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– La conozco -dije.

– ¿De veras? -preguntó Rodney.

– Sí -contesté-. Después de que dejases de dar clase en Urbana fui a buscarte a tu casa. Vi un poco la ciudad, pero sobre todo estuve con tu padre. Supongo que te lo habrá contado.

– No -dijo Rodney-. Pero es normal. Lo raro hubiese sido que me lo contara.

– Espero que se encuentre bien -dije por decir algo.

Rodney tardó en contestar; de repente, a la luz amarillenta de la lámpara de pie, asediado por la oscuridad del salón, pareció fatigado y con sueño, tal vez bruscamente aburrido, como si nada pudiera interesarle menos que hablar de su padre. Dijo:

– Murió hace tres años. -Ya iba a resignarme a algún tópico de consolación cuando Rodney intervino para ahorrármelo-: No te preocupes. No hay nada que lamentar. Desde hacía muchos años mi padre no hacía otra cosa que atormentarse. Ahora por lo menos ya no se atormenta.

Rodney encendió otro cigarrillo. Creí que iba a cambiar de tema, pero no lo hizo; con alguna sorpresa le oí continuar:

– Así que fuiste a verle. -Asentí-. ¿Y de qué hablasteis?

– La primera vez de nada -expliqué, eligiendo con cuidado las palabras-. No quiso. Pero al cabo de un tiempo me llamó y fui a verle. Entonces me contó una historia.

Ahora Rodney me miró con curiosidad, alzando inquisitivamente las cejas. Entonces dije:

– Espérame aquí un momento. Quiero enseñarte una cosa.

Me levanté, a toda prisa crucé frente al conserje, que pegó un respingo de adormilado, tomé el ascensor, subí a mi habitación, cogí los tres portafolios negros, bajé de vuelta al salón y los puse encima de la mesa, delante de Rodney. Con un brillo irónico en los ojos y en la voz, mi amigo preguntó:

– ¿Qué es esto?

No dije nada: me limité a señalar los portafolios. Rodney abrió uno de ellos, contempló el mazo de sobres ordenados cronológicamente, cogió uno, leyó las señas del destinatario y del remitente, me miró, sacó la carta que contenía el sobre y, mientras trataba de descifrar su propia caligrafía en el ajado papel del ejército norteamericano, porque el silencio se prolongaba pregunté:

– ¿Las reconoces?

Rodney volvió a mirarme, esta vez de forma fugaz, y sin contestar dejó la carta sobre la mesa, cogió otro sobre, sacó otra carta, se puso también a leerla.

– ¿Te las dio mi padre? -murmuró, blandiendo la que tenía en la mano. No respondí-. Es raro -dijo al cabo de unos segundos.

– ¿Qué es lo raro?

– Que estén aquí, en Madrid -contestó sin levantar la vista de las cartas-. Que yo las haya escrito y ya no las entienda. Que mi padre te las diera.

Con lentitud volvió a meter las cartas en los sobres, volvió a colocar los sobres en el portafolios, cerró el portafolios, preguntó:

– ¿Las has laido?

Dije que sí. Asintió, indiferente, olvidándose de las cartas y recostándose de nuevo en el sofá. Tras otra pausa volvió a preguntar con aparente interés:

– ¿Qué te pareció?

– ¿Esto? -dije, señalando los portafolios.

– Mi padre -me corrigió.

– No lo sé -reconocí-. Sólo lo vi dos veces. No pude formarme una opinión. Pero creo que no estaba seguro de haber actuado bien.

– ¿En relación a qué?

– En relación a ti.

– Ah. -Sonrió débilmente: en su cara no quedaba ni rastro de la vivacidad que la había animado hasta hacía unos minutos-. En eso te equivocas. En realidad nunca estaba seguro de haber actuado bien. Ni en relación a mí ni en relación a nadie. Ese tipo de gente nunca lo está.

– No entiendo -dije.

Rodney se encogió de hombros; a modo de explicación añadió:

– No sé, al final a lo mejor es verdad que sólo hay dos tipos de personas: las que actúan mal y siempre creen que actúan bien, y las que actúan bien y siempre creen que actúan mal. Al principio mi padre era del primer tipo, pero luego se convirtió en un campeón del segundo. Supongo que le ocurre a mucha gente. -Se pasó una mano nerviosa por el pelo en desorden y por un momento pareció a punto de reírse, pero no se rió-. Lo que quiero decir es que a partir de un determinado momento mi padre no me dio muchas oportunidades para que me sintiese orgulloso de él. Claro que yo tampoco le di muchas oportunidades para que se sintiese orgulloso de mí. Así que supongo que todo fue un maldito malentendido. Pero, bueno, estas cosas le pasan a todo el mundo. -Suspiró sin dejar de sonreír, al tiempo que apagaba el cigarrillo en el cenicero atestado de colillas. Iniciando el gesto de incorporarse del sofá, señaló el reloj de pared que había junto a la escalera: marcaba las cinco-. En fin, te estoy dando la lata. Esta historia ya no le interesa a nadie, y yo debería dormir un rato, ¿no te parece?

