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Llevaba razón. Al cabo de unos días el periodista volvió a llamar por teléfono para tratar de convencerle y él volvió a negarse a colaborar; lo intentó un par de veces más, con nuevos argumentos (entre ellos que, salvo Tommy Birban, todos los miembros del escuadrón que había conseguido localizar se negaban a hablar, y que su testimonio era esencial, porque constituía!a fuente fundamental del informe del Pentágono), pero Rodney se mantuvo firme. Una mañana, no mucho después de la última llamada telefónica, el periodista se presentó de improviso en su casa acompañado de otro hombre y de una mujer. Jenny los hizo esperar en el porche y fue a buscar a Rodney, que estaba desayunando con Dan y que al llegar al porche y sin mediar saludo les pidió a los dos hombres y a la mujer que se marcharan. «Lo haremos en cuanto me deje decirle una cosa», dijo el periodista. «Qué cosa», preguntó Rodney. «Tommy Birban ha muerto», dijo el periodista. «Tenemos razones para pensar que lo han matado.» Hubo un silencio, durante el cual el periodista pareció aguardar a que la noticia hiciera su efecto en Rodney, y a continuación explicó que, después de que él se pusiera en contacto con otros miembros del escuadrón para pedirles que colaboraran en el reportaje, Birban había empezado a recibir anónimos que trataban de disuadirle con amenazas de hablar ante las cámaras; muy asustado, llamó varias veces al periodista por teléfono, lleno de dudas, pero finalmente decidió no dejarse intimidar por el chantaje y seguir adelante con el proyecto, y una semana atrás, apenas dos días antes de que fueran a grabarle, al salir de su casa un coche lo atropello y luego se dio a la fuga. «La policía está investigando», dijo el periodista. «No es probable que den con los responsables, pero usted y yo sabemos quiénes son. También sabemos que, si usted sigue sin querer hablar, su amigo habrá muerto para nada.» Rodney permaneció callado, inmóvil como una estatua. «Eso es todo lo que le quería contar», concluyó el periodista, alargando una tarjeta de visita que Rodney no cogió: lo hizo Jenny, de forma instintiva, sabiendo que iba a romperla en cuanto el hombre se marchara. «Ahora la decisión es suya. Llámeme si me necesita.» El periodista y sus dos acompañantes se dieron la vuelta y Jenny vio con un inicio de alegría cómo se alejaban hacia el coche que habían aparcado frente a la casa, pero antes de que su alegría fuera completa oyó a su lado una voz que parecía la de Rodney sin serlo del todo, y supo que aquellas palabras inofensivas iban a cambiarles la vida: «Esperen un momento».

Rodney y los tres visitantes permanecieron toda la mañana y gran parte de la tarde encerrados en el salón. Al principio Jenny tuvo que vencer el impulso de escuchar a través de la puerta cerrada, pero, cuando al cabo de media hora de conciliábulo vio salir a la calle y regresar con un equipo de grabación a los dos acompañantes del periodista, ni siquiera trató de persuadir a Rodney de que no cometiera el error que estaba a punto de cometer. Pasó el resto del día fuera de casa, con Dan, y volvió cuando ya era de noche y los periodistas se habían ido. Rodney estaba sentado en el salón, mudo y a oscuras, y aunque, después de dar de cenar y acostar apresuradamente a Dan, Jenny trató de averiguar lo ocurrido durante su ausencia deliberada, no consiguió arrancarle ni una sola palabra, y ella tuvo la impresión de que estaba ido o completamente drogado o borracho, y de que ya no comprendía su lengua. Fue la primera señal de alarma. La segunda llegó poco después. Esa noche Rodney no durmió; tampoco las que la siguieron: desvelada en la cama, Jenny le oía deambular por el piso de abajo, le oía hablar solo o quizá por teléfono; en alguna ocasión le pareció oír risas, unas risas sofocadas, como las que se ahogan en un entierro. Así se inició un proceso de deterioro imparable: Rodney pidió la baja en el colegio y dejó de dar clases, no salía a la calle, se pasaba los días durmiendo o tumbado en la cama y acabó desentendiéndose por completo de Dan y de ella. Era como si alguien le hubiese arrancado una conexión mínima pero indispensable para su funcionamiento y todo su organismo hubiese sufrido un colapso, convirtiéndolo en un despojo de sí mismo. Jenny trató de hablar con él, trató de obligarle a aceptar la ayuda de un psiquiatra; fue inúticlass="underline" aparentaba escucharla (tal vez la escuchaba realmente), le sonreía, la acariciaba, le pedía que no se preocupase, una y otra vez le aseguraba que se encontraba bien, pero ella sentía que Rodney vivía tan ajeno a cuanto le rodeaba como un planeta girando en su órbita ensimismada. Dejó pasar el tiempo, con la esperanza de que las cosas cambiaran. No cambiaron. La emisión del reportaje televisivo no hizo más que empeorarlo todo. En principio no debía tener mucha repercusión, porque lo había realizado una cadena local, pero muy pronto los principales periódicos del país se hicieron eco de sus revelaciones y una televisión nacional compró sus derechos y lo emitió en horario de máxima audiencia. Aunque el autor del reportaje les envió una copia, Rodney no quiso verlo; aunque en la nota que acompañaba a la copia el periodista aseguraba haber cumplido con la promesa de preservar el anonimato de Rodney, la realidad lo desmintió: la realidad es que no era difícil identificar a Rodney en el reportaje, y el resultado de este desliz o infidencia fue que el acoso de los periodistas y las preguntas y murmuraciones sobre la reclusión de su marido volvieron asfixiante la vida de Jenny. En cuanto a su relación con Rodney, en poco tiempo se degradó hasta volverse insostenible. Un día tomó una decisión drástica: le dijo a Rodney que lo mejor era que se separaran; ella se marcharía con Dan a Burlington y é podría quedarse solo en Rantoul. El ultimátum era una treta última con la que Jenny buscaba hacer reaccionar a Rodney, enfrentándole sin contemplaciones a la evidencia de que, si no frenaba su caída libre, iba a acabar por arruinar su vida y por perder a su familia. Pero la artimaña no dio resultado: Rodney aceptó sumisamente su propuesta, y lo único que le preguntó a Jenny fue cuándo tenía previsto marcharse. En aquel momento Jenny comprendió que todo estaba perdido, y fue también entonces cuando tuvo la primera conversación con Rodney en mucho tiempo. No fue una conversación esclarecedora. En realidad, Rodney apenas habló: se limitó a contestar con un laconismo exasperante las preguntas que ella formulaba, y a Jenny nunca le abandonó la sensación de que estaba hablando con un niño sin futuro o un anciano sin pasado, porque Rodney la miraba exactamente igual que si estuviera mirando un cielo invertido. En un determinado momento Jenny le preguntó si tenía miedo. Con una brizna de alivio, como si acabaran de rozar con la yema de un dedo el corazón escondido de su angustia, Rodney dijo que sí. «¿De qué?», le preguntó Jenny. «No lo sé», dijo Rodney. «De la gente. De vosotros. A veces tengo miedo de mí.» «¿De nosotros?», le preguntó Jenny. «¿Quiénes somos nosotros?» «Tú y Dan», contestó Rodney. «Nosotros no vamos a hacerte daño», sonrió Jenny. «Ya lo sé», dijo Rodney. «Pero eso es lo que más miedo me da.» Jenny recordaba que al oír esas palabras fue ella la que tuvo por vez primera miedo de Rodney, y también que fue entonces cuando comprendió que debía marcharse con su hijo de Rantoul cuanto antes. Pero no lo hizo; decidió quedarse: quería a Rodney y sintió que, pasara lo que pasara, debía ayudarlo. No pudo ayudarlo. Las dos últimas semanas fueron de pesadilla. De día Jenny trataba de conversar con él, pero casi siempre era inútil, porque, pese a que entendía sus palabras, era incapaz de dotar a las frases que pronunciaba de un significado inteligible, más cerca como estaban del delirio hermético y rigurosamente coherente de un orate que de cualquier discurso articulado. En cuanto a las noches, Rodney seguía pasándolas en blanco, pero ahora dedicaba gran parte de ellas a escribir: Jenny se dormía acunada por el teclear sin pausa del ordenador, pero cuando algunos días después de la muerte de Rodney se atrevió a abrir sus archivos los encontró vacíos, como si en el último momento su marido hubiese decidido ahorrarle los efluvios venenosos del infierno en el que se consumía. Jenny aseguraba que en los días que precedieron a su muerte Rodney había perdido por completo la cabeza; también que lo que ocurrió era lo mejor que podía haber ocurrido. Y lo que ocurrió fue que una mañana, poco después de las navidades, Jenny se levantó más temprano que de costumbre y, al pasar frente al cuarto donde desde hacía tiempo dormía Rodney, lo vio vacío y con la cama sin deshacer. Inquieta, buscó a Rodney en el comedor, en la cocina, por toda la casa, y al final lo encontró colgando de una soga en el cobertizo.