Pocos días después de asistir a esa escena diseñada como una premonición o una advertencia, Rodney aterrizó en el aeropuerto militar de Ton Son Nhut, en Saigón, tras un vuelo en Braniff Airlines que duró casi treinta horas, durante las cuales unas azafatas uniformadas los cebaron a él y a sus compañeros a base de perritos calientes. Esto ocurrió a principios de 1968, justo cuando se iniciaba la ofensiva del Tet y en la ciudad -convertida por entonces en un basural de flores muertas, papeles arrastrados por un viento húmedo y pestilente de urinario, excrementos humanos y armazones de fuegos artificiales quemados durante las fiestas recién concluidas- el miedo se palpaba por todas partes, igual que una epidemia. Eso fue lo primero que Rodney notó al llegar a Vietnam: el miedo; de nuevo el miedo. Lo segundo que notó fue de nuevo la extrañeza. Pero en este caso la razón de la extrañeza era otra, era que el Vietnam que se había forjado en su imaginación no guardaba el menor parecido con el Vietnam real; de hecho, diríase que se trataba de dos países distintos, y lo sorprendente era que parecía mucho más verdadero el Vietnam imaginado desde Estados Unidos que el Vietnam de la realidad y que, en consecuencia, se sentía mucho menos ajeno a aquél que a éste. El resultado de esta paradoja era otra paradoja, y es que, pese a que seguía despreciando lo que Estados Unidos le estaba haciendo a Vietnam (lo que él estaba contribuyendo a que Estados Unidos le hiciera a Vietnam), en Vietnam se sentía mucho más norteamericano que en Norteamérica, y que, pese al respeto y la admiración que enseguida le inspiraron los vietnamitas, allí se sentía mucho más lejano a ellos de lo que se sentía en su propio país. Rodney suponía que la causa de esta incoherencia era su absoluta incapacidad para comunicarse con los pocos vietnamitas con que se relacionaba, y no sólo porque algunos ignorasen su idioma, sino porque, incluso los que no lo ignoraban, lo abrumaban con su exotismo, con su falta de ironía, con su increíble capacidad de abnegación y su pasmosa y permanente serenidad, con su cortesía exagerada (que no era difícil confundir con el servilismo que infunde el temor) y con su credulidad insulsa, hasta el punto de que, al menos durante los primeros días de su estancia en Saigón, a menudo no podía ahuyentar la sospecha de que aquellos hombrecitos de rasgos orientales que parecían tener sin excepción diez años menos de los que en realidad tenían y que, por viejos que fueran, no encanecían ni se quedaban calvos eran, también sin excepción, más sucintos o menos complejos que él, una sospecha que, pese a ser genuina, le llenaba de una culpa inconcreta. Estas impresiones iniciales sin duda variaron con el tiempo (aunque las cartas apenas registran el cambio, seguramente porque, para cuando llegó el momento de hacerlo, las preocupaciones de Rodney ya eran otras), pero Rodney tampoco tardó en advertir que la acción combinada de Vietnam y el ejército también le había robado complejidad a él, y esto, que reconocía como una mutilación de su personalidad, secretamente le procuraba una especie de alivio: su condición de soldado casi anulaba su margen de autonomía personal, pero esa prohibición de decidir por sí mismo, ese sometimiento a la estricta jerarquía militar, humillante y embrutecedor como era, operaba al mismo tiempo como un anestésico que le granjeaba una desconocida y abyecta felicidad que no por abyecta era menos real, porque en aquel momento descubrió en carne propia que la libertad es más rica que la esclavitud, pero también mucho más dolorosa, y que por lo menos allí, en Vietnam, lo que menos deseaba era sufrir.
Así que los primeros meses de Rodney en Vietnam no fueron duros. A ello contribuyó la suerte. A diferencia de su hermano, encuadrado desde su llegada en un batallón de combate, por un azar que nunca acabó de entender (y que con el tiempo acabó atribuyendo a un error burocrático) Rodney fue destinado a un cargo subalterno en un organismo encargado de proveer de entretenimiento a la tropa, con sede en la capital. La guerra, desde allí, quedaba tranquilizadoramente lejos; además, el trabajo no era ingrato: se pasaba la mayor parte del tiempo en una oficina con aire acondicionado, y cuando se veía obligado a salir de ella era sólo para acompañar desde el aeropuerto hasta el hotel a cantantes, estrellas de cine y humoristas, para asegurarse de que no les faltaba de nada o para conducirlos hasta el lugar donde debían realizar su actuación. Era un empleo privilegiado de retaguardia, sin más riesgo que el de vivir en Saigón; el problema es que por entonces incluso vivir en Saigón constituía un riesgo considerable. Rodney tuvo ocasión de comprobarlo apenas un mes después de su llegada a la ciudad. A continuación refiero el suceso tal como él lo refiere en una de sus cartas.
