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– Eso fue todo -concluyó Jenny, abandonando unos segundos la naturalidad distante que había conseguido imprimir hasta entonces a su relato-. Lo demás puedes imaginártelo. La muerte mejora mucho a los muertos, así que resultó que todo el mundo quería mucho a Rodney. Incluso los periodistas vinieron a verme… Basura.

Por un momento creí que Jenny iba a echarse a llorar, pero no se echó a llorar: aplastó su segundo cigarrillo en la escalera del porche y, como había hecho con el primero, se lo guardó en la mano; después de un largo silencio se volvió hacia mí buscándome los ojos.

– ¿No te lo advertí? -dijo, sonriendo apenas-. El problema no es dormir a Dan. El problema es despertarle.

Dan, en efecto, despertó de un humor de perros, pero se le fue pasando mientras se tomaba un tazón de leche con cereales y su madre y yo lo acompañábamos con un café. Cuando terminamos Jenny propuso dar un paseo antes de que oscureciera.

– Dan y yo te vamos a llevar a un sitio -me dijo.

– ¿A qué sitio? -preguntó Dan.

Jenny se agachó junto a él y, haciendo pantalla con su mano, le habló al oído.

– ¿De acuerdo? -preguntó incorporándose de nuevo.

Dan se limitó a encogerse de hombros.

Al salir de la casa tomamos a la izquierda, cruzamos la vía del tren y caminamos por Ohio, una calle bien asfaltada, sin apenas casas ni comercios, que se alejaba hacia las afueras de la ciudad. Quinientos metros más allá se erguía frente a un bosque populoso de abedules un edificio de paredes blancas, una suerte de enorme granero rodeado de césped en cuya fachada se leía en grandes letras rojas: «Veteran of Foreign Wars Post 6759»; al lado de éste había otro letrero más pequeño, similar al que lucía la fachada del Bud's Bar, sólo que ornado con una bandera norteamericana; el letrero rezaba: «Support our troops». El edificio parecía vacío, pero no debía de estarlo, porque había varios coches aparcados frente a la puerta; al pasar junto a él Jenny comentó:

– El club de los veteranos de guerra. Los hay por todas partes. Organizan fiestas, reuniones y cosas así. Yo sólo he estado dentro una vez, pero sé que antes de que nos conociésemos Rodney lo frecuentó bastante, o eso es lo que me dijo. ¿Quieres que entremos?

Dije que no hacía falta y nos alejamos del club por un sendero de tierra que discurría junto a la carretera, charlando, Dan en el centro y Jenny y yo a los lados, Jenny cogida de su mano izquierda y yo de la derecha. Al cabo de un rato abandonamos la carretera, tomamos un camino que ascendía suavemente hacia la izquierda, entre campos de maíz joven, y al llegar a la cima de una pequeña loma nos apartamos del camino, adentrándonos en un cuadrilátero irregular de césped sembrado de un puñado de tumbas en desorden, donde se levantaban un par de fresnos alimentados con la tierra de los muertos y un mástil de hierro oxidado y desprovisto de bandera. Dan se soltó de nuestras manos y echó a correr por el césped del cementerio, hasta que se detuvo frente a una lápida de piedra sin pulimentar.

– Aquí está -dijo Dan cuando llegamos a su lado, señalando la tumba con un dedo.

Miré la lápida, en cuya cara delantera habían esculpido el dibujo de un muchacho leyendo bajo un árbol y una inscripción: «Rodney Faik. Apr. 6 1948/Jan. 4 2004»; junto a la inscripción había un ramo de flores frescas. «Un lugar limpio y bien iluminado», pensé. Los tres nos quedamos de pie frente a la tumba, callados.

– Bueno, en realidad no está -dijo por fin Dan. Tras cavilar un instante preguntó-: ¿Dónde estás cuando estás muerto?

La pregunta no estaba dirigida a nadie en concreto, pero esperé a que Jenny la contestara; no la contestó. Transcurridos unos segundos me sentí en la obligación de decir:

– En ninguna parte.

– ¿En ninguna parte? -preguntó Dan, exagerando el tono de interrogación.

– En ninguna parte -repetí.

Dan quedó pensativo.

– ¿Entonces eres igual que un fantasma? -preguntó.

– Exacto -contesté, y luego mentí sin saberlo-: Sólo que los fantasmas no existen, y los muertos sí.

Dan apartó por fin la vista de la lápida y, mirándome fugazmente, amagó una sonrisa, como si estuviera tan seguro de no haber comprendido como de no querer demostrar que no había comprendido. Después se apartó de nosotros y caminó hasta un extremo del cementerio, más allá del cual se divisaba a lo lejos un racimo de casas de paredes leprosas, tal vez abandonadas, y allí empezó a recoger guijarros del suelo y a arrojarlos sin fuerza contra los campos limítrofes: una sucesión de tierras sin cultivar apenas pobladas de hierbajos. Jenny y yo permanecimos uno junto al otro, sin decir nada, contemplando alternativamente a Dan y la tumba de Rodney. Estaba oscureciendo y empezaba a hacer frío; el cielo era de un azul oscuro, casi negro, pero una franja irregular de luz anaranjada iluminaba todavía el horizonte, y sólo el chirrido precoz de los grillos y un tumulto atenuado y remoto de tráfico perturbaban el silencio irreprochable de la loma.

– Bueno -dijo Jenny al cabo de un rato, durante el cual no pensé nada, no sentí nada, ni siquiera ganas de rezar-. Se está haciendo tarde. ¿Volvemos?

Casi era de noche cuando llegamos a casa. Yo tenía una cita para cenar en Urbana, con Borgheson y un grupo de profesores, y si quería llegar al Chancellor a la hora acordada debía partir de inmediato, así que les dije a Dan y a Jenny que tenía que marcharme. Los dos se quedaron mirándome, un poco atónitos, como si, más que una sorpresa, mis palabras fueran el preludio de una deserción; tras un silencio indeciso Jenny preguntó:

– ¿Es importante la cena?

No lo era. No lo era en absoluto. Se lo dije.

– ¿Entonces por qué no la suspendes? -preguntó Jenny-. Puedes quedarte a dormir aquí: hay habitaciones de sobra.

No tuvo que repetírmelo: telefoneé a Borgheson y le dije que me sentía cansado y con fiebre y que, con el fin de estar en forma para la charla del día siguiente, lo mejor era que no asistiera a la cena y me quedara a descansar en el hotel. Borgheson aceptó la mentira sin rechistar, aunque tuve que emplearme a fondo para convencerle de que no era necesario que acudiera al Chancellor en mi auxilio. Solventado el problema, invité a Dan y a Jenny a cenar en un restaurante que se hallaba a unos kilómetros de la ciudad en dirección a Urbana, Kennedy's, y durante la sobremesa, mientras Dan jugaba al Gameboy con un amigo del colegio cuya familia también cenaba allí, Jenny me contó cómo había conocido a Rodney, me habló de su trabajo, de su familia, de la vida que llevaba en Rantoul. Cuando salimos del restaurante eran casi las diez. En el camino de vuelta Dan se quedó dormido, y al llegar a casa lo cogí en brazos, lo subí hasta su habitación y, mientras Jenny lo acostaba, yo la esperé en el salón, curioseando entre los CD que se alineaban en una pirámide de aluminio junto al equipo de música. La mayoría eran de rock and roll, vanos de Bob Dylan. Entre ellos figuraba Bnnging it all back home, un disco que contenía una canción que yo conocía bien: It's alright, ma (I'm only bleeding). Con el disco en las manos empecé a escuchar en mi cabeza aquella canción sin consuelo que sin embargo nunca dejaba de devolverle a Rodney el júbilo intacto de su juventud, y de repente, mientras aguardando a Jenny recordaba con igual precisión su letra que su música, tuve la certeza de que en el fondo esa canción no hablaba más que de Rodney, de la vida cancelada de Rodney, porque hablaba de palabras desilusionadas que ladran como balas y de cementerios abarrotados de dioses falsos y de gente solitaria que llora y tiene miedo y vive en un pozo sabiendo que todo es mentira y que ha comprendido demasiado pronto que no merece la pena tratar de entender, porque hablaba de todo eso y sobre todo de que quien no está ocupado en morir está ocupado en vivir. «Rodney ya sólo está ocupado en morir», pensé. Y pensé: «Yo todavía no».