Pero yo ya no estaba dispuesto a dejar escapar aquella ocasión. Le dije que esperara un momento, que aquella historia me interesaba a mí. Un poco sorprendido, Rodney me interrogó en silencio con una especie de candidez maliciosa. Entonces, consciente de que era ahora o nunca, de un tirón le conté que su padre me había llamado a Rantoul precisamente para hablarme de ella, le hablé de lo que su padre me había contado y le pregunté por qué creía que había hecho eso, por qué, además, me había entregado sus cartas y las de Bob. Rodney me escuchó con atención y volvió a arrellanarse en su asiento; después de un largo silencio, durante el cual su mirada se perdió más allá del cerco de luz que nos hurtaba a la oscuridad del salón, me miró de nuevo y soltó una carcajada.

– ¿De qué te ríes? -pregunté.

– De que a menos que hayas cambiado mucho ésa es una pregunta retórica.

– ¿Qué quieres decir?

– Sabes perfectamente lo que quiero decir -contestó-. Lo que quiero decir es que después de hablar con mi padre tú saliste de mi casa convencido de que lo que él quería era que contases mi historia, o por lo menos de que tú tenías que contarla. ¿Me equivoco?

No me ruboricé; tampoco negué la verdad. Rodney movió a un lado y a otro la cabeza en un gesto que parecía de reproche, pero que en realidad era de burla.

– La presunción -masculló-. La jodida presunción de los escritores. -Hizo un silencio y mirándome a los ojos dijo-: ¿Y entonces?

– ¿Y entonces qué?

– ¿Y entonces por qué no la has contado?

– Lo intenté -reconocí-. Pero no pude. O más bien no supe.

– Ya -dijo Rodney, como si mi respuesta le hubiese decepcionado, y a continuación preguntó-: Dime una cosa. ¿Qué es lo que te contó mi padre?

– Ya te lo he dicho: todo.

– ¿Qué es todo?

– Lo que sabía, lo que tú le habías contado, lo que imaginaba, lo que está en las cartas -expliqué-. También me contó que había cosas que no sabía. Me habló de un incidente en una aldea, por ejemplo. My Khe se llamaba. No sabía lo que había pasado allí, pero me explicó que después de ese incidente pasaste una temporada en un hospital, y que luego te reenganchaste en el ejército. En fin, eso también está en las cartas.

– Las has leído todas -dijo Rodney como si preguntara.

– Claro -dije-. Tu padre me las dio para que las leyera. Además, ya te he dicho que en algún momento quise contar esa historia.

– ¿Por qué?

– Por lo que se cuentan todas las historias. Porque me obsesionaba. Porque no la entendía. Porque me sentía responsable de ella.

– ¿Responsable?

– Sí -dije, y casi sin darme cuenta añadí-: A lo mejor uno no es sólo responsable de lo que hace, sino también de lo que ve o lee o escucha.

Apenas me oí pronunciar esta frase me arrepentí de haberla pronunciado. La reacción de Rodney me confirmó el error: sus labios compusieron instantáneamente una sonrisa taimada, que se desvaneció enseguida, pero antes de que yo pudiera rectificar mi amigo empezó a hablar despacio, como poseído por una rabia sarcástica y contenida.

– Ah -dijo-. Bonita frase. Cómo os gustan a los escritores las frases bonitas. En tu último libro hay algunas. Francamente bonitas. Tan bonitas que hasta parecen verdad. Pero, claro, no son verdad, sólo son bonitas. Lo raro es que todavía no hayas aprendido que escribir bien es lo contrario de escribir frases bonitas. Ninguna frase bonita es capaz de apresar la verdad. A lo mejor ninguna frase es capaz de apresar la verdad, pero…

– Yo no he dicho que quisiera contar la verdad -le interrumpí, irritado-. Sólo he dicho que quería contar tu historia.

– ¿Y qué diferencia hay entre las dos cosas? -respondió, buscándome los ojos con un aire triste de desafío-. Las únicas historias que merece la pena contar son las que son verdad, y si no pudiste contar la mía no es porque no pudieses, sino porque no se puede contar.

Me callé. No hubiera debido callarme, pero me callé. Hubiera debido decirle: «Eso también es una frase bonita, Rodney, y quizá es verdad». Hubiera debido decirle: «Te equivocas, Rodney. Las únicas historias que merece la pena contar son las que no pueden contarse». Hubiera debido decirle una de esas dos cosas, o quizá las dos, pero no le dije ninguna y me callé. Sentí sueño, sentí hambre, sentí que la noche empezaba a girar hacia el amanecer, pero sobre todo sentí el asombro de estar enredado en aquella conversación que nunca imaginé que podría mantener con Rodney y que pensé que sólo estaba manteniendo porque Rodney sabía en secreto que me la adeudaba, y tal vez también porque, contra todas las expectativas, el paso del tiempo había acabado cauterizando las interminables heridas de mi amigo. De]é pasar unos segundos, encendí un cigarrillo y después de la primera calada me oí decir: