Aquella noche tardé mucho tiempo en dormirme, y al día siguiente me desperté muy temprano. Cuando Dan y Jenny se levantaron ya casi tenía listo el desayuno. Mientras desayunábamos, un poco precipitadamente porque era lunes y Dan tenía que ir al colegio y Jenny al trabajo, esquivé un par de veces la mirada de Jenny, y al terminar me ofrecí a llevarlos en coche. El colegio de Dan era, según comentó Jenny cuando aparcamos frente a él, el mismo en el que había trabajado Rodney: un edificio de ladrillo visto, de tres plantas, con un gran portón de hierro por el que se entraba al patio, rodeado de una verja metálica. Frente a la entrada ya se había congregado un grupo de padres e hijos. Nos sumamos al grupo y, cuando por fin se abrió el portón, Dan dio un beso a su madre; luego se volvió hacia mí y, escrutándome con los grandes ojos marrones de Rodney, me preguntó si iba a volver. Le dije que sí. Me preguntó que cuándo. Le dije que pronto. Me preguntó si le estaba mintiendo. Le dije que no. Asintió. Entonces, porque creí que iba a darme un beso, inicié el gesto de agacharme, pero me frenó alargándome la mano; se la estreché. Luego le vimos perderse con su mochila de párvulo por el patio de cemento, entre el guirigay de sus compañeros.
Mientras regresábamos al coche Jenny me propuso tomar un último café: aún tenía un rato antes de empezar a trabajar, dijo. Fuimos a Casey's General Store y nos sentamos junto a un ventanal que daba a los surtidores de gasolina y, más allá, al cruce de entrada a la ciudad; por los altavoces sonaba en sordina una melodía country. Reconocí a la camarera que nos atendió: era la misma que el domingo me había indicado de cualquier manera el camino hasta la casa de Rodney. Jenny cruzó unas palabras con ella y luego le pedimos dos cafés.
– Cuando Rodney volvió de España me dijo que querías escribir un libro sobre él -dijo Jenny en cuanto la camarera se hubo marchado-. ¿Es verdad?
Yo me había preparado para que Jenny me preguntara por el reportaje, pero no por lo que me preguntó. La miré: sus ojos grises habían adquirido una irisación violácea y revelaban una curiosidad que iba más allá de mi respuesta, o eso me pareció. Mi respuesta fue:
– Sí.
– ¿Lo has escrito?
Dije que no.
– ¿Por qué?
– No lo sé -dije, y recordé la conversación que sobre el mismo asunto habíamos mantenido Rodney y yo en Madrid-, Lo intenté varias veces, pero no pude.
O no supe. Creo que sentía que su historia no estaba acabada, o que no la entendía del todo.
– ¿Y ahora? -preguntó Jenny.
– ¿Ahora qué?
– ¿Ahora está acabada? -volvió a preguntar-. ¿Ahora la entiendes?
Como en una súbita iluminación, en aquel momento me pareció comprender el comportamiento de Jenny desde mi llegada a Rantoul. Creí comprender por qué me había contado los últimos días de Rodney, por qué había querido mostrarme su tumba, por qué había querido que aquella noche me quedara a dormir en su casa, por qué había querido que viese el reportaje sobre la Tiger Forcé: igual que si las palabras tuvieran el poder de dotar de sentido o de una ilusión de sentido a lo que carece de él, Jenny quería que yo contara la historia de Rodney. Pensé en Rodney, pensé en el padre de Rodney, pensé en Tommy Birban, pero sobre todo pensé en Gabriel y en Paula, y por vez primera intuí que todas aquellas historias eran en realidad la misma historia, y que sólo yo podía contarla.
– No sé si está acabada -contesté-. Tampoco sé si la entiendo, o si la entiendo del todo. -Volví a pensar en Rodney y dije-: Claro que a lo mejor no hace falta entender del todo una historia para poder contarla.
La camarera nos sirvió los cafés. Cuando se hubo marchado, Jenny preguntó removiendo el suyo:
– ¿Qué es lo que no entiendes? ¿Por qué lo hizo?
No contesté enseguida: probé el café y encendí un cigarrillo mientras con un escalofrío recordaba el reportaje.
– No -dije-. En realidad creo que eso es lo único que entiendo. -Igual que si pensara en voz alta añadí-: Si acaso lo que no entiendo es por qué no lo hice yo.
La taza de Jenny quedó en el aire, a medio camino entre la mesa y sus labios, mientras ella me miraba de forma dubitativa, como si mi observación fuera obviamente absurda o como si acabara de concebir la sospecha de que yo estaba loco. Luego desvió los ojos hacía el ventanal (el sol le dio de lleno en la cara, incendiando el pendiente dorado que quedaba a mi vista) y pareció reflexionar hasta que volvió a mirarme con una media sonrisa y la taza concluyó su viaje interrumpido, mojó sus labios y acabó posándose en la mesa.
