo en su sitio. Pero resulta que era un tipo cultísimo, leidísimo. O por lo menos eso era lo que decía de él Dan Bley-lock, que sí fue su amigo. ¿Te acuerdas de Bleylock?

– Pero ¿cómo quieres que no se acuerde? -contestó por mí Laura-, No sé tú, pero yo nunca me he encontrado con un tipo que sea capaz de hablar diecisiete lenguas amerindias. ¿Sabes, John? Siempre pensé que, si los marcianos llegan a la tierra, por lo menos tenemos una forma de asegurarnos de que son marcianos: les enviamos a Bleylock y, si él no los entiende, es que son marcianos.

Borgheson, Vmas y el ayudante se rieron.

– Se jubiló hace dos años -prosiguió Borgheson-. Ahora vive en Florida, de vez en cuando recibo un correo electrónico suyo… En cuanto a Falk, la verdad es que no he vuelto a oír ni una sola palabra de él.

La fiesta terminó hacia las nueve, pero Laura y yo fuimos a tomarnos una copa a solas antes de que ella emprendiera el camino de regreso a Saint Louis. Me llevó a The Embassy, un bar de forma alargada, pequeño y penumbroso, con las paredes y el suelo revestídos de madera, que se hallaba junto a Lincoln Square, y apenas nos sentamos a la barra, frente a un espejo que repetía la atmósfera sosegada del local, recordé que en aquel bar transcurría una escena de mí novela ambientada en Urbana. Mientras pedíamos las copas se lo dije a Laura.

– Claro -sonrió-. ¿Por qué crees que te he traído aquí?

Estuvimos charlando en The Embassy hasta muy tarde. Hablamos un poco de todo; también, como si estuviesen vivos, de mi mujer y de mi hijo muertos. Pero lo que sobre todo recuerdo de aquella conversación fue el final, quizá porque en aquel momento tuve por vez primera la intuición falaz de que el pasado no es un lugar estable sino cambiante, permanentemente alterado por el futuro, y de que por tanto nada de lo ya acontecido es irreversible. Ya habíamos pedido la cuenta cuando, no como quien hace balance de la noche sino como quien profiere un comentario al desgaire, Laura dijo que el éxito me había sentado bien.

– ¿Por qué iba a sentarme mal? -pregunté, y acto seguido dije de forma automática lo que desde hacía dos años decía cada vez que alguien incurría en el mismo error-: Los escritores de éxito dicen que la condición ideal de un escritor es el fracaso. Créeme: no les creas. No hay nada mejor que el éxito.

Y entonces, también como hacía siempre, cité la frase de un escritor francés, tal vez Jules Renard, con la que veinte años atrás Marcos Luna le había cerrado la boca a un compañero en la Facultad de Bellas Artes: «Sí, lo sé. Todos los grandes hombres fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente». Laura se rió.

– No hay duda -dijo-. Te ha sentado bien. Digas lo que digas, es raro. Ahí tienes a mi segundo marido. El jodido gringo se ha forrado haciendo lo que le gusta, pero no para de quejarse de la esclavitud del éxito, de que si esto y de que si lo otro y de que si lo de más allá. Bullshit. Por lo menos los que fracasamos no nos dedicamos a joderles la paciencia a los demás con nuestro fracaso.

Con deliberada ingenuidad pregunté:

– ¿Tú has fracasado?

Una sonrisa mordaz curvó sus labios.

– Claro que no -dijo en un tono equívoco, entre agresivo y tranquilizador-. Era sólo una forma de hablar, hombre. Ya todos sabemos que sólo fracasan los idiotas. Pero ahora dime una cosa: ¿cómo le llamas tú a haber tirado por la borda dos matrimonios, estar más sola que una perra, tener cuarenta años y ni siquiera haber hecho una carrera académica decente? -Hizo un silencio y, a la vista de que yo no contestaba, prosiguió sin acritud, como apaciguada por su propio sarcasmo-: En fin, vamos a dejarlo… ¿Qué vas a hacer mañana?

El camarero vino con la cuenta.

– Nada -mentí mientras pagaba, encogiéndome de hombros-. Darme una vuelta por aquí. Ver la ciudad.

– Es una buena idea -dijo Laura-. ¿Sabes? Tengo la impresión de que en los dos años que pasaste en Urbana no viste nada, no te enteraste de nada. La verdad, chico: parecía que llevases puestas unas orejeras de burro.

Laura se quedó un momento mirándome como si no hubiese acabado de hablar, como si dudara o como si fuera a disculparse por sus palabras, pero a continuación dejó su vaso en la barra, me pasó una mano por la mejilla, me besó en los labios, saliendo del beso sonrió suavemente, en voz baja repitió:

– De nada.

Quedé en silencio, perplejo. Laura recuperó el vaso y apuró su contenido de un trago.

– Tranquilo, chico -dijo entonces, volviendo a su tono de siempre-. No te voy a pedir que te acuestes conmigo, que ya estoy muy mayorcita para que un pendejo como tú me dé calabazas, pero por lo menos hazme el favor de quitarte esa cara de comemierda que se te ha puesto… Bueno, ¿nos vamos?

Laura me llevó en su coche hasta el Chancellor, y cuando paró a la puerta le propuse que tomáramos la última copa en el bar del hotel; apenas pronuncié esas palabras me acordé de Patricia, la mujer de Marcos, y me arrepentí de la propuesta: más que una insinuación parecía un patético intento de desagravio, una palmadita de consuelo en la espalda. Laura negó con la cabeza.