Aquella conversación pudo terminar muy mal -de hecho tenía todos los números para que terminara muy mal-, pero no sé cómo ni por qué terminó mejor que ninguna otra, mientras Rodney y yo salíamos de Treno's riéndonos a carcajadas y yo me sentía más amigo que nunca de él y sentía más ganas que nunca de llegar a ser un escritor de verdad. Poco después empezaron las vacaciones de invierno y, casi de un día para otro, Urbana se vació: los estudiantes huyeron en tromba hacia sus hogares, las calles, edificios y comercios del campus quedaron desiertos y un extraño silencio sideral (o tal vez fuera marítimo) se apoderó de la ciudad, como si se hubiera convertido de golpe en un planeta girando lejos de su órbita o en un rutilante transatlántico milagrosamente varado en la nieve sin fin de Illinois. La última vez que estuvimos juntos en Trenos's Rodney me invitó a pasar el día de Navidad en su casa de Rantoul. Declrjré la invitación: le expliqué que desde hacía tiempo Rodrigo Ginés y yo habíamos proyectado para esas fechas un viaje en coche por el Medio Oeste, en compañía de Gudrun y de una amiga americana de Gudrun con la que yo me había acostado un par de veces (Barbara se llamaba); también le expliqué que, sí me daba su teléfono en Rantoul, a mi vuelta le llamaría para que nos viéramos antes de que empezaran de nuevo las clases.
– No te preocupes -dijo Rodney-. Te llamaré yo.
Así nos despedimos, y menos de una semana después partía de viaje con Rodrigo, Barbara y Gudrun. Habíamos previsto que estaríamos fuera de Urbana quince días, pero la realidad fue que no regresamos hasta al cabo de casi un mes. Viajábamos en el coche de Barbara, al principio siguiendo un plan vagamente prefijado, pero luego dejando que fuera el capricho o el azar quien nos guiara, y de esta forma, a menudo conduciendo todo el día y durmiendo de noche en moteles de carretera y hoteluchos baratos, bajamos primero hacia el sur, por Saint Louis, Memphis yjackson, hasta llegar a Nueva Orleans; allí permanecimos varios días, después de los cuales iniciamos lentamente el regreso dando un rodeo por el este, subiendo por Meridian, Tuscaloosa y Nashville hasta llegar a Cincinnati y luego hasta Indianapolis, desde donde volvimos a casa empapados de la luz y el frío y las carreteras y el sonido y la inmensidad y la nieve y los bares y la gente y las llanuras y la mugre y los cielos y la tristeza y los pueblos y las ciudades del Medio Oeste. Fue un viaje larguísimo y dichoso, durante el cual tomé la decisión irrevocable de hacerle caso a Rodney, arrojar a la basura la novela en que había estado trabajando durante meses y empezar a escribir otra de inmediato. Así que lo primero que hice al llegar a Urbana fue buscar a Rodney. En la guía de teléfonos sólo había un Falk -Robert Falk, médico- avecindado en Rantoul y, como sabía que Rodney vivía con su padre, supuse que era el padre de Rodney. Marqué varias veces el número que figuraba en la guía, pero nadie contestó. Por su parte, y contra lo que había prometido, durante el resto de las vacaciones Rodney tampoco se puso en contacto conmigo.
A finales de enero se reanudaron las clases, y el primer día, al abrir la puerta de mi despacho, seguro de que iba a reencontrarme por fin con Rodney, a punto estuve de darme de bruces con un gordito casi albino a quien no había visto nunca. Naturalmente, creí que me había equivocado de despacho y me apresuré a disculparme, pero antes de que pudiera cerrar la puerta el tipo me alargó una mano y me dijo en un español trabajoso que no me había equivocado; a continuación pronunció su nombre y me anunció que era el nuevo profesor ayudante de español. Perplejo, le estreché la mano, balbuceé algo, me presenté; luego conversamos un momento, ignoro acerca de qué, y sólo al final me resolví a preguntarle por Rodney. Me dijo que no sabía nada, salvo que él había sido contratado para sustituirlo. Antes de la primera clase de la mañana indagué en las oficinas: allí tampoco sabían nada. Finalmente fue la secretaria del jefe del departamento quien, al día siguiente, me dio noticias de mi amigo. Al parecer, apenas unos días antes del final de las vacaciones un familiar había llamado para anunciar que Rodney no iba a reincorporarse a su puesto de trabajo, razón por la cual el jefe se había visto obligado a buscar, furioso y a toda prisa, quien lo sustituyese. Le pregunté a la secretaria si sabía lo que le había ocurrido a Rodney; me dijo que no. Le pregunté si sabía si e! jefe lo sabía; me dijo que no y me aconsejó que no se me ocurriera preguntárselo. Le pregunté si tenía el teléfono de Rodney; me dijo que no.
– Ni yo ni nadie en el departamento -me dijo, y entonces supe que estaba tan furiosa con Rodney como su jefe; sin embargo, antes de que me marchara se rindió a mi insistencia y añadió a regañadientes-: Pero tengo sus señas.
