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– ¿Está usted bien, señor Bignall?

– No quiero verle en esta tienda.

Si el farmacéutico trató de reaccionar de forma amenazadora, no hizo un discurso convincente, ya que su tez adquirió un tono color ceniza semejante al de una hoja que lleva el viento.

– No le veo desde hace mucho tiempo, señor Bignall.

– Debe marcharse. Váyase ahora. Antes de que llame a la policía.

Lee Chow sonrió como si hubiera sido una buena broma.

– No llamará a la policía. Más bien creo que me escuchará.

– Yo dirijo un negocio respetable.

– ¿Todavía tiene algunos de los clientes que yo le proporcioné?

– No quiero ningún tipo de problemas.

– Ya se ha metido en problemas, señor Bignall. Ha ganado mucho dinero en los dos últimos años, desde que yo no estoy aquí.

– No tiene nada que ver con usted.

El chino pareció pensar durante un minuto. Los farmacéuticos eran su especialidad. Ellos podían ofrecer muchas cosas difíciles de conseguir y mucha gente pagaba muy bien por los servicios privados de un farmacéutico. Al final se encogió de hombros y se volvió hacia la puerta.

– De acuerdo. Le dejaré solo, pero debe visitar pronto a los amigos. Buen día, señor Bignall.

– ¿Qué quiere decir?

– Sólo que debe visitar a los amigos. Agradable. Bonita tienda. Ahora todo está limpio. En perfecto orden. Las manzanas se pudrirán pronto y la policía vendrá. ¿Lo entiende?

Bignall lo entendió. Era un hombre con una vivida imaginación.

– Espere -dijo a continuación-. Espere un momento. Le daré dinero.

– Tengo dinero, señor Bignall. Tengo dinero para ofrecérselo si sigue haciendo favores como antes. Favores a amigos especiales.

– Yo…

Lee Chow se acercó muy despacio hacia el mostrador y se inclinó hacia el farmacéutico.

– ¿Todavía suministra polvo blanco al señor Holmes?

Bignall asintió de forma cansada.

– ¿Y todavía le oculta la verdad a su amigo, el doctor Watson?

El farmacéutico suspiró, como si sintiera de algún modo cierto alivio al compartir la información con otra persona.

– Sí.

– ¿Todavía obtiene el opio que mi gente envía?

Volvió a asentir con la cabeza.

– ¿Tiene a todos los antiguos clientes?

– Sí.

– ¿Y quizá alguno nuevo?

– Uno o dos.

– ¿Y todavía lleva a cabo operaciones quirúrgicas? ¿Sigue haciendo abortos?

– Sólo cuando es necesario.

– Bien. Ahora hablaremos sobre cómo deben ser las cosas.

Había pasado media hora desde que Lee Chow salió de Orchard Street, y ya volvía a Albert Street con felices noticias para su jefe. Se había producido otro movimiento en el gran juego de la venganza y del justo castigo.

Esa misma tarde, tanto Lee Chow como Ember informaron de todo al Profesor. Muchos de los informadores que anteriormente habían trabajado para ellos ahora se encontraban fuera del grupo de Moriarty: oídos atentos, ojos a la búsqueda de palabras, indicios, signos, ya que sabían que habría una pequeña recompensa para ellos a cambio de cualquier fragmento o cuchicheo que pudieran arañar.

En particular, había hombres y mujeres a la búsqueda de noticias en la calle St. George, durante algún tiempo la notoria Ratcliffe Highway, centrando la mayor parte de su actividad alrededor de Preussische Adler, la guarida favorita de los marineros alemanes y de otro tipo de gente que no contaba con la policía entre sus amigos más íntimos. Su tarea era buscar noticias sobre Wilhelm Schleifstein.

Pero en todos los sitios a los que fueron en esas malditas calles -hasta el Rose and Crown o el Bell, o en cualquiera de los espectáculos de baile y music hall-, sus preguntas fueron prudentes. Entre los nombres que guardaban en su mente se incluían Irene Adler, el policía -Crow-, el mismo Holmes, así como otros criminales extranjeros sobre los que el Profesor estaba concentrando la mayor parte de sus esfuerzos.

