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– ¿Qué haces aquí? -le dije en un susurro.

– ¿Y tú? -contestó, guiñándome un ojo.

AI terminar la obra aplaudimos de forma efusiva y, después de salir al escenario para saludar al público en compañía de sus actores, con vanas reverencias preparadas para la ocasión, Wong anunció que en el piso de abajo nos aguardaba un refrigerio. Rodney y yo bajamos las escaleras de la buhardilla en compañía del americano patibulario, que elogiaba la puesta en escena de Wong y la comparaba con otra que había visto años atrás en Chicago. En el salón había una mesa cubierta con un mantel de papel y colmada de bocadillos, canapés y botellas de litro; en torno a ella se arremolinaban con avidez los invitados, que habían empezado a beber y a comer sin aguardar a que el anfitrión y los actores se reunieran con nosotros. Siguiendo su ejemplo me serví un vaso de cerveza; siguiendo mi ejemplo Rodney se sirvió un vaso de cocacola y empezó a comerse un bocadillo. Frugal o desganado, el americano patibulario conversaba, cigarro en mano, con una muchacha muy delgada, muy alta, cuyo aire de estudiante lumpen congeniaba a la perfección con el aire punk de mi compañero. Rodney aprovechó la ausencia de éste para hablar.

– ¿Qué te ha parecido? -preguntó.

– ¿La obra?

Asintió mientras masticaba. Yo me encogí de hombros.

– Bien -dije-. Bastante bien.

Rodney reclamó una explicación con la mirada.

– Bueno -reconocí-. La verdad es que no estoy muy seguro de haberlo entendido todo.

– En cambio yo estoy seguro de no haber entendido nada -dijo Rodney después de emitir un gruñido y de vaciarse la boca con un trago de cocacola-. Pero me temo que la culpa de eso no es de Wong, sino de Pin-ter. Ya no me acuerdo dónde leí cómo descubrió su método de escritura. Estaba el tipo con su mujer y le dijo: «Cariño, tengo escritas varias escenas bastante buenas, pero no tienen ninguna relación entre sí. ¿Qué hago?». Y la mujer le contestó: «No te preocupes: tú pégalas todas, que ya se encargarán los críticos de decir lo que significan». La cosa funcionó: la prueba es que no hay ni una sola línea de Pinter que los críticos no entiendan perfectamente.

Me reí, pero no hice ningún comentario al comentario de Rodney, porque en ese momento Wong y los actores aparecieron en el salón. Hubo un conato de aplausos, que no prosperó, y a continuación me acerqué a Wong para felicitarle. Estuvimos charlando un rato de la obra; luego me presentó uno a uno a los actores, y al final a su novio catalán, un estudiante de informática rubio, altanero y mofletudo que, pese a las muestras de afecto que Wong le prodigaba, me dio la impresión de que hacía lo posible por esconder ante mí la relación que los unía. Rodney no se acercó a nosotros; ni siquiera saludó a Wong; tampoco conversaba con nadie. Estaba recostado en el marco de la puerta de la cocina, inmóvil, con una media sonrisa en la boca y su bebida en la mano, igual que si estuviera asistiendo a otra representación. Seguí vigilándole a hurtadillas, evitando que nuestras miradas se cruzaran: allí estaba, solo y como invisible para todos en medio del bullicio de la fiesta. No parecía incómodo; al contrario: parecía estar disfrutando de veras con la música y las risas y las conversaciones que hervían en torno a él, parecía estar juntando coraje para romper su aislamiento autoimpuesto y sumarse a cualquiera de los corros que a cada rato se hacían y se deshacían, pero sobre todo (esto se me ocurrió mientras le miraba mirar a una pareja que improvisaba unos pasos de baile en un extremo despejado del salón) parecía un niño extraviado en una reunión de adultos o un adulto extraviado en una reunión de niños o un animal extraviado en una manada de animales de una especie distinta a la suya. Luego dejé de espiarle y me puse a charlar con una de las actrices, una chica rubia y pecosa y bastante guapa que me habló de la dificultad de interpretar a Pinter; yo le hablé de la dificultad de entender a Pinter, del método de composición de Pinter, de la mujer de Pinter, de los críticos de Pinter; la chica me miraba muy concentrada, incapaz de decidir si debía enfadarse, sentirse halagada o echarse a reír. Cuando volví a buscar a Rodney con la mirada no le encontré; lo busqué por todo el salón: nada. Entonces fui hasta Wong y le pregunté si lo había visto.

