– Mierda -dijo de nuevo el patrón, como riéndose de su propio enfado-. Estos chicos ya no respetan a nadie. En nuestra época era distinto, ¿no le parece? -Y, como si paradójicamente la irrupción de la muchacha hubiese mejorado el cariz de la mañana, el hombre añadió-: Oiga, ¿le molesta que le acompañe con la cerveza?
No hizo falta que le contestara. Mientras el patrón se servía la cerveza pensé que debía de tener cincuenta y cinco o sesenta años, más o menos la edad de Rodney; mentalmente me repetí: «¿Nuestra época?». El patrón dio un trago de cerveza y dejó la botella sobre la barra; acomodándose el pelo bajo la gorra de los Red Socks preguntó:
– ¿De qué estábamos hablando?
– De nada importante -me apresuré a decir-. Pero quería hacerle una pregunta.
– Usted dirá.
– He venido a Rantoul a ver a un amigo -empecé-. Rodney Falk. Acabo de llamar a su casa pero no me han contestado. Hace tiempo que le perdí la pista, así que ni siquiera sé si todavía…
Me callé: el patrón había levantado una mano con parsimonia y, haciendo pantalla con ella para defenderse de la luz, me examinaba con interés.
– Oiga, yo le conozco, ¿verdad? -dijo por fin.
– Me conoce, pero no se acuerda de mí -contesté-. Estuve aquí hace mucho tiempo.
El hombre asintió y bajó la mano: en unos segundos la alegría había desertado de su rostro, sustituida por una expresión que no era de burla, pero lo parecía.
– Me temo que ha hecho el viaje en vano -dijo.
– ¿Rodney ya no vive aquí?
– Rodney murió hace cuatro meses -contestó-. Se colgó de una viga del cobertizo, en su casa.
Me quedé sin habla; por un segundo me faltó el aire. Aturdido, aparté la vista del patrón y, tratando de fijarla en algún lugar detrás de la barra, vi las fotos de estrellas de béisbol y el gran retrato de John Wayne que pendían de las paredes; en aquellos tres lustros las estrellas de béisbol habían cambiado, pero John Wayne no: allí seguía, legendario, imperturbable y vestido de cowboy, con un pañuelo granate anudado al cuello y una sonrisa invencible en los ojos, como un icono perdurable del triunfo de la virtud. Apagué el cigarrillo, di un sorbo de cerveza y de repente tuve una helada sensación de mareo, de irrealidad, como si ya hubiera vivido ese instante o como si lo estuviera soñando: un bar solitario y perdido de una ciudad solitaria y perdida del Medio Oeste, la luz entrando a chorros por los ventanales y un barman perezoso y charlatán que, como si me susurrara al oído un mensaje sin un sentido preciso pero que en aquel momento tenía todo el sentido del mundo para mí, me daba la noticia de la muerte de un amigo a quien en realidad apenas conocía y que quizá más que un amigo era un símbolo cuyo alcance ni siquiera yo mismo podía precisar del todo, un símbolo oscuro o radiante como el que acaso Hemingway había representado para Rodney. Y mientras pensaba sin pensar en Rodney y en Hemingway -en el suicidio de Rodney cuatro meses antes en el cobertizo de su casa de Rantoul, Illinois, y en el suicidio de Hemingway en su casa de Ketchum, Idaho, cuando Rodney sólo era un adolescente-, pensé en Gabriel y en Paula, o más bien lo que ocurrió fue que se me aparecieron, alegres, luminosos y muertos, y entonces sentí un deseo irrefrenable de rezar, de rezar por Gabriel y por Paula y por Rodney, también por Hemingway, y en aquel preciso momento, como si acabase de entrar una mariposa por la abierta ventana del Bud's Bar, bruscamente recordé una oración que aparece en «Un lugar limpio y bien iluminado», un relato desolado de Hemingway que yo había leído muchas veces desde que lo leí por vez primera la noche remota en que el padre de Rodney me llamó a Urbana para contarme la historia de su hijo, una oración que supe al instante que era la única oración adecuada para Rodney porque Hemingway la había escrito sin saberlo para él muchos años antes de que muriese, una oración desolada que Rodney sin duda había leído tantas veces como yo y que, imaginé por un instante, tal vez Rodney y Hemingway rezaron antes de quitarse la vida y que Paula y Gabriel ni siquiera hubieran tenido tiempo de rezar: «Nada nuestro que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, tú serás nada en la nada como en la nada». Mentalmente recé esta oración mientras miraba acercarse al patrón desde el fondo de la barra, gordo y grave o más bien indiferente, secándose las manos con un trapo, como si se hubiera retirado un momento por la pura necesidad de ocuparse en algo o como si él también hubiera estado rezando. Por un momento pensé en marcharme; después pensé que no podía marcharme; estúpidamente pregunté:
– ¿Lo conocía?
