Antes he dicho que sólo bien avanzado el otoño comprendí que el interés de Rodney por la política no era meramente anecdótico, sino muy serio, aunque también un tanto disparatado o al menos -por decirlo de una forma convencional- poco convencional. En realidad no empecé a intuirlo hasta un domingo de principios de octubre en que un compañero del departamento llamado Rodrigo Ginés me invitó a comer a su casa, junto con otros compañeros del departamento, para hablar del número de Línea Plural que debía aparecer el siguiente semestre. Ginés, que había llegado a Urbana al mismo tiempo que yo y que acabaría siendo allí uno de mis mejores amigos, era chileno, era escritor, era violonchelista; también era profesor ayudante de español. Muchos años atrás había sido profesor en la Universidad Austral de Chile, pero a la caída de Salvador Allende la dictadura lo había expulsado y obligado a ganarse la vida con otros empleos, entre ellos el de violonchelista de la Orquesta Sinfónica Nacional. Tenía poco más o menos la misma edad de Rodney, mujer y dos hijos en Santiago y un aire melancólico de indio huérfano, con bigote y perilla, que no traicionaban su humor negro, su sociabilidad compulsiva ni su afición al vino y a la buena mesa. Aquel domingo acudieron a su casa, además de Felipe Vieri y Frank Solaún, los dos directores de la revista e incondicionales de Almodóvar, varios ayudantes del departamento, entre ellos Laura Burns y una austríaca llamada Gudrun con quien por entonces estaba saliendo nuestro anfitrión. Comimos un pollo con mole que cocinó Ginés, y durante la sobremesa discutimos largamente sobre el contenido de la revista. Hablamos de poemas, de relatos, de artículos, de la necesidad de contar con nuevos colaboradores, y cuando estábamos discutiendo este último punto yo saqué a colación el nombre de Rodney, con la sugerencia de que le pidiéramos algo para el próximo número; ya iba a cantar las excelencias intelectuales de mi amigo cuando noté que el resto de los comensales me miraba como si estuviera anunciándoles el inminente aterrizaje en Urbana de una nave espacial tripulada por enanitos con antenas. Me callé; hubo un silencio incómodo. Fue entonces cuando, como si hubiera sorprendido en sus manos el instrumento indicado para asegurar el éxito de la reunión, Ginés intervino para contar la historia. No puedo asegurar que sea cierta en todos sus detalles; a continuación me limito a contarla tal como él la contó. Al parecer, el martes de aquella misma semana, mientras más temprano que de costumbre se dirigía hacia su primera clase del día, mi amigo chileno había visto un Buick polvoriento deteniéndose a la brava en medio de Lincoln Avenue, al lado de un poste de la luz, justo en el cruce de Green Street. Ginés pensó que el coche se había averiado y siguió caminando hacia el cruce, pero admitió su error cuando a medida que se acercaba vio que el conductor se bajaba y que, en vez de ponerse a revisar el motor o a examinar el estado de los neumáticos, abría la puerta trasera, sacaba un cubo con una brocha y un cartel y pegaba el cartel en el poste de la luz. El conductor lucía un parche en el ojo derecho, y enseguida reconoció en él a Rodney. Según contó Ginés, hasta aquel día no había cruzado una sola palabra con él, y quizá por eso se quedó a unos metros del coche, viendo cómo Rodney acababa de pegar el cartel, confuso e intrigado, sin saber si llegarse hasta él o si echar a andar por Green y alejarse como si no hubiera visto nada, y aún estaba dudando cuando Rodney acabó de alisar el cartel sobre el poste, se dio la vuelta y le vio. Entonces a Ginés no le quedó más remedio que acercarse. Se acercó y, aunque sabía que Rodney no tenía ningún problema, le preguntó si tenía algún problema. Rodney le miró con su ojo destapado, sonrió de una forma esquinada y le aseguró que no; luego señaló el cartel recién pegado al poste. Como casi no entendía el inglés, Ginés no entendió nada de lo que había escrito allí, pero Rodney le informó de que el cartel convocaba a un paro general contra la General Electric en nombre del Partido Trotskista o de una facción del Partido Trotskista, Ginés no recordaba bien.
– Contra la General Electric -repitió Ginés, interrumpiendo su relato-. ¡Chucha! ¡Yo ni siquiera sabía que en este país todavía quedaba un Partido Trotskista!
Ginés explicó que en aquel momento se quedó mirando a Rodney sin saber qué decir y que Rodney se quedó mirándole a él sin saber qué decir. Transcurrieron unos segundos eternos, durante los cuales, según dijo, tuvo sucesivamente ganas de reír y ganas de llorar, y luego, mientras el silencio se dilataba y él esperaba que Rodney dijera alguna cosa o que a él se le ocurriera alguna cosa que decir, increíblemente pasó por su cabeza la cara del general Pinochet, inmóvil y con la mirada invisible tras sus perpetuas gafas de sol, sentado en un palco del Teatro de la Escuela Militar de Santiago, mientras él y sus compañeros de la Orquesta Sinfónica tocaban el Adagio y allegro de Saint Saéns o el Rondó caprichoso de Dvorak, cualquiera de las dos piezas pero ninguna otra, y casi sin proponérselo trató de imaginar qué es lo que en una situación como aquélla hubiera pensado o le hubiera dicho a Rodney el general Pinochet, pensó en el presupuesto del Estado chileno que administraba Pinochet y pensó también, con una satisfacción que aún no conseguía entender del todo, que, comparado con el presidente de la General Electric, Pinochet era igual que el capataz de una fábrica de uralita cuyos obreros no superaran en número a los afiliados que en todo el territorio de la Unión tenía el Partido Trotskista (o la facción del Partido Trotskista) a la que pertenecía o apoyaba Rodney. Finalmente fue éste quien rompió el hechizo. «Bueno», dijo. «Yo ya he acabado. ¿Quieres que te lleve a la facultad?»
– Eso fue todo -concluyó Ginés con su tonito chileno, apurando un vaso de vino y abriendo de par en par los ojos y los brazos en un ademán de perplejidad-. Me llevó a la facultad y allí nos despedimos. Pero me pasé todo el día con una sensación extrañísima en el cuerpo, como si aquella mañana me hubiera colado por error en la representación de una obra dada en la que había acabado haciendo sin querer el papel de protagonista.
Conociendo a Ginés como con el tiempo llegué a conocerle, estoy seguro de que no refirió esta anécdota con el propósito de impedir que Rodney colaborara en la revista, pero el hecho es que ni en aquélla ni en ninguna otra de las reuniones de Línea Plural volvió a mencionarse el nombre de Rodney. Por lo demás, añadiré que en compañía de Rodney a mí también me acosó más de una vez la sospecha de estar representando por error un drama o una broma (a veces una broma desasosegante o incluso siniestra) que no pertenecía a ningún género o estética conocidos y que no significaba nada, pero que me atañía de forma tan íntima como si alguien la hubiese escrito ex profeso para mí. Otras veces la impresión era la contraria: la de que no era yo sino Rodney quien interpretaba una obra cuyo significado verdadero -que en ocasiones prometía revelar zonas de la personalidad de mi amigo impermeables al escrutinio casi involuntario al que le sometía en nuestras conversaciones en Treno's- acariciaba y estaba a punto de apresar y al final se me escapaba de las manos como un agua, igual que si la fachada transparente de Rodney no ocultase más que un fondo también transparente. No puedo omitir aquí un episodio ocurrido poco después de que empezáramos a ser amigos, porque a la luz de determinados hechos de los que tuve conocimiento mucho más tarde adquiere una resonancia ambigua pero elocuente.