– Acaba de marcharse ahora mismo -contestó, señalando la puerta con un gesto ofendido-. Sin decirme nada de la obra. Sin despedirse. Decididamente, ese tipo está como una cabra, si es que no es un cabrón.

Me asomé a una ventana que daba a la calle y le vi. Estaba de pie en las escaleras del porche, alto, voluminoso, desamparado y vacilante, su perfil de ave rapaz recortándose apenas en la luz macilenta de las farolas mientras se subía las solapas del chaquetón de cuero y se ajustaba su gorro de piel y se quedaba muy quieto, mirando la oscuridad de la noche y los grandes copos de nieve que caían frente a él, cubriendo de un resplandor mate el jardín y la calzada. Por un segundo le recordé sentado en el banco y mirando a los niños que jugaban con el disco de plástico y pensé que estaba llorando, mejor dicho, tuve la seguridad de que estaba llorando, pero al segundo siguiente lo que pensé es que en realidad sólo estaba mirando la noche de forma muy rara, como si viera en ella cosas que yo no podía ver, como si estuviese mirando un insecto enorme o un espejo deformante, y después pensé que no, que en realidad miraba la noche como si caminara por un desfiladero junto a un abismo muy negro y no hubiera nadie que tuviera tanto vértigo y tanto miedo como él, y de repente, mientras pensaba eso, noté que todo el resentimiento que había incubado contra Rodney durante aquella semana se había evaporado, quién sabe si porque en aquel momento creí adivinar la causa de que nunca asistiera a las reuniones y fiestas de la facultad y de que, en cambio, hubiera asistido a aquélla.

Cogí mi abrigo, me despedí a toda prisa de Wong y salí en busca de Rodney. Le encontré cuando estaba abriendo la puerta de su coche; no pareció alegrarse especialmente de verme. Le pregunté adonde iba; me contestó que a casa. Pensé en Wong y dije:

– Por lo menos podías despedirte, ¿no?

No dijo nada; señaló su coche y preguntó:

– ¿Quieres que te lleve?

Le contesté que mi casa estaba a apenas quince minutos caminando y que prefería caminar; luego le pregunté si quería acompañarme un rato. Rodney se encogió de hombros, cerró la puerta del coche y echó a andar junto a mí, al principio sin decir nada y luego hablando con repentina animación, aunque no recuerdo de qué. Lo que sí recuerdo es que caminábamos por Race y que, a la altura del Silver Creek -un antiguo molino de ladrillo convertido en restaurante chic-, después de un silencio Rodney se detuvo jadeando.

– ¿De qué va? -preguntó de improviso.

De inmediato supe a qué se refería. Le miré: el gorro de piel y la solapa alzada del chaquetón casi le ocultaban la cara; en sus ojos no había rastro de lágrimas, pero me pareció que estaba sonriendo.

– ¿De qué va el qué? -dije.

– La novela -contestó.

– Ah, eso -dije con un gesto a la vez suficiente y despreocupado, como si la inexplicable displicencia de Rodney respecto a ese asunto no hubiese sido la causa de que yo suspendiera nuestros encuentros en Treno's-. Bueno, en realidad todavía no estoy muy seguro…

– Me gusta -me interrumpió Rodney.

– ¿Qué es lo que te gusta? -pregunté, atónito.

