Bert Spear pagó un baño turco, pero sólo llegó a las habitaciones para cambiarse, ya que allí vio al dependiente, la única razón de esta visita. El dependiente era un enorme boxeador, sordo de un oído y unas manos del tamaño de palas.
– Qué alegría -dijo Spear con una deliciosa sonrisa.
– Bert Spear. Qué sorpresa. No esperaba…
– Bien, aquí me tienes. Una sorpresa. ¿Todavía estás conmigo para conseguir una buena tajada?
Terremant no tuvo que pensarlo.
– Dime.
– Te necesito a ti y a otros cinco hombres de confianza. Hombres con los que hayamos trabajado antes. Diestros y fuertes.
– Eso está hecho. ¿Es para…?
Spear mantuvo alzada la mano en señal de precaución.
– ¿Recuerdas la dirección?
– Mi memoria sólo me falla con los imbéciles.
– Mañana por la noche. A las diez en punto. En grupos de dos y tres, no en masa. Albert Square, número 5, más allá de Notting Hill.
– ¿Un trabajo?
– Estás contratado. Permanentemente.
En el rostro de Terremant apareció una amplia sonrisa y un gran puño sacudió suavemente los hombros de Spear.
– Como en los viejos tiempos.
– Exactamente como en los viejos tiempos. Encontrarás a muchos de los viejos amigos. Pero quiero tu silencio. Si abres la boca morirás.
– Soy sordo y mudo, ya lo sabes.
Spear le miró duramente. Terremant podría haberle levantado y aplastado con una sola mano, pero este enorme hombre sabía que Spear era muy respetado. A pesar de su reputación de matón sin escrúpulos, Terremant nunca se buscaría problemas con alguien de la Guardia Pretoriana de Moriarty.
– Entonces, mañana por la noche.
Spear sonrió, asintió con la cabeza y se fue hacia otras guaridas que no eran tan saludables como los baños turcos de Faulkner.
Desde la década de 1850 el rostro de Londres había sufrido un sutil cambio. Nuevas construcciones habían cambiado muchas de las numerosas colonias de ladrones, esas sentinas del mal; sin embargo, a pesar de la reforma y la nueva planificación, todavía existían calles y negros callejones parecidos a laberintos donde la policía sólo se atrevía a entrar en parejas y el extraño sólo accedía por temeridad.
En estas zonas, Ember no tenía ningún miedo. Había recorrido durante más de treinta años las calles más oscuras y más notorias de la ciudad con la particular inmunidad de aquéllos que gozan de una especial y útil prebenda dentro de los bastiones del mundo criminal.
No importaba que Ember hubiera estado ausente de las viejas guaridas durante dos años o incluso más. De alguna forma, este hecho sólo aportaría más interés al viaje de esa noche mientras se deslizaba, como una delgada sombra, de una calle a otra, a los bodegones, a las pensiones y a las oscuras cocinas. En todos los sitios donde entró y en todas las frías calles había hombres y mujeres que le saludaban, a veces como a un igual, pero más frecuentemente como a una persona de rango.
Se movía con rapidez, sin quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio, manteniendo breves conversaciones con distintos individuos andrajosos. En algunas ocasiones el dinero cambiaba de manos, resbalando subrepticiamente de palma a palma con un acompañamiento de guiños y señales con la cabeza.
Cuando llegó el amanecer anunciando otro brillante día en ese veranillo de San Martín de 1896, Ember salió del humo, la podredumbre y el aire saturado de ginebra de los bajos fondos con la convicción de que había establecido los cimientos de la trama que en un tiempo fue el orgullo y la alegría del Profesor James Moriarty: esa invisible cadena de información que recabaría los informes más recientes y detallados, tanto de los enemigos como de los defensores de los bajos fondos.
El sol comenzó a elevarse, y a las diez en punto de esa misma mañana, un grupo de pilluelos andrajosos se presentó en la puerta del 22IB de Baker Street para ser conducidos, más tarde, en presencia del mismo Sherlock Holmes. Quince minutos más tarde salieron estos nómadas de las calles, felices y apretando chelines de plata, lo que suponía su recompensa por los chismes pasados a Holmes, quien, durante la siguiente hora, se sentó en sus habitaciones para tocar el violín y reflexionar seriamente sobre la información que había recibido.
A medida que pasaba la mañana, se produjeron diversos eventos relacionados. Algo más tarde de las diez, Moriarty salió de Albert Square en compañía de Bertram Jacobs y Albert Spear para una serie de reuniones que cambiarían el contenido del gran baúl de piel en moneda del reino.
Visitaron a tres personas: el viejo judío, Solly Abrahams, con quien el Profesor realizó negocios en anteriores ocasiones, y las espaciosas habitaciones traseras de dos casas de empeños. Una en High Holborn y otra cerca de Aldgate.
A las once en punto Sal Hodges -que había salido temprano- regresó a Albert Square acompañada de dos chicas que no tendrían más de catorce o quince años.
A pesar de su apariencia escuálida y estropeada, ambas chicas -un par de huérfanas llamadas Martha y Polly Pearson- estaban hablando atropelladamente con gran interés mientras Sal las empujaba hacia las escaleras y hacia la cocina, donde Bridget Spear se enfadaba al intentar cientos de tareas al mismo tiempo.
– Bien, tenéis que engordar, y eso es seguro -dijo Bridget después de que las chicas se hubieran quitado sus chales. Sin embargo, había algo de amabilidad en la voz del ama de llaves, ya que era capaz de recordar la noche en que fue llevada al servicio del Profesor: delgada, sucia e intimidada-. Sois de la calle, ¿verdad?
– No -negaron ambas con la cabeza.
– Bien, lo más seguro es que nunca hayáis servido, y supongo que tendré que enseñaros todo. ¿Vais a trabajar?
Ellas asintieron con la cabeza, llenas de entusiasmo.
– Os enteraréis si no lo hacéis. De acuerdo, coged vosotras mismas un plato con caldo y algo de pan. Ahí mismo. Sentaros en la mesa y veremos qué se puede hacer.
Orchard Street se encuentra entre la bulliciosa Oxford Street y la grave respetabilidad de Portman Square: un tranquilo afluente que va desde un río comercial hasta un plácido y saludable lago.
A medio camino y a la derecha, según se viene desde Oxford Street, se encuentra una pequeña farmacia, toda muy limpia, cubierta de pintura blanca y con un armario acristalado con grandes frascos de boticario de cuello delgado llenos de líquidos de colores: rojo, amarillo, azul y verde.
Cuando entró el chino, en los alrededores había poca gente y nadie en el interior de la farmacia; a continuación cerró firmemente la puerta y, con un movimiento rápido, giró la llave y bajó la persiana gris de modo que la palabra cerrado pudiera verse desde el exterior.
El farmacéutico era un hombre pequeño de mediana edad, de apariencia desordenada y pelo sutil, y un par de semianteojos que se balanceaban sobre su nariz. Había estado cambiando un frasco etiquetado como Pumiline Essence sobre un estante lleno de botellas y preparados. Elixir de grajo. Píldoras de Diente De León del Rey, Jarabe Tranquilizante de Johnson, y uno que hizo mucha gracia a Lee Chow llamado Bálsamo de Segador de Marrubium Vulgare.
– ¿Cómo está, señor Bignall? -dijo Lee Chow con una sonrisa permanente sobre su cara y una pronunciación que dividía meticulosamente el nombre del farmacéutico en dos partes iguales.
Durante algunos segundos Bignall permaneció de pie con la boca abierta y una gran expresión de asombro en su rostro, como un hombre que acaba de recibir malas noticias.