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Dan apareció otra vez en la puerta de la cocina; interrumpiendo a su madre me preguntó si quería ver sus juguetes.

– Claro -se me adelantó Jenny-. Enséñaselos mientras yo acabo de preparar la comida.

Me levanté y lo acompañé hasta el mismo salón de paredes forradas de libros, ventana al porche, sofá y sillones de cuero donde quince años atrás el abuelo de Dan me había contado, a lo largo de una tarde interminable de primavera, la historia inacabada de Rodney. La estancia apenas había cambiado, pero ahora el suelo cubierto de alfombras de colores vinosos estaba a su vez cubierto de un desorden campamental de juguetes que de forma inevitable me recordó el desorden que reinaba en el salón de mi casa cuando Gabriel tenía la edad de Dan. Éste, sin más explicaciones, empezó a mostrarme sus juguetes, uno a uno, ilustrándome acerca de sus características y su funcionamiento con la reconcentrada seriedad de la que los niños son capaces en cualquier momento y los hombres sólo en el trance de jugarse la vida y, cuando al cabo de un rato Jenny anunció que la comida estaba lista, ya nos unía a los dos una de esas corrientes subterráneas de complicidad que a los adultos nos cuesta a menudo meses o años establecer.

Comimos una ensalada, unos espaguetis con salsa de tomate y un pastel de frambuesa. Dan acaparó por entero la conversación, de modo que apenas hablamos de otra cosa que no fuera su colegio, sus juguetes, sus aficiones y sus amigos, y ni una sola vez aludimos a Rodney. Jenny estuvo todo el tiempo pendiente de su hijo, aunque en un par de ocasiones me pareció sorprenderla espiándome. En cuanto a mí, a ratos no podía evitar que me asaltara la sospecha insidiosa de estar en un sueño: todavía conmocionado por la noticia de la muerte de Rodney, me costaba librarme de la extrañeza de estar comiendo en su casa, con su viuda y su hijo, pero al mismo tiempo me sentía apaciguado por un sosiego casi doméstico, como si no fuera la primera vez que compartía la mesa con ellos. El final de la comida, sin embargo, no fue tranquilo, porque Dan se negó en redondo a dormir su siesta preceptiva, y lo único que después de muchas negociaciones consiguió su madre fue que accediera a tumbarse en el sofá del salón, a la espera de que ella y yo nos tomáramos allí el café. Así que, mientras Jenny preparaba el café, fui al salón y me senté junto a Dan, quien, después de teclear furtivamente la Gameboy a la que su madre acababa de prohibirle jugar y de quedarse un rato mirando el cielo raso, se durmió en una postura extraña, con un brazo un poco retorcido a su espalda. Me quedé mirándole sin atreverme a mover su brazo por temor a despertarle, sumido como estaba en esas profundidades insondables donde duermen los niños, y recordé a Gabriel dormido junto a mí, respirando a un ritmo silencioso, regular, infinitamente apacible, transfigurado por el sueño y gozando de la seguridad perfecta que le procuraba el hecho de que su padre estuviera vejándolo, y por un momento sentí el deseo de abrazar a Dan como tantas veces había abrazado a Gabriel, sabiendo que no le abrazaba para protegerlo, sino para que él me protegiese a mí.

– Ahí tienes -dijo en voz baja Jenny, irrumpiendo en el salón cargada con la bandeja del café-. Siempre la misma historia. No hay manera de que quiera dormir la siesta, y luego cuesta Dios y ayuda despertarle.

Depositó la bandeja en una mesita que había entre los dos sillones y, después de mover ligeramente el brazo retorcido de Dan hasta que éste descansó con naturalidad sobre el pecho del niño, fue al otro extremo del salón y descornó la cortina de la ventana que daba al porche, para permitir que el sol dorado de la tarde iluminara la estancia. Luego sirvió los cafés, se sentó frente a mí removiendo el suyo, casi se lo tomó de un sorbo, dejó pasar un tiempo en silencio y, tal vez porque yo no hallaba una forma de iniciar la conversación, preguntó:

– ¿Piensas quedarte mucho tiempo por aquí?

– Sólo hasta el martes.

