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– ¿Te apetece escuchar música? -dijo Jenny al entrar en el salón.

Le dije que sí, y ella conectó el aparato y fue a la cocina. Evité la tentación de Dylan y puse Astral weeks, de Van Morrison, y cuando Jenny volvió, cargada con una botella de vino y dos copas, nos sentamos uno frente a otro y dejamos que sonara el disco, conversando con una fluidez propiciada por el alcohol y por la voz rugosa de Van Morrison. No recuerdo de qué hablamos al principio, pero lo que sí recuerdo muy bien es que, cuando ya llevábamos un rato sentados, no sé a ciencia cierta por qué (tal vez por algo que yo mismo dije, más probablemente por algo que dijo Jenny) recordé de pronto una carta que Rodney le había enviado a su padre desde un hospital de Vietnam, después del incidente de My Khe, una carta en la que hablaba de la belleza de la guerra, de la velocidad arrasadora de la guerra, y entonces pensé que desde que estaba en Rantoul tenía la impresión de que todo se había acelerado, de que todo había empezado a correr más deprisa de lo usual, cada vez más deprisa, más deprisa, más deprisa, en algún momento había habido una fulguración, un vértigo y una pérdida, pensé que había viajado sin saberlo más deprisa que la luz y que lo que ahora estaba viendo era el futuro. Y también fue entonces cuando, mezclado con la música de Van Morrison y la voz de Jenny, por vez primera sentí algo al mismo tiempo insólito y familiar, algo que tal vez ya había intuido sin palabras apenas vi a Dan y a Jenny avanzando hacia mí aquella tarde por Belle Avenue, y era que allí, en aquella casa que no era mí casa, ante aquella mujer que no era mi mujer, con aquel niño dormido que no era mi hijo pero que dormía en el piso de arriba como si yo fuera su padre, allí yo era invulnerable, y también me pregunté, con un inicio centelleante de alborozo, si yo no estaba obligado a dotar de algún sentido al suicidio de Rodney, si la casa en que estaba no era un reflejo de mi casa y Dan y Jenny un reflejo de la familia que perdí, me pregunté si aquello era lo que se veía al emerger desde la suciedad del subsuelo a la claridad de la intemperie, si el pasado no era un lugar permanentemente alterado por el futuro y nada de lo ya acontecido era irreversible y lo que había al final del túnel copiaba lo que había antes de entrar en él, me pregunté si no era aquél el final verdadero de todo, el final del viaje, el final del túnel, el boquete en la puerta de piedra. Ahora sí, me dije, poseído por una extraña euforia. Se acabó. Finito. Kaputt.

Apenas acabé de pensar lo anterior interrumpí a Jenny.

– Hay una cosa que no te he contado -dije.

Me miró, un poco sorprendida por mi brusquedad, y de repente no supe cómo iba a contarle lo que le tenía que contar. Lo averigüé un segundo después. Entonces saqué de mi billetera la fotografía de Gabriel, Paula y Rodney en el puente de Les Peixetenes Velles y se la alargué. Jenny la cogió y durante unos instantes la examinó con atención. Luego preguntó:

– ¿Son tu mujer y tu hijo?

– Sí -contesté y, como si fuera otra persona la que hablaba por mí, continué mientras un hilo de frío igual que una culebra me recorría el espinazo-: Murieron hace un año, en un accidente de tráfico. Es la única foto que conservo de ellos.

Jenny levantó la vista de la fotografía, y en aquel momento noté que el disco de Van Morrison había dejado de sonar; la realidad parecía haberse ralentizado, recuperando su velocidad de costumbre.

– ¿Para qué has venido? -preguntó Jenny.

– No lo sé -dije, aunque sí lo sabia-. Estaba en un pozo y quería ver a Rodney. Creo que pensé que Rodney también había estado en un pozo y que había salido de él. Creo que pensé que podía ayudarme. O mejor dicho: creo que pensé que era la única persona que podía ayudarme… En fin, me doy cuenta de que todo esto suena un poco ridículo, y no sé si tiene mucho sentido para ti, pero creo que es lo que pensé.

Jenny apenas tardó en contestar.

– Tiene sentido -dijo.

Ahora fui yo quien la miré.

– ¿De veras?

– Claro -insistió, sonriendo levemente, de nuevo una ínfima red de arrugas excavada en las comisuras de su boca. Por un segundo supe o sospeché que, porque había vivido con Rodney, sus palabras no eran fruto de la compasión, sino que era verdad que entendía, que sólo ella podía entender; por un segundo sentí la suave irradiación de su atractivo, y de golpe creí comprender el atractivo que había ejercido sobre Rodney. Casi como si diese por zanjado el asunto, o como si considerase que apenas merecía que le dedicásemos más tiempo, continuó-: La culpa. No es tan difícil entender eso. Yo también podría sentirme culpable de la muerte de Rodney,¿sabes? Encontrar culpables es muy fácil; lo difícil es aceptar que no los hay.

No estaba seguro de lo que había querido decir con estas palabras, pero por algún motivo recordé otras que Rodney le había escrito a su padre: «Las cosas que tienen sentido no son verdad», había escrito Rodney. «Son sólo verdades recortadas, espejismos: la verdad es siempre absurda.» Jenny apuró su copa de vino.

– Tengo una copia de] reportaje -dijo como si no hubiera cambiado de conversación y acto seguido fuera a darme su respuesta verdadera a la duda que yo acababa de formular-, ¿Quieres verla?

