– Sigue con su trabajo.
Moriarty permaneció inmóvil, como un peligroso reptil preparado para saltar.
– Si llegamos a un acuerdo con determinadas personas, el resto vendrá a nuestros pies. He regresado con un propósito y dentro de poco lo revelaré -dijo a continuación, lentamente.
Sally Hodges ayudó a Bridget Spear en su baño, poniendo una enorme toalla alrededor de los hombros de la muchacha. No había nada anormal en el apetito sexual de Sally, sin embargo era capaz de apreciar el atractivo físico de una mujer, ya que tenía mucha experiencia en eso debido a su negocio. Ahora estaba observando a Bridget mientras se secaba con la toalla y comenzaba a vestirse.
Un bonito rostro, pensó Sal Hodges, buen cabello y buenos dientes, un color de piel inadecuado, pero fuertes caderas y atractivas piernas. Bert Spear había conseguido una mujer resistente que le haría feliz durante mucho tiempo. La muchacha poseía una voluptuosidad natural, ahora más evidente a medida que se ponía las bragas cortas de seda, las medias y la falda.
Sal Hodges no tenía ilusiones en relación a Bridget. No era una chiquilla superficial, carne para la cama de un hombre o compañía para una tarde fría. Era tan dura como unas viejas botas y, si la ocasión lo requería, no dudaría dos veces en matar por su hombre. Sal lo supo inmediatamente después del primer encuentro con la muchacha, cuando ayudó a salvar a Spear de los rivales de Moriarty.
Todo daba la impresión de haber sucedido hace cientos de años, ahora Bridget parecía más madura y confiada cuando hablaba sobre las fruslerías que atraían a las dos mujeres. Según dijo, el vestido de color óxido que se había puesto lo habían comprado en Nueva York.
– Entonces, ¿te gusta América, Bridget?
– Bastante. Las últimas semanas han sido muy duras. Pero con un hombre como Bert sólo puedes esperar eso.
Sally sonrió.
– No te gustó el viaje por mar, según creo.
– Oh, no sólo fue el viaje-contestó mientras daba la espalda a Sal Hodges-. ¿Me podrías abrochar? No demasiado apretado. No, lo habría pasado mal en cualquier lugar donde estuviéramos. Pero todavía no digas una sola palabra a nadie. Antes tengo que decírselo a Bert.
Sally pensaba que sus pechos estaban más hinchados que nunca.
– ¿Desde cuándo? -preguntó como si no fuera una sorpresa.
– Calculo que desde hace unos dos meses. Pronto estará claro. ¿Se enfadará el Profesor?
– ¿Por qué ha de enfadarse? Tener niños es algo natural en la vida de una mujer.
– Sin embargo, están sucediendo muchas cosas. Todo irá bien mientras estemos con el Profesor, pero yo conozco a Bert y sé que sólo es el principio de una prole. No quiero que ellos acaben como mis hermanos y hermanas y los de los demás: viviendo en los huesos, amontonándose en los rincones para mantener el calor, vestidos de harapos y muriendo muy jóvenes por no tener zapatos en sus pies. No, Sal, deseo que mis niños se eduquen bien. Bert es un buen hombre, pero ¿cuánto tiempo durará esto?
– Conozco al Profesor desde hace muchos años, Bridget, y siempre ha sido generoso con los que le son francos y fieles.
– No tengo ninguna duda al respecto. Pero tú no has tenido que huir, Sal. Nosotros salimos de Limehouse; luego de la casa Berkshire. Pensaba que nos estableceríamos en Francia, pero no fue así. Huimos de Nueva York y pensé otra vez que permaneceríamos seguros en San Francisco. Me gustaba estar allí, pero tuvimos que escapar de nuevo. Ahora volvemos a Londres y, con algo de suerte, tendré aquí el niño -se dio unos ligeros golpecitos en el estómago-. Pero, ¿cómo acabará todo esto?
– Conozco al Profesor y acabará provocando la desgracia de los extranjeros. Y también acabará con Crow y Holmes.