– ¿En Rantoul?

– En Urbana.

Jenny asintió; luego dijo:

– Lamento que hayas hecho un viaje tan largo para nada.

– Lo hubiera hecho de todos modos -mentí.

Di un sorbo de café y a continuación hablé de mi viaje por Estados Unidos, aclaré que Urbana era sólo una etapa más del viaje, sabiendo que probablemente Jenny ya lo sabía expliqué que había vivido allí dos años durante los cuales me había hecho amigo de Rodney, y que había querido volver.

– Pensé que podría volver a ver a Rodney -continué-. Aunque no estaba seguro. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él y hace unos meses le mandé una carta, pero para entonces supongo que…

– Sí -me ayudó Jenny-. La carta llegó poco después de su muerte. Debe de andar por ahí.

Acabó de tomarse el café y lo dejó sobre la mesita. Yo la imité. Por decir algo dije:

– Siento mucho lo que ha pasado.

– Ya lo sé -dijo Jenny-. Rodney me habló mucho de ti.

– ¿De veras? -pregunté fingiendo sorpresa, pero sólo en parte.

– Claro -dijo Jenny, y por primera vez la vi sonreír: una sonrisa al mismo tiempo limpia y maliciosa, casi astuta, que excavó una ínfima red de arrugas en la comisura de su boca-. Me sé toda la historia, Rodney me la contó muchas veces. Contaba cosas muy graciosas. Siempre decía que hasta que se hizo tu amigo nunca había conocido a nadie tan raro que parecía normal.

– Es curioso -dije, ruborizándome mientras trataba de imaginar qué cosas le habría contado Rodney-. En cambio yo siempre pensé que el raro era él.

– Rodney no era raro -me corrigió Jenny-. Sólo tenía mala suerte. Fue la mala suerte la que no le dejó vivir en paz. Ni siquiera le dejó morir en paz.

Indagando el modo de preguntarle por las circunstancias que habían rodeado la muerte de Rodney, por un momento me distraje, y cuando volví a escucharla la ironía había contaminado por completo su voz, y yo ya había perdido el hilo de lo que estaba diciendo.

– Pero ¿sabes lo que creo? -la oí decir; disimulando la distracción, con un gesto interrogativo la animé a continuar-. Lo que creo es que en realidad fue sobre todo para verte a ti.

Tardé un segundo en comprender que estaba hablando del viaje de Rodney a España. Ahora mi sorpresa fue genuina: no pensé que yo acababa de hacer el viaje inverso al que había hecho Rodney sólo para verle, pero sí que en España le había perseguido de hotel en hotel y que al final había tenido que viajar a Madrid sólo para que conversáramos un rato. Jenny debió de leerme la sorpresa en la cara, porque matizó:

– Bueno, quizá no sólo para eso, pero también para eso. -Arreglándose un poco el moño mientras lanzaba una mirada de soslayo a Dan, se retrepó en el sillón y dejó que sus manos reposaran sobre sus muslos: eran largas, huesudas, sin anillos-. No sé -rectificó luego-. Puede que esté equivocada. Lo que es seguro es que volvió muy contento del viaje. Me dijo que había estado contigo en Madrid, que había conocido a tu mujer y a tu hijo, que ahora eras un escritor de éxito.

Jenny pareció dudar un segundo, como si quisiera continuar hablando de Rodney y de mí pero fuera consciente de que la conversación había tomado un rumbo equivocado y de que debía enmendarlo. Quedamos callados un momento, al cabo del cual Jenny empezó a hablarme de su vida en Rantoul. Me contó que después de la muerte de Rodney su primer pensamiento había sido vender la casa y volver a Burlington. Sin embargo, pronto había comprendido que huir de Rantoul y volver a Burlington en busca de la protección de su familia equivalía a la admisión de una derrota. Al fin y al cabo, dijo, Dan y ella ya tenían su vida hecha allí; tenían su casa, tenían sus amigos, no tenían problemas económicos: además del dinero del seguro de vida de Rodney y de la pensión de viudedad, ella cobraba un buen sueldo por su trabajo como administrativa en una cooperativa agrícola. Así que decidió quedarse en Rantoul. No se arrepentía.