Bajamos al hall y, antes de salir al paseo de La Flo rida, Rodney se puso en el ojo el parche de tela. Cruzamos el paseo, entramos en la estación, Rodney compró un billete y nos dirigimos hacia el andén bajo un enorme armazón de acero y cristales translúcidos semejante al esqueleto de un enorme animal prehistórico. Mientras aguardábamos en el andén le pregunté si podía hacerle una última pregunta.
– No si es para tu libro -contestó. Traté de sonreír, pero no pude-. Hazme caso y no lo escribas. Cualquiera puede escribir un libro si se lo propone, pero no cualquiera es capaz de guardar silencio. Además, ya te he dicho que esa historia no puede contarse.
– Puede ser -admití, aunque ahora no quise callarme-: Pero a lo mejor las únicas historias que merece la pena contar son las que no pueden contarse.
– Otra frase bonita -dijo Rodney-. Si escribes el libro, acuérdate de no incluirla en él. ¿Qué es lo que querías preguntarme?
Sin dudarlo un segundo pregunté:
– ¿Quién es Tommy Birban?
La cara de Rodney no se alteró, y yo no supe leer la mirada de su ojo único, o quizá es que no había nada que leer en ella. Cuando habló a continuación consiguió que su voz sonara natural.
– ¿De dónde has sacado ese nombre?
– Lo mencionó tu padre. Dijo que antes de que te marchases de Urbana tú y él hablasteis por teléfono, y que por eso te marchaste.
– ¿No te dijo nada más?
– ¿Qué más debería haberme dicho?
– Nada.
En aquel momento anunciaron por megafonía la llegada inminente del tren de Atocha.
– Tommy era un compañero -dijo Rodney-. Llegó a Quang Nai cuando yo ya era un veterano, y nos hicimos muy amigos. Nos marchamos de allí casi al mismo tiempo, y desde entonces no he vuelto a verle… -Hizo una pausa-. Pero ¿sabes una cosa?
– ¿Qué cosa?
– Cuando te conocí me recordaste a él. No sé por qué. -Con una levísima sonrisa en los labios Rodney aguardó mi reacción, que no llegó-. Bueno, en realidad sí lo sé. ¿Sabes? En la guerra están los que se hunden y los que se salvan. No hay más. Tommy era de los que se hunden, y tú también lo hubieras sido. Pero Tommy se salvó, no sé cómo pero se salvó. A veces pienso que más le hubiese valido no hacerlo… En fin, ése era Tommy Birban: un hundido que se hundió aún más por salvarse.
– Eso no contesta a mi pregunta. -¿Qué pregunta?
– ¿Por qué te marchaste después de hablar por teléfono con él?
– No me habías hecho esa pregunta.
– Te la hago ahora.
Sabiendo que el tiempo jugaba a su favor, Rodney se limitó a contestar con un gesto de impaciencia y una evasiva:
– Porque Tommy quería meterme en un lío.
– ¿Qué lío? ¿Estuvo Tommy en My Khe?
– No. Él llegó mucho más tarde.
– ¿Entonces?
– Entonces nada. Cosas de compañeros. Créeme: si te lo explicara no lo entenderías. Tommy era muy débil y seguía obsesionado con historias de la guerra… Rencores, enemistades, cosas así. Yo ya no quería saber nada de eso.
– ¿Y sólo por eso te marchaste?
– Sí. Creía ¿que estaba curado de todo aquello, pero no lo estaba. Ahora no lo hubiese hecho.
Comprendí que Rodney me estaba mintiendo; también comprendí o creí comprender que, contra lo que había pensado en el salón del hotel hacía sólo un rato, el horror de My Khe no lo explicaba todo.
– Bueno -dijo Rodney mientras el tren de Atocha se detenía ante nosotros-. Nos hemos pasado la noche hablando de tonterías. Te escribiré. -Me dio un abrazo, cogió las maletas y, antes de montarse en el tren, añadió-: Cuida mucho de Gabriel y de Paula. Y cuídate tú.
Asentí, pero no acerté a decir nada, porque sólo podía pensar en que era la primera vez en mi vida que abrazaba a un asesino.
