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Así terminó de contar su historia el padre de Rodney. Ninguno de los dos tenía nada más que añadir, pero todavía me quedé un rato con él, y durante un tiempo indefinido, que no sabría si computar en minutos o en horas, permanecimos sentados frente a frente, manteniendo un simulacro desmayado de conversación, como si ambos compartiéramos un secreto infamante o la autoría de un delito, o como si buscáramos excusas para que yo no tuviera que enfrentarme a solas al camino de vuelta a Urbana y él a la soledad primaveral de aquel caserón sin nadie, y cuando por fin me decidí a marcharme, ya de madrugada, tuve la certeza de que siempre recordaría la historia que me había contado el padre de Rodney y de que yo ya no era el mismo que aquella tarde, muchas horas atrás, había llegado a Rantoul. «Es usted demasiado joven para pensar en tener hijos», me dijo el padre de Rodney cuando nos despedíamos, y no lo he olvidado. «No los tenga, porque se arrepentirá; aunque si no los tiene también se arrepentirá. Así es la vida: haga lo que haga, se arrepentirá. Pero déjeme que le diga una cosa: todas las historias de amor son insensatas, porque el amor es una enfermedad; pero tener un hijo es arriesgarse a una historia de amor tan insensata que sólo la muerte es capaz de interrumpirla.»

Eso me dijo el padre de Rodney, y no lo he olvidado.

Por lo demás, nunca volví a verle.

Puerta de piedra

Regresé a España poco más de un año después de aquella tarde de primavera en que el padre de Rodney me contó la historia de su hijo. Durante el tiempo que todavía pasé en Urbana ocurrieron muchas cosas. No voy a tratar de contarlas aquí, y no sólo porque sería tedioso, sino sobre todo porque la mayoría de ellas no pertenece a esta historia. O quizá sí le pertenece y yo todavía no he sabido advertirlo. Da igual. Sólo diré que en verano pasé un mes de vacaciones en España; que al curso siguiente, de vuelta en Urbana, seguí con mis clases y mis cosas, y que por entonces empecé una tesis doctoral (que nunca acabé) dirigida por John Borgheson; que tuve amigos y amantes y que me hice más amigo de los amigos que ya tenía, sobre todo de Rodrigo Ginés, de Laura Burns, de Felipe Vieri; que estuve ocupado viviendo y no estuve ocupado muriendo; que durante todo aquel tiempo trabajé con ahínco en mi novela. Tanto, que en la primavera del año siguiente ya la había terminado. No estoy seguro de que fuera una buena novela, pero era mi primera novela, y escribirla me hizo sumamente feliz, por la simple razón de que me demostró a mí mismo que era capaz de escribir novelas. Por si acaso añadiré que no trataba de Rodney, aunque en ella aparecía un personaje secundario cuyo aspecto físico estaba en deuda con el aspecto físico de Rodney; sí era, en cambio, una novela de fantasmas o zombis ambientada en Urbana y protagonizada por un personaje exactamente igual que yo que se hallaba exactamente en las mismas circunstancias que yo… De manera que cuando me marché de Urbana yo iba cargado con mi primera novela, sintiéndome muy afortunado y sintiendo también que, aunque no había viajado mucho, ni había visto demasiado mundo, ni había vivido con demasiada intensidad ni acumulado demasiadas experiencias, aquella larga temporada en Estados Unidos había sido mi verdadero doctorado, convencido de que ya no tenía nada más que aprender allí y de que, si quería convertirme en un escritor de verdad y no en un fantasma o un zombi -como Rodney y como los personajes de mi novela y como algunos habitantes de Urbana-, entonces debía regresar de inmediato a casa.

Así lo hice. Aunque estaba dispuesto a volver a cualquier precio, la verdad es que el retorno resultó menos incierto de lo previsto, porque en el mes de mayo, justo cuando ya estaba a punto de hacer las maletas, Marcelo Cuartero me telefoneó desde Barcelona para ofrecerme un puesto de profesor asociado en la Autónoma. El sueldo era escaso, pero, sumado a los ingresos que me proporcionaban algunos encargos circunstanciales, me bastó para alquilar un estudio en el barrio de Sant Antom y para sobrevivir sin demasiados apuros a la espera de la publicación de la novela. Fue así como empecé a recuperar con avidez mi vida de Barcelona; también, naturalmente, recuperé a Marcos Luna. Para entonces Marcos ya vivía con Patricia, una fotógrafa que trabajaba para una revista de moda, se ganaba la vida dibujando en un periódico y había empezado a exponer con cierta regularidad y a hacerse un nombre entre los pintores de su generación. Fue precisamente Marcos quien a finales de aquel mismo año, después de que mi novela se hubiera publicado en una editorial minoritaria en medio de un silencio apenas roto por una reseña inútil y delirantemente elogiosa de un discípulo de Marcelo Cuartero (o del propio Marcelo Cuartero bajo seudónimo), me consiguió una entrevista con un subdirector de su periódico, quien a su vez me invitó a escribir crónicas y reseñas para el suplemento cultural De modo que, mal que bien, con la ayuda de Marcos y de Marcelo Cuartero empecé a salir adelante en Barcelona mientras ponía manos a la obra en mi segunda novela. Mucho antes de que consiguiera terminarla, sin embargo, apareció Paula, lo que acabó trastocándolo todo, incluida la propia novela. Paula era rubia, tímida, espigada y diáfana, una de esas treintañeras disciplinadas y esquivas cuya altivez de apariencia es una máscara transparente de su imperiosa necesidad de afecto. Por entonces acababa de separarse de su primer marido y trabajaba en la sección de cultura del periódico; como yo apenas acudía por la redacción, tardé bastante en conocerla, pero cuando por fin lo hice comprendí que el padre de Rodney tenía razón y que enamorarse es dejarse derrotar al mismo tiempo por la insensatez y por una enfermedad que sólo cura el tiempo. Lo que quiero decir es que me enamoré de tal manera de Paula que, en cuanto la conocí, tuve la seguridad que tienen todos los enamorados: la de que hasta entonces nunca me había enamorado de nadie. El idilio fue maravilloso y extenuante, pero sobre todo fue una insensatez y, como una insensatez lleva a la otra, al cabo de unos meses me fui a vivir con Paula, luego nos casamos y luego tuvimos un hijo, Gabriel. Todas estas cosas ocurrieron en un lapso muy breve de tiempo (o en lo que a mí me pareció un lapso muy breve de tiempo), y cuando quise darme cuenta ya estaba viviendo en una casita adosada, con jardín y mucho sol, en un barrio residencial de las afueras de Gerona, convertido de pronto en protagonista casi involuntario de una insulsa estampa de bienestar provinciano que ni en la peor de mis pesadillas de joven aspirante a escritor saturado de sueños de triunfo hubiese imaginado.