– ¿A Rodney? -preguntó estúpidamente el patrón, acodándose otra vez a la barra.
Asentí.
– Claro -sonrió-. ¿Cómo quiere que no lo conociera? Éste es un sitio pequeño: aquí nos conocemos todos. -Acabó de beberse la cerveza y, recobrando de golpe la locuacidad, prosiguió-: ¿Cómo no lo iba a conocer? Los dos éramos de aquí, vivíamos muy cerca, crecimos juntos, íbamos juntos al colegio. Yo tenía la misma edad que él, un año más que su hermano Bob. Ahora los dos están muertos… En fin. ¿Sabe una cosa? Rodney valía mucho, todos estábamos seguros de que haría algo grande, de que ¡legaría lejos. Luego vino la guerra, la de Vietnam, quiero decir. ¿Sabía usted que Rodney estuvo en Vietnam? -Volví a asentir-. Yo también quise alistarme. Pero no me dejaron: un soplo en el corazón, me dijeron, o algo así. Supongo que tuve suerte, porque luego resultó que todo era mentira, los políticos nos engañaron a todos, igual que ahora: todos esos chicos muriendo como conejos allí en Irak. Ya me contará usted qué se nos ha perdido en ese país de mierda. Y qué se nos había perdido en Vietnam. Una vez le oí decir a alguien, quizá fuera el propio Rodney, ya no me acuerdo bien, le oí decir que cuando uno se mete en una guerra lo menos que puede hacer es ganaría, porque si la pierde lo pierde todo, incluida la dignidad. No sé qué opinará usted, pero a mí me parece que tenía razón. Rodney perdió allí a Bob, lo reventó una mina. Y, bueno, supongo que en cierto modo él también murió allí. Cuando regresó ya no era el mismo. Ahora es fácil decirlo, pero quizá en el fondo siempre supimos que terminaría,así. O quizá no, no lo sé. ¿Usted de qué lo conocía?
– Trabajamos juntos en Urbana -dije-. Fue hace tiempo, en la universidad.
– Claro -dijo el patrón-. No sabía que hubiese hecho amigos allí, pero ésa fue una buena época para él. Se le veía contento. Luego se marchó y en muchos años casi no volvió por aquí. Cuando lo hizo venía casado y con un hijo. Daba clase en la escuela. La verdad: yo nunca le había visto mejor, parecía otra persona, parecía…, no sé, casi parecía el que siempre creímos que iba a ser. Hasta que pasó lo del reportaje y todo se jodio.
En aquel momento entraron en el bar dos parejas de mediana edad, alegres y endomingadas. El patrón dejó de hablar, las saludó con un gesto, se volvió hacia la puerta batiente y llamó a la chica, pero, como ésta no acudía, al hombre no le quedó más remedio que ir a atender a sus clientes. Mientras lo hacía reapareció la chica, que se hizo cargo del pedido no sin que ella y el patrón intercambiaran de nuevo un par de puyazos de pasada. Luego el patrón volvió pesadamente hasta donde yo estaba.
– ¿Quiere otra? -preguntó, señalando mí botella de cerveza vacía-. Invita la casa.
Negué con la cabeza.
– Me estaba hablando de Rodney y de un reportaje.
El patrón hizo un mohín de asco, como si su olfato acabara de detectar en el aire una bolsa de aire fétido.
– Era un reportaje de televisión, un reportaje sobre la guerra de Vietnam -explicó con desgana-. Al parecer contaba cosas horribles. Digo al parecer porque yo no lo he visto, ni falta que me hace, pero de todas maneras esas cosas salieron luego en todas partes. En los periódicos, en las televisiones, en todas partes. Si hubiera vivido aquí lo sabría, mucha gente hablaba del asunto.