Una tarde, al salir de su trabajo, Rodney entró en un bar cercano a la parada del autobús que lo conducía a diario a la base militar donde pernoctaba. En el bar sólo había dos grupos de soldados sentados a las mesas y un suboficial de los Boinas Verdes bebiendo a solas en un extremo de la barra; Rodney se acodó en el otro extremo, pidió una cerveza y se la bebió. Cuando preguntó lo que debía, la camarera -una vietnamita joven, de rasgos delicados y ojos huidizos- le dijo que ya estaba pagado y señaló al suboficial, que sin volverse hacia él levantó una mano desganada en señal de saludo; Rodney le dio las gracias desde lejos y se marchó. A partir de entonces adoptó la costumbre de tomarse una cerveza cada tarde en aquel bar. Al principio el ritual era siempre el mismo: entraba, se sentaba a la barra, se bebía una cerveza intercambiando sonrisas y palabras sueltas en vietnamita con la camarera, luego pagaba y se iba; pero al cabo de cuatro o cinco visitas consiguió vencer la desconfianza de la camarera, quien resultó que hablaba un inglés elemental pero suficiente y quien a partir de entonces empezó a pasar los ratos libres que le dejaba el trabajo conversando con él. Hasta que un buen día todo eso acabó. Fue un viernes por la tarde, cuando igual que cada viernes por la tarde los soldados abarrotaban el bar celebrando el inicio del fin de semana con su primera borrachera y las camareras no daban abasto para servirlos. Rodney se disponía a pagar su consumición y marcharse cuando sintió una palmada en el hombro. Era el suboficial de los Boinas Verdes. Le saludó con una efusión exagerada y le invitó a una copa, que Rodney se sintió obligado a aceptar; pidió a gritos una cerveza para Rodney y un whisky doble para él. Conversaron. Mientras lo hacían, Rodney se fijó en el suboficiaclass="underline" era bajo, macizo y fibroso, con la cara torturada de arrugas; tenia los ojos violentos y como desorientados, y apestaba a alcohol. No era fácil entender sus palabras, pero Rodney dedujo de ellas que era de un pueblecito de Arizona, que hacía más de un año que estaba en Vietnam y que le quedaban pocos días para volver a casa; por su parte él le contó que apenas llevaba unas semanas en Saigón y le habló del trabajo que realizaba. Después del primer whisky vino el segundo, y después el tercero. Cuando el suboficial iba a pedir el cuarto Rodney anunció que se marchaba: era la tercera vez que lo hacía, pero en esta ocasión sintió que una mano como una garra le atenazaba el brazo. «Tranquilo, recluta», dijo el suboficial, y Rodney notó debajo de ese tratamiento vagamente amistoso una vibración como de hoja de cuchillo recién afilado. «Es el último.» Y pidió el whisky. Mientras esperaba que se lo sirvieran le hizo una pregunta a Rodney que éste no entendió. «He dicho que qué crees que hemos venido a hacer aquí», repitió el suboficial con su voz cada vez más pastosa. «¿A este bar?», preguntó Rodney. «A este país», aclaró el suboficial. No era la primera vez que le hacían esa pregunta desde que estaba en Saigón y ya conocía la respuesta reglamentaria, sobre todo la respuesta reglamentaria para un suboficial. Se la dio. El suboficial se rió como si eructase, y antes de volver a hablar pidió otra vez su whisky, que no llegaba. «Eso no te lo crees ni tú. ¿O acaso te imaginas que vamos a salvar a esta gente del comunismo con esta pandilla de borrachos?», preguntó, abarcando con un gesto afectado y burlón el local repleto de soldados. «Te voy a decir una cosa: esta gente no quiere que la salvemos. Te voy a decir otra: aquí a lo único que hemos venido es a matar amarillos. ¿Ves a esa chica?», dijo a continuación, señalando a una camarera que se dirigía hacia ellos cargada con una bandeja de bebidas y sorteando a duras penas la plétora de clientes. «Hace media hora que le pido un whisky, pero no me lo trae. ¿Sabes por qué?