Volví al hotel. Cuando llegué a la habitación estaba pegajoso de sudor, así que me duché, me cambié de ropa y me tumbé en la cama a descansar un rato antes de tomar el avión de regreso. Tenía la boca amarga y me dolía la cabeza y me zumbaban las sienes; no podía dejar de darle vueltas a mí encuentro con Rodney. Me arrepentía de haber ido a verle a Madrid; me arrepentía de saber la verdad y de haberme empeñado en averiguarla. Por supuesto, antes de la conversación de aquella noche yo imaginaba que Rodney había matado: había estado en una guerra y morir y matar es lo que se hace en las guerras; pero lo que no podía imaginar era que hubiese participado en una masacre, que hubiera asesinado a mujeres y niños. Saber que lo había hecho me llenaba de una aversión sin piedad ni resquicios; habérselo oído contar con la indiferencia con que se cuenta un anodino episodio doméstico incrementaba ese horror hasta el asco. Ahora el calvario de remordimientos en el que se había desangrado Rodney durante años me parecía un castigo benévolo, y me preguntaba si el hecho inverosímil de que hubiera sobrevivido a la culpa, lejos de constituir un mérito, no aumentaba el peso espantoso de su responsabilidad. Había desde luego explicaciones para lo que me había contado, pero ninguna de ellas igualaba el tamaño de la ignominia. Por otra parte, no entendía que, habiéndome revelado sin ambages lo ocurrido en My Khe, Rodney hubiera evitado en cambio explicarme quién era y qué representaba Tommy Birban, a menos que con sus evasivas hubiera querido ocultarme un horror superior al de My Khe, un horror tan injustificable e inenarrable que, a sus ojos y por contraste, convirtiera al de My Khe en un horror narrable y justificable. Pero ¿qué inimaginable horror de horrores podía ser ése? Un horror en cualquier caso suficiente para pulverizar catorce años atrás el equilibrio mental de Rodney y obligarle a abandonar su casa y su trabajo y a reanudar su vida de fugitivo en cuanto Tommy Birban había reaparecido. Claro que también era posible que Rodney no me hubiera contado toda la verdad de My Khe y que Tommy Birban ya hubiera llegado a Vietnam cuando ocurrió y estuviera de algún modo vinculado a la matanza. ¿Y qué había querido decir con eso de que Tommy Birban era débil y de que no hubiera debido salvarse y de que se parecía a mí? ¿Significaba eso que había protegido a Tommy Birban o le estaba protegiendo como me había protegido a mí? Pero ¿de qué había protegido a Tommy Birban, si es que le había protegido? ¿Y de qué me había protegido a mí?
A las doce, cuando el conserje me despertó para comunicarme que debía abandonar la habitación, me costó unos segundos aceptar que estaba en un hotel de Madrid y que mi encuentro con Rodney no había sido un sueño o más bien una pesadilla. Dos horas después tomaba un avión de vuelta a Barcelona, decidido a olvidar para siempre a mi amigo de Urbana.
No lo conseguí. O mejor dicho: fue Rodney quien impidió que lo consiguiera. En las semanas siguientes recibí varias cartas suyas; al principio no las contesté, pero mi silencio no le arredró y continuó escribiendo, y al poco tiempo me rendí a la testarudez de Rodney y a la incómoda evidencia de que nuestro encuentro en Madrid había sellado entre los dos una intimidad que yo no deseaba. Sus cartas de aquellos días trataban de asuntos diversos: de su trabajo, de sus conocidos, de sus lecturas, de Dan y de Jenny, sobre todo de Dan y de Jenny. Supe así que la mujer con la que Rodney tenía un hijo era casi de mi edad, quince años más joven que él, que había nacido en Middlebury, un pueblecito cercano a Burlington, y que trabajaba de cajera en un supermercado; en vanas cartas me la describió con detalle, pero curiosamente las descripciones discrepaban, como si Rodney tuviese un conocimiento demasiado profundo de ella para poder capturarla con unas cuantas palabras improvisadas. Otro detalle curioso (o que ahora me parece curioso): al menos en dos o tres ocasiones Rodney trató de disuadirme de nuevo, como ya lo había hecho en Madrid, de mi proyecto de contar su historia; tanta insistencia me extrañó, entre otras cosas porque la juzgaba superflua, y creo que en algún momento acabó infundiéndome la sospecha efímera de que en el fondo mi amigo siempre había querido que yo escribiese un libro sobre él, y de que la conversación que habíamos tenido en Madrid, como todas las que habíamos tenido en Urbana, contenía en cifra una suerte de manual de instrucciones sobre cómo escribirlo, o al menos sobre cómo no escribirlo, igual que si Rodney hubiera estado adiestrándome, de forma subrepticia y desde que nos conocimos, para que algún día contara su historia. A principios de agosto Rodney me anunció que acababan de concederle la plaza de profesor que había estado esperando y que se disponía a mudarse con Dan y con Jenny a la vieja casa familiar de Rantoul. En las semanas siguientes Rodney casi dejó de escribirme y, para cuando a mediados de septiembre su correspondencia empezó a recobrar el ritmo anterior, mi vida había experimentado un cambio cuyo alcance real ni siquiera podía sospechar por entonces.