– Que aún no sepas de qué va la novela -contestó-. Si lo sabes de antemano, malo: sólo vas a decir lo que ya sabes, que es lo que sabemos todos. En cambio, si aún no sabes lo que quieres decir pero estás tan loco o tan desesperado o tienes el coraje suficiente para seguir escribiendo, a lo mejor acabas diciendo algo que ni siquiera tú sabías que sabías y que sólo tú puedes llegar a saber, y eso a lo mejor tiene algún interés. -Como de costumbre, no supe si Rodney hablaba en serio o en broma, pero en esta ocasión no entendí ni una sola de sus palabras. Rodney debió de notarlo, porque, echando a andar de nuevo, concluyó-: Lo que quiero decir es que quien siempre sabe adonde va nunca llega a ninguna parte, y que sólo se sabe lo que se quiere decir cuando ya se ha dicho.

Aquella noche nos despedimos a la altura del Courier Café, muy cerca ya de mi casa, y a la semana siguiente reanudamos nuestros encuentros en Treno's. A partir de entonces hablamos a menudo de mi novela; de hecho, y aunque es seguro que hablábamos también de otras cosas, ésa es casi la única de la que recuerdo que hablábamos. Eran conversaciones un tanto peculiares, a menudo desorientadoras, en cierto sentido siempre estimulantes, pero sólo en cierto sentido. A Rodney, por ejemplo, no le interesaba discutir el argumento de mi libro, que era en cambio el punto que más me preocupaba a mí, sino quién desarrollaba el argumento. «Las historias no existen», me dijo una vez. «Lo que sí existe es quien las cuenta. Si sabes quién es, hay historia; si no sabes quién es, no hay historia.» «Entonces yo ya tengo la mía», le dije. Le expliqué que lo único que tenía claro en mi novela era precisamente la identidad del narrador: un tipo exactamente igual que yo que se hallaba exactamente en las mismas circunstancias que yo. «í Entonces el narrador eres tú mismo?», conjeturó Rodney. «Ni hablar», dije, contento de ser ahora yo quien conseguía confundirle. «Se parece en todo a mí, pero no soy yo.» Empachado del objetivismo de Flaubert y de Eliot, argumenté que el narrador de mi novela no podía ser yo porque en ese caso me hubiera visto obligado a hablar de mí mismo, lo que no sólo era una forma de exhibicionismo o impudicia, sino un error literario, porque la auténtica literatura nunca revelaba la personalidad del autor, sino que la ocultaba. «Es verdad», convino Rodney. «Pero hablar mucho de uno mismo es la mejor manera de ocultarse.» A Rodney tampoco parecía interesarle demasiado lo que yo estaba contando o me proponía contar en mi libro; lo que sí le interesaba era lo que no iba a contar. «En una novela lo que no se cuenta siempre es más relevante que lo que se cuenta», me dijo otra vez. «Quiero decir que los silencios son más elocuentes que las palabras, y que todo el arte del narrador consiste en saber callarse a tiempo: por eso en el fondo la mejor manera de contar una historia es no contarla.» Yo escuchaba a Rodney subyugado, casi como si fuese un alquimista y cada frase que pronunciaba el ingrediente necesario de una pócima infalible, pero es probable que estas discusiones sobre mi futura novela frustrada -que a la larga serían decisivas para mí y que, sin que ninguno de los dos hubiera podido preverlo, prácticamente iban a ser también las últimas que Rodney y yo íbamos a mantener- contribuyeran a corto plazo a despistarme, porque lo cierto es que casi cada semana variaba por entero la orientación de mi libro. Ya he dicho que por aquella época yo era muy joven y carecía de experiencia y de juicio, lo que vale tanto para la vida como para la literatura y explica que en aquellas conversaciones sobre literatura prestara una atención desmesurada a observaciones anodinas de Rodney y apenas reparara en otras que tarde o temprano -más temprano que tarde- acabarían por serme de mucha utilidad; puede que me equivoque, pero ahora tiendo a creer que, aunque sea una paradoja -o precisamente por serlo-, lo que me permitió sobrevivir sin padecer daños irreparables al alud de lucidez a menudo delirante de Rodney fue precisamente esa incapacidad para discriminar lo esencial de lo superfluo y lo sensato de lo insensato.