LONDRES
North Kensington estaba mezclado con pequeños reductos de pobreza. Suciedad y franjas superpobladas llenas de miseria se encontraban junto a opulentas edificaciones que se habían extendido en hileras ordenadas durante el último medio siglo. En las anteriores cuatro décadas florecieron muchas grandes plazas a lo largo de High Road, desde Notting Hill hasta Shepherds Bush, cambiando el aspecto de toda la zona.
La más impresionante de todas era Ladbroke Estate -«el frondoso Ladbroke», tal como lo llamaban-, seguro y autosatisfecho con su centro en la iglesia de St. John y sus simétricas villas con amplias y ricas fachadas y grandes jardines. La influencia natural de este tipo de construcción se extendía hacia el este y constituía una red de buenas residencias alrededor de Holland Park y Notting Hill, lugares con direcciones como Chepstow Villas o Pembridge Square. Fue a un callejón sin salida en medio de esta erupción de respetabilidad, Albert Square [7], donde un par de carruajes llevaron a Moriarty y a sus partidarios a primera hora de una cálida tarde del miércoles 30 de septiembre de 1896.
Habían llegado en tren desde Liverpool, y la mente de Moriarty zumbaba con las relaciones y recuerdos mientras el coche le transportaba por Londres. Era un día caluroso, y olores conocidos invadieron el interior del vehículo de forma punzante, aumentando la nostalgia del Profesor. Las calles estaban tan abarrotadas como las recordaba, incluso más, ya que ahora podían verse más vehículos con movimiento autónomo. En las principales vías, los pobres rozaban sus hombros con los ricos, los negocios, rebosantes de mercancías, todavía vituperaban a los menos afortunados y hasta podría pensarse que el pulso de todo el Imperio palpitaba de forma audible. Moriarty también pensó que estaba sintiendo los latidos de su propio imperio: que todavía no estaba muerto.
Con mucho calor y cansancio, pero con una sensación de gran bienestar, Moriarty echó un primer vistazo a su nuevo hogar: el número 5 de Albert Square, una de las diez villas adosadas situadas alrededor de un pequeño terreno cercado, con césped y árboles, muy polvoriento en verano, y con el pavimento tachonado a intervalos regulares por renuevos de fresno. Un barrio deseable. Un pequeño mundo, autónomo y presumido con su digna calma, con las doloridas espaldas de las doncellas y el frío servilismo de los cocineros, los mayordomos y las nodrizas; estaba tan lejos del mundo real de Moriarty como el castillo de Windsor de los talleres donde se explota al obrero, de las cocinas y de los bares.
Las casas de Albert Square eran pretenciosas en muchos aspectos. No eran tan grandes como las de Ladbroke Estate y, sin embargo, ostentaban fachadas más amplias que la mayoría de las casas de Londres, aunque las entradas porticadas y sus cinco pisos tenían un aspecto algo recargado.
– La casa de ciudad del Duque de las Siete Esferas, ¿eh? [8]-cloqueó Moriarty.
Apenas a medio camino se encontraban patios con una sola bomba de agua para una docena de casuchas, y no podía verse un sólo árbol. Pero a la buena gente de Albert Square no le agradaba recordar ese otro mundo.
Durante esa tarde, un observador oculto habría visto los carruajes que se acercaban y habría advertido la presencia de dos mujeres en el grupo: una alta, con el cabello dorado cobrizo bien arreglado bajo un gran sombrero de verano, y otra más pequeña, pero vestida a la moda. Ambas salieron de los carruajes sin dudarlo, subieron rápidamente los escalones y fueron bajo el pórtico. En el exterior, dos hombres permanecieron sobre el pavimento para echar un vistazo, observando la fachada, intercambiando una o dos palabras mientras sonreían y asentían con la cabeza. Una de las mujeres iba vestida de negro y con el sombrero en la mano. Una buena cabellera echada hacia atrás. El profesor americano va a venir al número cinco («he oído que es un hombre brillante, pero muy recluido. Ha viajado por Europa y ha realizado algunos nuevos e importantes estudios en Londres. ¿Será médico?») La otra era más alta, con un semblante moreno y una lívida marca. Un diamante en bruto. ¿Compañera de viaje? ¿O quizá una asistente de clínica?