El rostro de Bert Spear se ensanchó con una sonrisa burlona.
– Apuesto a que vendrá al mundo agarrando el anillo de boda de la comadrona. Son buenas noticias, Bridget. El comienzo de nuestra familia. Realmente buenas noticias. Espera a que el Profesor lo sepa. Estará orgulloso como un viejo perro Colé.
– ¿De verdad lo estará?
– Por supuesto, pequeña. Porque es un niño de la banda. El Profesor será con mucho gusto su padrino.
– ¿Bert? -ella se acercó a él colocando suavemente una mano sobre su brazo-. Sólo deseo lo mejor para el niño. Él no llevará la vida que nosotros tuvimos cuando éramos ladronzuelos, ¿no te parece?
– El Profesor estará junto a él. No, pequeña, le querrá de modo desinteresado.
Se oía desde abajo el sonido líquido del piano; a continuación, y mucho más lejos, el sonido de la campanilla de una puerta.
Mientras el Profesor James Moriarty se sentaba para tocar a Chopin, Angus McCready Crow iba a reunirse con su mujer en la casa de King Street.
El detective le había pedido de forma especial que no se reuniera con él en la estación de ferrocarril. En parte porque no veía bien que las mujeres casadas estuvieran solas y, sobre todo, porque era pesimista en relación con los horarios y sabía bien que en un abrir y cerrar de ojos allí aparecían todo tipo de peligros, deslices, codazos y empujones.
Pero luego, de hecho, llegó a su casa prácticamente a la hora calculada, más tranquilo por haber sobrevivido durante todo este viaje. Mientras llamaba al picaporte de bronce, desaparecieron de su mente todas las frustraciones referentes al fracaso con Moriarty y se presentaron otros pensamientos que llenaron todo su cuerpo, ya que no podía negar que deseaba abrazar el abundante cuerpo de Sylvia, y algo más. Sus deseos, sin embargo, no eran sólo de naturaleza lujuriosa. Una de las cosas que más había echado de menos en sus viajes era la cocina de Sylvia Crow. Para él, nadie hacía el filete y el pastel de riñón como ella, ni cocinaba mejor tartas y pasteles, y además, el guisado de liebre, según afirmaba Crow, era un placer del paraíso en la tierra.
Mientras esperaba que su mujer abriera la puerta, a Crow le asaltó una auténtica ráfaga de deseos. Aromas que recordaba bien y sabores suculentos combinados con las sensualidades escondidas del dormitorio y todos los estremecimientos que Sylvia utilizaba con tanto aplomo. El aroma de sus pechos y muslos mezclado de forma atractiva con imágenes de patatas asadas y cordero.
La puerta se abrió y Angus Crow, sobrecogido por la imaginación de sus sentidos, se adelantó para abrazar a la señora Crow. Hogar para el marinero, hogar desde el mar y la casa del cazador desde la colina.
– Sylvia, querida -canturreó en voz baja, con los ojos medio cerrados y el acento aumentado, tal como siempre hizo en épocas de estrés emocional.
Sus manos apenas tocaron a la mujer antes de que sintiera una gran conmoción.
Crow abrió los ojos y vio, no a su querida Sylvia, sino a una mujer joven de aspecto anguloso, vestida de negro y con un delantal blanco y un gorrito. Su primera reacción fue mirar nerviosamente a la puerta para asegurarse de que no se había equivocado de número. Pero ahí estaba, claro y limpio, algo más arriba del picaporte. Sesenta y tres.
La mujer joven recuperó la compostura un poco antes que Crow.
– Buenas noches, señor -dijo, toda temblorosa-. ¿A quién anuncio?
– Inspector Crow.
Rápidamente se lo imaginó. Sylvia siempre había tenido ideas. Antes de la boda, ella siempre había dirigido su pequeña casa, contenta al tener que cocinar y hacer las camas, limpiar, quitar el polvo y hacer la compra sin disponer siquiera de un momento de ocio. Era evidente para Crow que, en su ausencia, su esposa había quebrantado la tranquilidad de ambos al contratar criados.
– Angus -ella había esperado a que la chica abriera la puerta para recibirle y, a continuación, incapaz de seguir las más correctas reglas sociales, se abalanzó sobre él dentro del diminuto recibidor-. Oh, Angus, otra vez en casa -le abrazó rápidamente y le besó en ambas mejillas, antes de que le sujetara por los brazos y se dirigiera a la criada-. Rápido, Lottie, el equipaje del señor. Pásalo, chica, antes de que salgan todos los vecinos para echar un vistazo.
