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No fue así. Increíblemente -al menos increíblemente para mí-, ambas seguridades eran falsas. Jenny tardó en contestar mi correo electrónico, y cuando por fin lo hizo fue para agradecer mi propuesta y para rechazarla a continuación de forma afectuosa pero taxativa. «No funcionaría», me escribió Jenny. «No basta con prever que las cosas vayan a ocurrir para que ocurran, ni basta con desearlo. Esto no es álgebra ni geometría: cuando se trata de personas dos más dos nunca suman cuatro. Quiero decir que nadie puede sustituir a nadie: Dan no puede sustituir a Gabriel, yo no puedo sustituir a Paula; tú, por más que quieras, no puedes sustituir a Rodney.» «Termina el libro», concluía Jenny. «Se lo debes a Rodney. Se lo debes a Gabriel y a Paula. Nos lo debes a Dan y a mí. Sobre todo te lo debes a ti. Termínalo y luego, si te apetece, ven a pasar con nosotros unos días. Te estaremos esperando.» La respuesta de Jenny me dejó anonadado, sin capacidad de reacción, como si acabaran de abofetearme y no supiera quién m cómo ni por qué me había abofeteado. La releí, volví a releería; entendía todas sus palabras, pero me resultaba imposible asimilarla. Yo estaba tan convencido de que mi futuro estaba en Rantoul, con Dan y con ella, que ni siquiera había imaginado un futuro alternativo por si ése era ilusorio o fracasaba. Por lo demás, la negativa de Jenny era tan inequívoca y sus argumentos tan invulnerables que no me sentí con fuerzas para tratar de rebatirlos e insistir en mi propuesta.

No contesté el correo de Jenny: no iba a haber ningún pase de magia, no iba a haber ningún sortilegio, no iba a recuperar lo que había perdido. De repente me vi volviendo a mi vieja vida de subsuelo; de repente me pareció comprender que era absurdo continuar escribiendo este libro. Y ya estaba a punto de abandonarlo definitivamente cuando descubrí cuál era su final exacto y por qué tenía que terminarlo. Ocurrió poco después de que una tarde, al salir de mi casa para comer, descubriera un paquete de tabaco lleno de porros de marihuana sobresaliendo por la ranura de mi buzón. No pude evitar sonreír. A la mañana siguiente telefoneé a Marcos, y dos días después quedamos a tomar una cerveza en El Yate.

Fue Marcos quien eligió el bar. Cuando llegué, mucho antes de la hora convenida, mi amigo ya estaba allí, sentado en un taburete, de espaldas a la puerta y acodado a la barra. Sin decir nada me senté junto a él y pedí una cerveza; Marcos tampoco dijo nada, ni siquiera apartó la vista de su copa. Era un jueves de mediados de octubre, y la última luz de la tarde estaba a punto de apagarse contra los ventanales que se abrían sobre la esquina de Muntaner y Arimon. Mientras esperaba a que me sirvieran pregunté:

– ¿Cómo me has localizado?

Marcos suspiró antes de contestar.

– Por casualidad -dijo-. El otro día te vi por la calle y te seguí. Ya sabía que habías cambiado de piso, pero por lo menos podías haber avisado antes. No están las cosas como para andar tirando marihuana.

– No la has tirado -dije-. Seguro que el que alquiló el piso después de que yo me marchara te lo ha agradecido.

– Muy gracioso. -Se volvió para mirarme. Luego dijo-: ¿Cómo estás?

Con alguna aprensión yo también me volví. A primera vista no me recordó al cuarentón envejecido de nuestro último encuentro, en el MACBA o el Palau Robert, la misma noche desastrosa en que traté de seducir a Patricia; sólo parecía fatigado, tal vez aburrido: de hecho, los vaqueros desteñidos, el jersey azul muy holgado y la camisa de un azul más claro, con los faldones por fuera, le conferían un aspecto de desaliño vagamente juvenil, que no desmentían del todo ni el pelo escaso y gris ni las gafas de concha, gruesas y un poco anticuadas; una barba de dos días le sombreaba las mejillas. Mientras lo examinaba me sentí examinado por él, y antes de contestar a su pregunta me pregunté si yo le estaría recordando a un fantasma o un zombi.

– Bien -mentí-. ¿Y tú?

– Yo también.

Cabeceé aprobadoramente. El camarero me sirvió la cerveza, di un sorbo, me encendí un cigarrillo y luego se lo encendí a Marcos, que se quedó mirando el Zippo de Rodney; yo también lo miré; por un momento me pareció un objeto remoto y extraño, un aerolito minúsculo o un fósil o un superviviente de una glaciación; por un segundo me pareció que el perro que había grabado en él no sonreía, sino que se estaba burlando de mí. Dejé el mechero sobre la barra, encima del paquete de tabaco; pregunté:

– ¿Cómo está Patricia?

Marcos volvió a suspirar.

– Nos separamos hace más de un año -dijo-. Creí que lo sabías.

– No lo sabía.

– Bueno, da lo mismo -dijo como si de veras diera lo mismo, palpándose con una mano la barba crecida; observé que una mancha de pintura oscurecía un poco su dedo anular-. Supongo que llevábamos demasiados años juntos y, en fin… Desde hace unos meses está viviendo en Madrid, así que ya no la veo.

No dije nada. Continuamos bebiendo y fumando en silencio, y en un determinado momento me acordé inevitablemente de la última vez que había estado en El Yate, diecisiete años atrás, con Marcos y con Marcelo Cuartero, cuando éste me propuso marcharme a Urbana y todo empezó. Paseé la mirada por el bar. Yo recordaba un lujoso local de la parte alta, inaccesible a nuestra economía de indigentes, frecuentado por ejecutivos y reluciente de espejos y maderas bruñidas, pero el lugar donde ahora me hallaba parecía más bien (o por lo menos me lo parecía a mí) una oscura taberna de pueblo: ciertos detalles de la decoración se esforzaban patéticamente en remedar el interior imaginario de un yate -marinas desmayadas, lámparas en forma de ancla, apliques coronados por globos de luz en forma de escualo, un reloj de péndulo en forma de raqueta de tenis-, pero las horribles cortinas de color rosa recogidas contra los marcos de los ventanales pintados de un verde horrible, las bandejas de tapas rancias alineadas en la barra sin brillo, las máquinas tragaperras parpadeando su promesa apremiante de riqueza, los camareros de uniformes manchados de caspa y la parroquia de bebedoras solitarias de Marie Brizard y de bebedores solitarios de ginebra que de cuando en cuando intercambiaban comentarios de viejos conocidos avezados al alcohol y al cinismo acercaban El Yate al Bud's Bar antes que a mi recuerdo de El Yate. De repente me sentí a gusto allí, con mi cigarrillo y mi cerveza en la mano, como si nunca hubiera debido salir de aquel bar de Barcelona con su atmósfera de bar de pueblo; de repente me pregunté por qué Marcos me había citado precisamente allí.

– ¿Por qué me has citado aquí? -pregunté.

– Hace tiempo que no venía -dijo. Y añadió-: No ha cambiado nada.

Perplejo, le pregunté si se refería al bar.

– Me refiero al bar, a la calle Pujol, al barrio, a todo -contestó-. Seguro que hasta nuestro piso está idéntico. Me jode.