Algunos viernes por la tarde yo iba a nadar a una piscina cubierta perteneciente a la universidad que se hallaba a unos veinte minutos de mi casa. Nadaba una hora u hora y media, a veces incluso dos, me metía un rato en la sauna, me duchaba y volvía a casa exhausto y feliz y con la sensación de haber eliminado toda la materia superflua acumulada durante la semana. Uno de esos viernes, justo al salir de la piscina, me encontré a Rodney. Estaba al otro lado de la calle, sentado en un banco de piedra, frente a una gran extensión de césped sin árboles de la que sólo le separaba una verja de alambre trenzado, con los brazos cruzados y el parche en el ojo y las piernas también cruzadas, como si estuviera apurando ociosamente el último sol del atardecer. Verlo allí me extrañó y me alegró: me extrañó porque yo sabía que Rodney no tenía clases los viernes por la tarde y además creía saber que mi amigo no permanecía en Urbana más que el tiempo estrictamente indispensable y, salvo los dos días de nuestra tertulia de Treno's, regresaba a Rantoul en cuanto terminaba con sus obligaciones académicas; me alegró porque nada apetece tanto después de hacer ejercicio como beber una cerveza y fumar un cigarrillo y conversar un rato. Pero, al seguir acercándome a Rodney y rebasar el extremo de un seto que vedaba la visión completa del césped, advertí que mi amigo no estaba tomando el sol, sino contemplando a un grupo de niños que jugaba frente a él. Eran cuatro y tenían ocho o nueve años, tal vez diez, vestían vaqueros y camisetas y gorras y jugaban a lanzarse y recoger un disco de plástico que iba y venía entre ellos planeando y girando sobre sí mismo como un platillo volante; imaginé que sus padres no andarían lejos, pero desde donde me hallaba, en la acera de enfrente, no podía distinguirlos. Y entonces, cuando ya iba a cruzar la calle para saludar a Rodney, me detuve. No sé con seguridad por qué lo hice, pero yo creo que fue porque noté algo raro en mi amigo, algo que me pareció disuasorio o quizá amenazante, una rigidez como congelada en su postura, una tensión dolorosa, casi insoportable, en el modo en que estaba sentado y miraba jugar a los niños. Yo me encontraba a unos veinte o treinta metros de él, de modo que no le veía con claridad la cara, o sólo se la veía de perfil. Inmóvil, recuerdo que pensé: tiene tantas ganas de reír que no puede reír. Luego pensé: no, está llorando y seguirá llorando y no va a dejar de llorar, si es que alguna vez deja de llorar, hasta que los niños se marchen. Luego pensé: no, tiene tantas ganas de llorar que no puede llorar. Luego pensé: no, tiene miedo, un miedo afilado como una hoja de afeitar, un miedo que corta y sangra y hiede y que yo no puedo entender. Luego pensé: no, está loco, completamente loco, tan loco que es capaz de engañarnos y fingir que está cuerdo. Aún estaba pensando lo anterior cuando uno de los niños lanzó con demasiada fuerza el disco, que sobrevoló la valla y fue a posarse con suavidad a unos metros de Rodney. MÍ amigo no se movió, como si no hubiera reparado en el disco (lo que por supuesto era imposible), el niño se acercó a la valla, lo señaló y le dijo algo a Rodney, quien finalmente se levantó del banco, recogió el disco y, en vez de devolvérselo a sus propietarios, volvió a la valla y se puso en cuclillas para estar a la altura del niño, quien después de alguna vacilación se acercó a él. Ahora los dos estaban frente a frente, mirándose a través de los rombos de alambre de la valla; o mejor dicho: Rodney miraba al niño y el niño miraba alternativamente a Rodney y al suelo. Durante uno o dos minutos, en el curso de los cuales los otros niños permanecieron a distancia, pendientes de su compañero pero sin decidirse a acercarse a él, Rodney y el niño hablaron; o mejor dicho: fue sólo Rodney quien habló. El niño hacía otras cosas: asentía, sonreía, negaba con la cabeza, volvía a asentir; en un determinado momento, después de mirar a los ojos a Rodney, la actitud del niño cambió: pareció incrédulo o asustado o incluso (por un instante fugaz) presa del pánico, pareció querer alejarse de la valla, pero Rodney lo retuvo aterrándole de la muñeca y díciéndole algo que sin duda aspiraba a ser tranquilizador; entonces el niño inició un forcejeo y tuve la impresión de que estaba a punto de gritar o de echarse a llorar, Rodney no lo soltó, siguió hablándole de una forma confidencial y casi perentoria, vehemente, y entonces, en un segundo, yo también tuve miedo, pensé que podía ocurrir algo, no sabía exactamente qué, me pregunté si debía intervenir, dar un grito y pedirle a Rodney que soltara al niño y lo dejase marchar. Al segundo siguiente me tranquilicé: de repente el niño pareció calmarse, volvió a asentir, volvió a sonreír, primero tímidamente y después de forma abierta, momento en el cual Rodney le soltó y el niño dijo vanas palabras seguidas, que no entendí aunque podía ver su boca e intenté leerle los labios. Acto seguido Rodney se incorporó sin prisa y lanzó por encima de la valla el disco, que planeó y fue a caer lejos de donde aguardaban los amigos del niño, quien para mi sorpresa no regresó de inmediato con ellos, sino que permaneció todavía un rato frente a la valla, indeciso, hablando tranquilamente con Rodney, y sólo se apartó de allí después de que sus amigos le gritaran varias veces que debían marcharse. Rodney vio cómo los niños se alejaban por el césped, corriendo, y, en vez de darse la vuelta y marcharse él también, volvió a sentarse en el banco, volvió a cruzar las piernas, volvió a cruzar los brazos y a quedarse inmóvil allí, frente al poniente, y yo no me atreví a acercarme a él y fingir que no había visto nada y proponerle una cerveza y un poco de conversación, y no sólo porque no hubiese entendido la escena y me hubiese incomodado o perturbado, sino también porque de pronto tuve la seguridad de que en aquel momento mi amigo deseaba ante todo estar a solas, de que no iba a moverse de aquel banco en mucho tiempo, de que iba a dejar que la luz huyera y cayera la noche y llegara el amanecer sin hacer nada salvo tal vez llorar o reírse en silencio, nada que no fuera mirar aquella extensión de césped como un enorme hangar vacío del que poco a poco se adueñaba la oscuridad y en el que probablemente él veía danzar (pero esto no lo supe o lo imaginé sino mucho más tarde) unas sombras indescifrables que sólo para él tenían algún sentido, aunque fuera un sentido espantoso.