– ¿Qué es esto, Sylvia? -susurró Crow.
– Pas devant les domestiques -afirmó Sylvia mientras aparecía en su boca una sonrisa de bienvenida-. Oh, ¡qué agradable es volver a verte! Lottie, sube el equipaje. Querido, ven al salón y déjame verte -continuó en voz alta.
Crow, abrumado por los acontecimientos, se dejó empujar hasta el pequeño salón que, tal como pudo observar, estaba algo cambiado.
– Sylvia, ¿quién es esa mujer? -dijo con fuerza casi antes de que se cerrara la puerta.
– Una sorpresa, Angus. Pensé que te agradaría. Es Lottie, nuestra cocinera y criada.
– ¿Cocinera? ¿Qué significa eso en una casa?
– Es nuestra sirvienta. Después de todo somos un matrimonio de cierta posición, y tú estás esperando un importante puesto en Scotland Yard…
– ¿Qué puesto importante?
– Bien, estás destinado a ser ascendido y…
– No tienes ninguna razón para pensar, ni siquiera por un momento, que seré ascendido. Si lo que deseas es la verdad, he fracasado miserablemente en mi actual misión, y tendré suerte si no me castigan la próxima semana. ¿Por qué has traído a alguien más a nuestro pequeño hogar? ¿Nuestro pequeño…? -dudó- ¿Nuestro pequeño nido de amor?
Sylvia comenzó a llorar. Era algo que normalmente funcionaba.
– Pensaba que te agradaría. Nos da más categoría -se sorbió la nariz-. Lleva a cabo algunas de las tareas domésticas -volvió a sorberse la nariz y, al llamar alguien a la puerta, desaparecieron todas sus lágrimas-. Adelante -no había ningún temblor en su voz.
– La cena está servida -proclamó la geométrica Lottie.
La cena consiguió que el humor de Crow fuese todavía peor. Antes de pasar al salón, intentó consolar a su esposa diciéndole que no deseaba que fuera una esclava y que él se encontraba un poco cansado, por el viaje y por todo. Sin embargo, la cena fue una experiencia poco afortunada, ya que era obvio que Sylvia no había tomado parte ni en la cocina ni en los preparativos. La sopa estaba aguada, el filete de ternera demasiado hecho y las hortalizas caladas, y el pastel de manzana era algo indescriptible.
Después de la cena Crow bebió un poco y escuchó con paciencia el monólogo de su esposa en lo referente a los problemas que había tenido que afrontar durante su ausencia. Al final, incapaz de soportarlo durante más tiempo, Crow anunció que ya era el momento de irse a la cama, sin dejar ninguna duda sobre su significado e intenciones. Al menos, sacó la conclusión, ella no puede tener una criada que la sustituya en el lecho conyugal. Ni tampoco lo desearía. Sylvia siempre había sido entusiasta y experta en ese aspecto.
Los ojos de la señora Crow se volvieron a llenar de lágrimas. -Angus, no es culpa mía -se lamentó la mujer-. No tengo ningún dominio sobre las fases de la luna. Lo siento, querido, pero hay un candado en el jardín del placer.
Angus Crow habría llorado. Su fracaso al seguir la pista del Profesor había sido lo suficientemente desagradable, y había conseguido disimular la realidad con los pensamientos de su hogar. Se retiró a su silla favorita en el salón y comenzó a clasificar el montón de cartas que habían llegado durante su estancia en América.
Sobre todo eran cuentas de comerciantes y breves notas de familiares, pero en la parte superior del montón se encontraba una nota que el mensajero entregó esa misma mañana. Reconoció inmediatamente a la persona que la escribió, y la rasgó. Su deducción era correcta, ya que el encabezado mostraba que provenía del número 221B de Baker Street. Decía así:
Querido Crow:
No sé si ya habrá regresado de nuestras antiguas colonias. Si no es así, esta carta le esperará. Usted, obviamente, tendrá noticias más recientes que yo. Sin embargo, hoy me han revelado ciertos asuntos que tienen relación con nuestro amigo. Por tanto, le agradecería que entrara en contacto conmigo lo antes posible.