Algunos días después le pedí prestado el coche a Barbara y me fui a Rantoul. Era una tarde luminosa de principios de febrero. Salí de Urbana por Broadway y Cunningham Avenue, conduje hacia el norte por una autopista que avanzaba entre campos de maíz enterrados en la nieve, brillantes de sol y salpicados de pinos, arces, silos de metal y casitas aisladas, y al cabo de veinticinco minutos, después de dejar de lado una base aérea del ejército, llegué a Rantoul, una pequeña ciudad de trabajadores (en realidad poco más que un pueblo grande) comparada con la cual Urbana tenía cierto aire de metrópolis. A la entrada, en el cruce entre dos calles -Liberty Avenue y Century Boulevard-, había una gasolinera. Me detuve y pregunté a un hombre vestido con un mono por Belle Avenue, que era la calle donde, según la secretaria del departamento, vivía Rodney; me dio algunas indicaciones y continué hacia el centro. Al rato estaba perdido. Había empezado a anochecer; la ciudad parecía desierta. Paré el coche en una esquina, justo donde un letrero proclamaba: Sangamon Avenue. Frente a mí cruzaba una vía de tren y más allá la ciudad se disolvía en una oscuridad boscosa; a mi izquierda la calle no tardaba en cortarse; a mi derecha, a unos trescientos metros, parpadeaba un anuncio luminoso. Torcí a la derecha y fui hasta el anuncio: Bud's Bar, rezaba. Aparqué el coche en medio de una hilera de coches y entré.
En el bar reinaba una atmósfera de noche de sábado, humosa y jovial. Había bastante gente: muchachos jugando al billar, mujeres metiendo monedas en las máquinas tragaperras, hombres bebiendo cerveza y viendo un partido de béisbol en una pantalla gigante de televisión; un juke-box difundía música country por todo el local. Me acerqué a la barra, detrás de la cual deambulaban tres camareros -dos muy jóvenes y el otro algo mayor- en torno a una mesa baja y erizada de botellas y, mientras aguardaba que alguien me atendiera, me quedé mirando las fotos de estrellas de béisbol y el gran retrato de John Wayne vestido de vaquero, con un pañuelo granate anudado al cuello, que pendían de la pared del fondo. Por fin uno de los camareros, el mayor de los tres, se me acercó con cierto aire de urgencia, pero antes de que pudiera preguntarme qué deseaba tomar le dije que estaba buscando Belle Avenue, el 25 de Belle Avenue. Como si se estuviera burlando, el camarero preguntó:
– ¿Quiere ver al médico?
– Quiero ver a Rodney Falk -contesté.
Debí de decirlo en voz demasiado alta, porque dos hombres que estaban acodados a la barra junto a mí se volvieron para mirarme. La expresión del camarero había cambiado: ahora la burla se había convertido en una mezcla de extrañeza e interés; él también se acodó a la barra, como si mi respuesta hubiera disipado su prisa. Era un hombre de unos cuarenta años, compacto y oscuro, de cara rocosa, ojos achinados y nariz de boxeador; llevaba puesta una gorra sudada con la insignia de los Red Socks, que dejaba escapar por la nuca y las sienes mechones de pelo grasiento.
– ¿Conoce a Rodney? -preguntó.
– Claro -contesté-. Trabajamos juntos en Urbana.
– ¿En la universidad?
– En la universidad.
– Entiendo -asintió con la cabeza, pensativo. Luego añadió-: Rodney no está en su casa.
– Ah -dije, y a punto estuve de indagar dónde estaba o cómo sabía él que no estaba en casa, pero para entonces ya debía de sentirme inquieto, porque no lo hice-. Bueno, da igual. -Repetí-: ¿Podría decirme dónde queda el 25 de Belle Avenue?
– Claro -sonrió-. Pero ¿no le apetece tomarse antes una cerveza?
En aquel momento noté que los hombres sentados a la barra seguían escudriñándome, y absurdamente imaginé que toda la clientela del bar estaba pendiente de mi respuesta; una espuma fría se me acumuló de golpe en el estómago, igual que si acabara de ingresar en un sueño o en una zona de riesgo de la que debía escapar cuanto antes. En eso es en lo que pensé en aquel momento: en salir cuanto antes de aquel bar. Por eso dije:
– No, gracias.
Tal y como me había indicado el camarero, la casa de Rodney quedaba a apenas quinientos metros del Bud's Bar, justo al doblar la esquina de Belle Avenue. Era una casa más antigua, más amplia y más sólida que las que se alineaban junto a ella; salvo el tejado a dos aguas, de un gris pizarra, el resto del edificio estaba pintado de blanco: además de una estrecha buhardilla, tenía dos plantas, un porche al que se accedía por una escalera de peldaños marrones y un jardín delantero de césped quemado por la nieve, en el que se erguían dos arces copudos y un mástil con la bandera americana ondeando suavemente en la brisa del anochecer. Aparqué el coche frente a la fachada, subí las escaleras del porche y llamé al timbre. No contestaron y volví a llamar. Ya estaba a punto de atisbar el interior de la casa por una de las ventanas de la planta baja cuando se abrió la puerta y en el vano apareció un hombre de pelo completamente blanco, de unos setenta años, vestido con un batín azul muy grueso y con unas zapatillas del mismo color, sosteniendo con una mano el pomo de la puerta y un libro con la otra; en la penumbra del vestíbulo, tras él, entreví un perchero, un espejo con molduras de madera, el arranque de una escalera alfombrada que ascendía hacia la oscuridad del segundo piso. Salvo por la corpulencia y por el color de los ojos, el hombre apenas se asemejaba a Rodney, pero de inmediato adiviné en él a su padre. Sonreí y, embarulladamente, le saludé y le pregunté por Rodney. De pronto adoptó una actitud defensiva y, con intemperante severidad, me preguntó quién era. Se lo expliqué. Sólo entonces pareció relajarse un poco.