Así era Rodney. O al menos así era Rodney en Urbana hace diecisiete años, durante los meses en que fui su amigo. Así y de otras formas mucho más irritantes, más desconcertantes también. O al menos mucho más desconcertantes e irritantes para mí. Recuerdo por ejemplo el día en que le dije que quería ser escritor. Como a los amigos de Línea Plural, en cuyas páginas no publiqué más que reseñas y artículos, yo no se lo había confesado antes a Rodney por cobardía o por pudor (o por una mezcla de ambas cosas), pero para aquella tarde de finales de noviembre ya llevaba mes y medio invirtiendo todo el tiempo que me dejaban libre mis clases en la escritura de una novela, que por otra parte nunca acabé, así que debía de sentirme menos inseguro que de costumbre, y en algún momento le dije que estaba escribiendo una novela. Se lo dije ilusionado, como si le estuviera revelando un gran secreto, pero, contra lo que esperaba, Rodney no reaccionó alegrándose o interesándose por la noticia; al contrario: por un instante su expresión pareció ensombrecerse y, con aire de aburrimiento o de decepción, volvió la vista hacia el ventanal de Treno's, a esa hora manchado de luces nocturnas; segundos después recobró su aire de costumbre, alegre y adormilado, y me miró con curiosidad, pero no dijo nada. Este silencio me avergonzó, me hizo sentir ridículo; enseguida la vergüenza se trocó en rencor. Para salir del paso debí de preguntarle si no le sorprendía lo que acababa de decir, porque Rodney contestó:
– No. ¿Por qué iba a sorprenderme?
– Porque no todo el mundo escribe novelas -dije.
Ahora Rodney sonrió.
– Es verdad -dijo-. Ni siquiera tú.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté.
– Que tú no escribes novelas, tú estás intentando escribirlas, lo que es muy distinto. Más vale que no te confundas. Además -añadió sin tratar de suavizar la aspereza del comentario anterior-, ninguna persona normal lee tantas novelas como tú si no es para acabar escribiéndolas.
– Tú no has escrito ninguna -objeté.
– Yo no soy una persona normal -contestó.
Quise preguntarle por qué no era una persona normal, pero no pude, porque Rodney cambió rápidamente de tema.
Esta conversación interrumpida me dejó un regusto tan ingrato que suspendí nuestros encuentros en Treno's con la excusa embustera de que estaba desbordado de trabajo, pero a la semana siguiente volvimos a hablar de la novela y nos reconciliamos, o más bien primero nos reconciliamos y luego volvimos a hablar de la novela. No fue en Treno's, ni tampoco en el despacho, sino después de una fiesta en casa del chino Wong. Ocurrió así. Un día, justo al terminar la clase de catalán, Wong pidió la palabra con cierta solemnidad para explicar que su trabajo de fin de semestre en la escuela dramática consistía en la puesta en escena de un drama en un acto y, con ceremoniosa humildad, nos aseguró que sería un honor para él que acudiéramos al ensayo general de la obra, que iba a tener lugar en su casa aquel viernes por la noche, y le dijéramos qué nos parecía. Por supuesto, yo no tenía la menor intención de acudir a la convocatoria, pero al volver de la piscina el viernes por la tarde, con un fin de semana inmenso y desierto de ocupaciones por delante, debí de pensar que cualquier excusa era buena para no trabajar y me fui a casa de Wong. Éste me recibió con grandes muestras de gratitud y sorpresa, y obsequiosamente me condujo a una buhardilla en uno de cuyos extremos se abría un espacio sólo ocupado por una mesa y dos sillas frente a las cuales, en el suelo, se hallaban ya sentados varios espectadores, entre ellos el americano patibulario de la clase de literatura catalana. Un poco avergonzado, como si me hubieran pillado en falta, lo saludé, luego me senté junto a él y estuvimos conversando hasta que Wong juzgó que ya no iban a llegar más invitados y ordenó dar comienzo a la representación. Lo que vimos fue una obra de Harold Pinter titulada Traición e interpretada por estudiantes de la escuela; no recuerdo su argumento, pero sí que en ella sólo aparecían cuatro personajes, que su cronología interna estaba invertida (empezaba por el final y acababa por el principio) y que transcurría a lo largo de varios años y en vanos escenarios distintos, incluida una habitación de hotel en Venecia. Ya estaba bien avanzada la obra cuando sonó el timbre de la casa. La representación no se interrumpió, Wong se levantó con sigilo, fue a abrir la puerta y enseguida volvió con Rodney, quien, agachándose mucho para no golpearse la cabeza con el techo inclinado, vino a sentarse junto a mí.