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– Sí. Yo me encargo de todo. Pero primero el señor Bignall.

– Haz eso. Necesito a Bignall para mi plan contra Holmes, así como matones e informadores para otros proyectos.

Un perro ladró en algún lugar lejano a Albert Square. La cabeza de Moriarty se movió peligrosamente de un lado para otro.

– Y ahora, a todos vosotros. Necesitamos información en relación a Crow. El sucio inspector Angus McCready Crow.

– Todavía no ha vuelto de América -la sonrisa de Ember fue poco limpia y llena de autofelicitación.

– Es muy probable -el Profesor no sonrió-. Sin embargo, necesito algo más que eso. Necesito saber cuándo piensa volver; cómo va su matrimonio; detalles sobre su casa; relaciones con sus superiores y subalternos -señaló todos estos asuntos con sus dedos-. Su pasado también me interesa. Su expediente como policía y su carrera como hombre.

Sal Hodges soltó una breve carcajada, como un súbito resplandor de luz sobre la superficie del agua.

– Sin embargo -continuó el Profesor-, todavía tengo que reunirme con el hombre que piensa que no tiene nada que esconder de su pasado. La fragilidad humana es el arma más mortífera que tenemos a nuestra disposición. Vale por cien hombres, por doscientos sabuesos. Vale tanto como una mujer virtuosa, mucho más que los rubíes.

– Yo conozco un Rubí -dijo William Jacobs-. Es una puta que está más abajo de Whitechapel y su precio es lo suficientemente bajo.

Moriarty le echó una mirada glacial.

– Descúbreme el punto débil de Crow.

William Jacobs se miró los pies y hubo un rápido intercambio de miradas entre las dos mujeres. Todo era silencio menos el silbido de las lámparas incandescentes.

Sal se aclaró la garganta.

– Creo que te darás cuenta de que ya hemos puesto los ojos en Crow -sonrió a Moriarty con unos ojos casi retadores.

– Bien. Habla conmigo más tarde. Y ahora, hablemos de nuestro viejo amigo alemán, Wilhelm Schleifstein -el Profesor pronunció su nombre como si fuera amargo para su boca-. Sé que está preparando un buen robo. Bien, siempre he intentado ser útil para mis hermanos políticos. Desearía encontrarle algo que fuera un reto para él. Una estafa que le proporcione buenos beneficios. La avaricia es nuestra segunda arma mortal. Atrapa a un hombre con su propia avaricia y será tuyo para siempre. Y, recuerda Ember, cuando tus informadores estén situados, quiero saber dónde se esconde Schleifstein.

Ember hizo una señal con la cabeza y Moriarty pasó con suavidad a tratar otros asuntos. Primero con Sal Hodges, a quien había confiado la búsqueda de dos buenas chicas que ayudaran a Bridget Spear con la casa.

– Pero ninguna de tus sucias o valientes palomitas, Sal. Quiero chicas sin pasado y con muy poco futuro. Y que estén preparadas para la formación.

– Mañana tendrás unas esclavas -replicó Sal. Estaba acostumbrada a solucionar las distintas situaciones con las mujeres adecuadas.

– Entonces, mañana -Moriarty asintió con la cabeza-. Y mañana, Bertram, necesito que estés junto a mí para trabajar con los peristas. William, echa una mano a Spear y Ember en caso de que te necesiten. Pero antes de que anochezca, hay un nombre más que quiero daros. El nombre es Irene Adler. Quizá hayáis oído hablar de ella: es una señorita de origen americano sobre la que hice algunas investigaciones en Nueva York. Está, al menos en apariencia, en Europa, y quizá esté viajando con su nombre de casada, que es Norton, aunque su matrimonio no duró mucho. Tiene unos treinta y ocho años de edad. En su época fue una contralto de ópera. Pero posee otros talentos. El chantaje es su especialidad. Ésta es una tarea de la máxima importancia y tiene que ver con todos vosotros. Tener en cuenta a Irene Adler. [9]

La reunión terminó y Moriarty dejó caer a su manera que esa noche no quería preguntas. Sus instrucciones fueron claras y concisas y el grupo dejó el estudio para prepararse para la cena que Bridget serviría dentro de una media hora.