Durante todo el día Spear se movió entre Albert Square y una docena de lugares secretos en el interior de la metrópolis. Más tarde, después de la cena -servida por las nerviosas gemelas, Martha y Polly, y con mucha ayuda por parte de Bridget Spear- tuvo también algunas palabras en privado con Moriarty. Entonces Spear ya había asumido de forma tácita el mando de la Guardia Pretoriana y le dijo que durante las dos últimas horas había estado hablando con una docena de profesionales: cacos, carteristas, pequeños y grandes estafadores y chantajistas, que ahora estaban trabajando por su cuenta. Su acercamiento había sido cuidadoso, prudente y había tenido éxito.

Cuando Spear le dejó, Moriarty permaneció junto a la ventana del salón, con un vaso de brandy en una mano y mirando hacia la plaza. Allí fuera, pensó el Profesor, su reinado ya estaba en camino; su banda comenzaba a obtener el éxito merecido, tal como sucedió hasta la derrota poco digna del 1894. Ahí fuera también se encontraban las llaves que abrirían las puertas del desastre para los seis enemigos que continuamente le atormentaban.

Una ligera brisa sacudió los árboles de la plaza, como si estuvieran atemorizados ante la amenaza proveniente de la ventana del salón.

Volviendo su atención hacia el interior de la habitación, Moriarty miró tiernamente al piano, que ocupaba una posición de cierta importancia, un piano de cola de salón de la marca Collard & Collard, que los Jacobs compraron a un tratante que tenía acceso a estos instrumentos, de gran calidad, pero de bajo precio. El piano era un lujo del que el Profesor había prescindido durante mucho tiempo. De niño, la música fue el telón de fondo de su cotidiana vida hogareña. ¿Acaso su madre no le enseñó? Ciertamente, podía recordar ese sentimiento de satisfacción que ya poseía a muy temprana edad al ser capaz de tocar con gran talento. Solía pensar con frecuencia que era la única cosa que sus hermanos le envidiaban («Señora Moriarty, el joven Jim debería dedicarse profesionalmente y comenzar a dar conciertos. Es tan diestro». Era un comentario pasajero que todavía recordaba).

Sin embargo, habían pasado muchos años desde la última vez que se sentó ante un teclado, y ahora, desde que llegó a la casa, siempre aprovechaba la ocasión. Se acercó al instrumento con cautela, como si fuera un animal que necesitara domesticación. Una vez sentado, cerró sus ojos y trató de recordar aquella época en que tocar el piano era tan fácil como respirar. Si Holmes pudiera tocar el violín, él entonces podría obtener una desgarrada melodía de las teclas negras y blancas. Lentamente, sus largos dedos comenzaron a moverse por encima del teclado sin tocarlo y, más tarde, como si hubiera adquirido una rápida confianza, encontró las notas y comenzó un estudio de Chopin: el doceavo, el «Revolucionario», como es conocido.

No fue una interpretación ordinaria, sino que tuvo un sentimiento único, como si la música fuera el desagüe de todos los deseos y frustraciones enjaulados, de todas las glorias y maldades. Con la música vino una especie de paz temporal, y Moriarty siguió redescubriendo su talento hasta que el clamor de abajo anunció la llegada de Terremant y del primer matón.

Arriba, en su confortable habitación, Bridget Spear se enfrentaba a su marido.

– El señor Knap ha estado aquí -dijo con brusquedad con una mano sobre su estómago. Para ella era mucho más fácil utilizar esta vieja frase, que daba a entender el embarazo, que cualquier otra expresión más formal y halagadora con la que las mujeres jóvenes dan la noticia a sus maridos de que «están esperando a un pequeño extraño.»

La boca de Albert Spear se abrió y luego volvió a cerrarse.

– Bridget, nunca soñé…

– Deberías haberlo hecho, Bert. Entonces, ¿qué pensabas que estábamos haciendo?

– Entonces, ¿voy a ser padre?

Confía en él, pensó la chica. Su primer pensamiento fue que iba a ser padre.

– Y yo madre -dijo ella con frialdad.