Fue un cambio imprevisible, aunque puede que en cierto modo Rodney lo hubiera previsto. Ya he dicho que antes del paréntesis del verano la acogida dispensada a mi novela sobre la guerra civil, convertida inesperadamente en un notable éxito de crítica y en un pequeño éxito de ventas, había rebasado mis expectativas más halagüeñas; sin embargo, entre finales de agosto y principios de septiembre, cuando se inicia la nueva temporada literaria y los libros de la anterior quedan confinados al olvido de los últimos estantes de las librerías, sobrevino la sorpresa: como si durante el verano los periodistas se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a convocarme para hablar de ella periódicos, revistas, radios y televisiones; como si durante el verano los lectores se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a llegarme noticias alborozadas de mi editorial según las cuales las ventas del libro se habían disparado. Omito los pormenores de la historia, porque son públicos y más de uno los recordará todavía; no omito que en este caso la imagen de la bola de nieve es, pese a ser un cliché (o precisamente por serlo), una imagen exacta: en menos de un año se hicieron quince ediciones del libro, se vendieron más de trescientos mil ejemplares, estaba en vías de traducción a veinte lenguas y había una adaptación cinematográfica en curso. Aquello era un triunfo sin paliativos, que nadie en mis condiciones se hubiese atrevido a imaginar ni en sus delirios más desatinados, y el resultado fue que de un día para otro pasé de ser un insolvente escritor desconocido, que llevaba una vida apartada y provinciana, a ser famoso, tener más dinero del que sabía gastar y verme envuelto en un frenético torbellino de viajes, entregas de premios, presentaciones, entrevistas, coloquios, ferias del libro y fiestas literarias que me arrastró de un lado para otro por todos los confines del país y por todas las capitales del continente. Incrédulo y exultante, al principio ni siquiera supe advertir que giraba sin control en el vórtice de un ciclón demente. Yo intuía que aquélla era una vida perfectamente irreal, una farsa de dimensiones descomunales parecida a una enorme telaraña que yo mismo segregaba y tejía, y en la que me hallaba atrapado, pero, aunque todo fuera un engaño y yo un impostor, estaba deseoso de correr todos los riesgos con la única condición de que nadie me arrebatara el placer de disfrutar a fondo de aquella patraña. Los profesionales del fariseísmo afirman que no escriben para ser leídos más que por la selecta minoría que puede apreciar sus escritos selectos, pero la verdad es que todo escritor, por ambicioso o hermético que sea, anhela en secreto tener innumerables lectores, y que hasta el poeta maldito más inexpugnable, encanallado y valiente sueña con que los jóvenes reciten sus versos por las calles. Pero en el fondo aquel huracán sin gobierno no guardaba ninguna relación con la literatura ni con los lectores, sino con el éxito y la fama. Sabemos que los sabios aconsejan desde siempre acoger con el mismo ademán indiferente el éxito y el fracaso, no ufanarse con la victoria ni envilecerse llorando en la derrota, pero también sabemos que incluso ellos (sobre todo ellos) lloraron y se envilecieron y ufanaron, incapaces de respetar ese ideal magnífico de impasibilidad, y que por eso aconsejaron aspirar a él, porque sabían mejor que nadie que no hay nada más venenoso que ei éxito ní más letal que la fama.