Porque no la esperaba, la pregunta me desconcertó. Primero pensé que no quería ver el reportaje; luego pensé que sí quería verlo; luego pensé que quería verlo pero que no debía verlo; luego pensé que quería verlo y que debía verlo. Pregunté:

– ¿Lo has visto tú?

– Claro que no -dijo Jenny-. ¿Para qué?

Igual que si mi pregunta hubiera sido una respuesta afirmativa Jenny subió al piso de arriba, al rato regresó con la cinta de vídeo y me pidió que la acompañara hasta un cuarto que se hallaba entre la cocina y el salón, junto al arranque de las escaleras; en el cuarto había un televisor, un sofá, dos sillas, una mesita. Me senté en el sofá mientras Jenny encendía el televisor, introducía la cinta en el vídeo y me entregaba el mando a distancia.

– Te espero arriba -dijo.

Me recosté en el sofá y apreté play en el mando a distancia; a continuación empezó el reportaje. Se titulaba Secretos sepultados, verdades brutales, y duraba unos cuarenta minutos. Combinaba imágenes de archivo, en blanco y negro, pertenecientes a documentales sobre la guerra, e imágenes actuales, en color, de pueblos y campos de las regiones de Quang Ngai y Quang Nam, junto con algunas declaraciones de campesinos de la zona. Dos hilos cosían ambos bloques de imágenes: uno era una aséptica voz en off; el otro, el testimonio de un veterano de Vietnam. Lo que en síntesis narraba la voz en off era la historia externa de las atrocidades cometidas treinta y cinco años atrás por un sanguinario escuadrón de la División Aerotranspor tada 101 del Ejército Norteamericano que operó en Quang Ngai y Quang Nam, convirtiéndolas en un dilatado campo de exterminio. El escuadrón, conocido como la Tíger Forcé, era una unidad compuesta por cuarenta y cinco voluntarios que actuaban coordinados con otras unidades, pero que funcionaban con una gran autonomía y sin apenas supervisión, y a quienes se distinguía por su uniforme de camuflaje a rayas, a imitación de la piel del tigre; el catálogo de espantos que documentaba el reportaje carecía de límites: los soldados de la Tíger Forcé asesinaron, mutilaron, torturaron y violaron a cientos de personas entre enero y julio de 1969, y adquirieron celebridad entre la aterrorizada población de la zona por llevar colgados al cuello, como collares de guerra que conmemoraban brutalmente a sus víctimas, ristras de orejas humanas unidas por condones de zapatos. Al final del reportaje la voz en off mencionaba el informe del Pentágono al que en 1974 la Casa Blanca dio carpetazo con la excusa de no reabrir las llagas del conflicto recién concluido. En cuanto al veterano, aparecía sentado en un sillón, inmóvil al contraluz de una ventana, de forma que una mancha de oscuridad emborronaba su rostro; su voz, en cambio -ronca, helada, abstraída-, no había sido distorsionada: era la voz evidente de Rodney. La voz contaba anécdotas; también hacía comentarios. «Ahora todo aquello es difícil de entender», decía por ejemplo la voz. «Pero llegó un momento en que para nosotros era la cosa más natural del mundo. Al principio costaba un poco, pero enseguida te acostumbrabas y era como un trabajo cualquiera.» «Nos sentíamos dioses», decía la voz. «Y en cierto modo lo éramos. Teníamos el poder de disponer de la vida de quien quisiéramos y ejercíamos ese poder.» «Durante años no pude olvidar a todas y cada una de las personas a las que vi morir», decía la voz. «Se me aparecían constantemente, igual que si estuvieran vivas y no quisieran morir, igual que si fueran fantasmas. Luego conseguí olvidarlas, 0 eso es lo que creí, aunque en el fondo sabía que no se habían marchado. Ahora han vuelto. No me piden cuentas, ni yo se las doy. No hay cuentas pendientes. Es sólo que no quieren morir, que quieren vivir en mí. No me quejo, porque sé que es justo.» La voz cerraba el reportaje con estas palabras: «Ustedes pueden creer que éramos monstruos, pero no lo éramos. Éramos como todo el mundo. Éramos como ustedes». Cuando finalizó el reportaje me quedé un rato en el sofá, sin poder moverme, la vista clavada en la tormenta de granizo que ocupaba la pantalla del televisor. Luego saqué la cinta del vídeo, apagué el televisor y salí al porche. La ciudad estaba en silencio y el cielo lleno de estrellas; hacía un poco de frío. Encendí un cigarrillo y me puse a filmármelo mientras contemplaba la noche silenciosa de Rantouí. No sentía horror, no sentía náuseas, ni siquiera tristeza, por primera vez en mucho tiempo tampoco sentía angustia; lo que sentía era algo extrañamente placentero que no había sentido nunca, algo como un infinito agotamiento o una calma infinita y blanca, o como un sucedáneo del agotamiento o la calma que sólo dejaba ganas de seguir mirando la noche y de llorar. «Nada nuestro que estás en la nada», recé. «Nada es tu nombre, tu reino nada, tú serás nada en la nada como en la nada.» Al terminar de fumarme el cigarrillo volví a entrar en la casa y subí al piso de arriba. Jenny se había quedado dormida con un libro en el regazo y la luz encendida; Dan estaba acurrucado junto a ella. La habitación de al lado también tenía la luz encendida y la cama hecha, y deduje que Jenny la había preparado para mí. Apagué la luz de la habitación de Jenny y Dan, apagué la de la mía y me metí en la cama.