– Bueno, ayer intenté explicártelo: tú no has matado a nadie. -«Me ha mentido», pensé en un segundo, en una fracción de segundo. «Ha visto el reportaje.» En cuanto volvió a hablar descarté esa idea-. Ni siquiera accidentalmente -dijo, y luego añadió-: Además, después de todo eres escritor, ¿no?
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Todo.
– ¿Todo?
– Claro} ¿no lo entiendes?
No dije nada y nos quedamos mirándonos un momento, hasta que Jenny aspiró hondo, espiró mientras desviaba otra vez la vista hacia el ventanal y quedaba un momento absorta contemplando al hombre que en aquel momento llenaba el depósito de su camioneta en la gasolinera, y cuando se volvió de nuevo hacia mí me inundó una especie de alegría, como si hubiera entendido de veras a Jenny y entenderla me permitiera también entender todo lo que hasta entonces no había entendido. Acabé de tomarme el café; Jenny hizo lo mismo.
– Se está haciendo tarde -dijo-. ¿Nos vamos?
Pagamos y salimos. Jenny me acompañó hasta el coche, y al llegar a él le pregunté si quería que la llevara a su trabajo.
– No hace falta -dijo-. Está muy cerca. -Sacó una libreta de su bolso, garabateó algo en una hoja, la arrancó y me la entregó-. Mi correo electrónico. Si te decides a escribir el libro, mantenme informada. Y otra cosa: no le hagas caso a Dan.
– ¿A qué te refieres?
– A lo que te ha dicho a la puerta del colegio -aclaró.
– Ah -dije.
Hizo una mueca de contrariedad o de disculpa.
– Supongo que está buscando un padre -aventuró.
– No te preocupes. -Aventuré-: Supongo que yo estoy buscando un hijo.
Jenny asintió, sonriendo apenas; pensé que iba a decir algo, pero no dijo nada. Se metió una mano en el bolsillo del pantalón, en un gesto que me pareció tímido o embarazado, como si no acabara de decidir cómo debíamos despedirnos, y luego me la alargó; cuando se la estreché, noté algo frío y metálico en ella: era el Zippo de Rodney. Jenny no me dejó reaccionar.
– Adiós -dijo.
Y se dio la vuelta y empezó a alejarse. Tras un momento de indecisión me guardé el Zippo, monté en el coche, arranqué y, aguardando a incorporarme a la avenida que salía de Rantoul, miré a la izquierda y la vi todavía a lo lejos, caminando por la acera en sombra, sola y resuelta y frágil y sin embargo animada por algo como una inflexible determinación de orgullo, empequeñeciéndose a medida que se adentraba en la ciudad, y no sé por qué pensé en un pájaro, un colibrí o una garza o más bien una golondrina, pensé en e¡ vuelo nervioso y sin miedo de una golondrina y luego pensé en el póster de John Wayne que pendía de una pared del Bud's Bar y que tantas veces habría visto Rodney y sin duda Jenny también, absurdamente pensé en esas dos cosas mientras seguía mirándola y esperando que en algún momento notase mí mirada y se diese la vuelta y ella también me mirase a mí, como si ese gesto último pudiera ser también una señal inconfundible de asentimiento. Pero Jenny no se dio la vuelta, no me miró, así que me incorporé a la avenida y salí de Rantoul.
Cuando aquella mañana llegué a Urbana yo ya había elaborado un plan bastante preciso de lo que iba a hacer en los próximos meses, o más bien en los próximos años; como es lógico, ese plan contemplaba el riesgo de que la realidad acabara por desvirtuarlo, pero no hasta volverlo irreconocible. Eso, para bien o para mal -nunca sabré si más para bien que para mal-, es lo que sin embargo ha ocurrido.