Moriarty, ya solo, cogió el periódico de la tarde que Lee Chow le había llevado. Galdstone había vuelto a dar su opinión. Sonrió entre dientes, el viejo político había estado en Liverpool, hablando sobre las masacres de los armenios y pretendiendo que Gran Bretaña llevara a cabo una acción aislada. El viejo loco, pensó. [10]

Sin embargo, el periódico no le llamó la atención durante un buen rato. Giró su silla y miró durante algunos momentos a su querido cuadro, contento con el pensamiento de que a las pocas horas de su regreso a Londres ya estaba de nuevo contemplándolo. La contemplación del Greuze le impulsaba a la acción. Había otro cuadro en su punto de mira: famoso en todo el mundo y de valor incalculable. Apuntó algunas cifras en un trozo de papel. Ese cuadro estaba en París, como Jean Grisombre. La avaricia de este último podría unirse a ese cuadro de valor incalculable y así provocar la caída del francés. Cogiendo una hoja, Moriarty comenzó a escribir una carta. Una vez terminada, leyó dos veces la misiva antes de meterla en el sobre que iba a dirigir a M. Pierre Labrosse. La dirección era Rué Gabrielle, Montmartre, París. Ya se había tejido otra hebra.

Sally Hodges estaba agotada. James Moriarty siempre había sido un apasionado y experto amante, pero esa noche, de vuelta a Londres, era como si una nueva determinación se hubiera liberado dentro de él. Saciado después de hacer el amor, el Profesor yacía a su lado con una respiración profunda, rítmica, como la de un hombre que se dirige a una meta desconocida. Sal Hodges no era una de esas mujeres con miedo a los hombres, ni de las que se asustan por caprichos violentos. Sin embargo, esa noche tuvo problemas para dormirse. Era como si hubiera sentido algo de maldad en su amante: una obsesión que podía resumirse en una sola palabra. Venganza.

Aunque la casa de Albert Square era silenciosa, Sal Hodges no era la única que no podía dormir. Bridget Spear también yacía, sola en una habitación que le resultaba poco familiar, deseando que su marido volviera de la misión en la que se había embarcado poco después de cenar.

Estaba ansiosa y frustrada, ya que había planeado darle la noticia esa misma noche. Había ensayado cada palabra y reunido todo el coraje. Pero, de repente, la oportunidad se esfumó. Hasta había intentado disuadirle para que no se marchara. Mañana -argumentaba- habrá tiempo de sobra. Pero ella lo sabía perfectamente, porque Bert Spear siempre había dado prioridad a los asuntos del Profesor por delante de cualquier otra cosa.

– Vete a la cama, cariño. Trataré de no despertarte cuando regrese.

La abrazó estrechamente antes de salir y ella sintió el duro bulto de la pistola que tenía en el bolsillo que presionaba contra su pecho. Esto hizo que se preocupara todavía más. Su marido en la ciudad, entre los habitantes de los barrios más oscuros: y el estado de ella, que todavía no le había revelado. Ambas frustraciones hicieron que la noche pasara muy lentamente.

En otra zona de la ciudad, Sylvia Crow también permanecía despierta, al abrigo del número 63 de King Street. Sus pensamientos, sin embargo, eran felices y estimulantes. Al día siguiente se reuniría con su marido, ya que en este momento Angus McCready Crow estaba llegando a Mersey. Cuando llegara por la mañana, él podría echar un vistazo al SS Aurania, olvidándose de que había estado a punto de atrapar a Moriarty. Sin embargo, los pensamientos de Sylvia Crow estaban muy lejos del trabajo de su marido y de los criminales que tan devotamente perseguía. Mañana por la noche, soñaba, Angus estaría de vuelta y tenía muchas sorpresas preparadas para él.

El nombre de Faulkner era bien conocido en Londres. En algunos círculos, los Baños Faulkner eran conocidísimos. En realidad, Faulkner dirigía tres establecimientos. El de Great Eastern Railway Station era el más sencillo: simples baños y duchas, tanto fríos como calientes. En el número 26 de Villiers Street todo era más elaborado: los baños de agua marina «Brill» eran la especialidad, así como los baños de vapor sulfuroso, de vapor ruso y los baños del sultán. El establecimiento de Faulkner del número 50 de Newgate Street se encontraba a medio camino entre la sencillez del Great Eastern y la opulencia del Villiers Street. Aquí uno podía bañarse por un chelín, darse una zambullida por nueve peniques, una ducha fría o caliente por un chelín y un baño turco completo por dos peniques y seis chelines.

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[9] Muchas cosas se han dicho sobre esta mujer. Sin embargo, conviene resaltar que es famosa por su relación con Sherlock Holmes, tal como lo relata el doctor Watson en Un escándalo en Bohemia, al que nos referiremos más adelante. En palabras del doctor Watson, podemos resaltar que «para Sherlock Holmes ella siempre es la mujer».

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[10] (**) No consta cuál era el periódico. O era atrasado o lento en la recepción de las noticias. El discurso de Gladstone en Liverpool -por cierto, el último- se llevó a cabo el día 24. Durante el mes anterior los revolucionarios armenios habían atacado el Banco Otomano de Constantinopla: acción que provocó una masacre durante tres días.