Regresé a España después de cumplir con impaciencia con los compromisos que tenía pendientes en Urbana y en Los Ángeles, y lo primero que hice al aterrizar en Barcelona fue ponerme a buscar un nuevo piso, porque apenas entré en el apartamento de Sagrada Familia comprendí que aquello era un muladar sin redención. Lo encontré enseguida -un apartamento pequeño y con mucha luz situado en la calle Florida-blanca, no lejos de la piaza de España- y en cuanto acabé de instalarme en él me puse a escribir este libro. Desde entonces apenas he hecho otra cosa. Desde entonces -y va ya para seis meses- siento que llevo una vida que no es de verdad, sino falsa, una vida clandestina y escondida y apócrifa pero más verdadera que si fuera de verdad. El cambio de piso me permitió borrar con facilidad mis huellas, de manera que hasta hace poco nadie sabía dónde vivo. No veía a nadie, no hablaba con nadie, no leía periódicos, no veía la televisión, no oía la radio. Estaba más vivo que nunca, pero era como si estuviera muerto y la escritura fuese el único modo de evocar la vida, el cordón último que me unía a ella. La escritura y, hasta hace poco, Jenny. Porque a mi vuelta de Urbana, Jenny y yo empezamos a escribirnos casi a diario. Al principio nuestros correos electrónicos trataban en exclusiva del libro sobre Rodney que yo estaba escribiendo: le hacía preguntas, le pedía detalles y aclaraciones, y ella me contestaba con diligencia y aplicación; luego, poco a poco y de forma casi insensible, los correos empezaron a tratar de otras cosas -de Dan, de Rantoul, de su vida y la de Dan en Rantoul, de mí y de mí vida invisible en Barcelona, alguna vez de Paula y de Gabriel- y al cabo de algunas semanas yo ya había comprobado con satisfacción que aquella forma de comunicarnos toleraba o propiciaba una mayor intimidad que cualquier otra. Fue así como empezó un largo, lento, complejo, sinuoso y delicado proceso de seducción. Quizá la palabra no sea exacta: quizá la palabra exacta sea persuasión. O tal vez demostración. No sé qué palabra elegiría Jenny. No importa; lo que importa no son las palabras: son los hechos. Y el hecho es que, mientras me empleaba tan a fondo en ese proceso como en el libro que estaba escribiendo, yo no dejaba de imaginar mi vida cuando ambos hubiesen concluido y yo viviese con Dan y con Jenny en Rantoul. Imaginaba una vida plácida y provinciana como la que alguna vez temí y luego tuve y más tarde destruí, una vida también apócrifa y verdadera en medio de ninguna parte. Me imaginaba levantándome cada día muy temprano, desayunando con Dan y con Jenny y llevándolos luego al colegio y al trabajo y luego encerrándome a escribir hasta que llegaba la hora de ir a buscarlos, primero a Dan y después a Jenny, los iba a buscar y volvíamos a casa y preparábamos la cena y cenábamos y después de cenar jugábamos o leíamos o veíamos la televisión o charlábamos hasta que el sueño nos iba derrotando uno a uno sin que ninguno de los tres quisiera admitir, ni siquiera ante sí mismo, que aquella rutina cotidiana era en realidad una suerte de sortilegio, un pase de magia con el que queríamos volver reversible el pasado y resucitar a los muertos. Otras veces me imaginaba tumbado en una hamaca, en el jardín trasero, junto al cobertizo en el que en un tiempo tan remoto que ya no parecería real se colgó Rodney, en una tarde de sábado o de domingo de finales de primavera o principios del verano ardiente de Rantoul, con Dan y sus amigos gritando y jugando a mi alrededor mientras yo leía azarosamente a Hemmgway y a Thoreau y a Emerson, alguna vez incluso a Mercé Rodoreda, mientras escuchaba a Bob Dylan y compartía sorbitos de whisky y caladas de marihuana con Jenny, que iría y vendría entre la casa y el jardín: desde allí la muerte de Gabriel y de Paula quedaría…muy lejos, Vietnam quedaría muy lejos, el éxito y la fama quedarían tan lejos como las nubes minúsculas que de vez en cuando cegarían el sol, y entonces me vería a mí mismo como el hippy que hace más de treinta años debió de ser Rodney y nunca quiso dejar de ser. Me vería así, me imaginaba así, feliz y un poco ebrio, convertido de algún modo en Rodney o en el instrumento de Rodney, mirando a Dan como si en realidad estuviera mirando a Gabriel, mirando a Jenny como si en realidad estuviera mirando a Paula. Y mientras en estos meses de Barcelona imaginaba mi vida futura y feliz en Rantoul y continuaba la larga y lenta y sinuosa seducción o persuasión de Jenny en la intimidad del correo electrónico, ní un solo día dejé de sentarme a este escritorio y de dedicarme de lleno a cumplir el encargo tanto tiempo postergado de escribir esta historia que tal vez Rodney me adiestró desde siempre para que contara, esta historia que no entiendo ni entenderé nunca y que sin embargo, según imaginé a medida que la escribía, estaba obligado a contar porque sólo puede entenderse si la cuenta alguien que, como yo, nunca acabará de entenderla, y sobre todo porque es también mi historia y también la de Gabriel y la de Paula. Así que durante mucho tiempo escribí y seduje y persuadí y demostré e imaginé, hasta que un día, cuando sentí que el proceso de seducción estaba maduro y que, aunque aún ignoraba cuál era el final exacto de este libro, ya estaba sin duda avistándolo, decidí exponerle abiertamente mis planes a Jenny. Lo hice sin temor y sin rodeos, igual que si estuviera recordándole un compromiso contraído por los dos tiempo atrás como quien acepta una fatalidad dichosa, porque a aquellas alturas, después de meses de escribirla casi a diario y de insinuarle de forma cada vez menos críptica mis intenciones, yo estaba seguro de que mis palabras no podían sorprenderla, y también de que ella iba a acogerlas con alegría.