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Moriarty ya estaba uniendo toda la información referente a un suceso especialmente lucrativo en el centro de la ciudad, un cebo para que el avaricioso criminal se humillara. -

Las últimas hojas de los árboles de Albert Square caían como si fueran trozos de papel quemado; los vientos eran gélidos y los días mucho más cortos. Se utilizaban abrigos y bufandas, descartados durante el verano, y en las monótonas callejuelas frecuentadas por la gente del hampa todos parecían hacerse un ovillo ante la embestida del invierno.

Cada día, las nieblas ascendían antes sobre el río y se mezclaban con el hollín de las fábricas y las chimeneas de las casas, mientras la humedad característica del otoño invadía la ciudad. Durante la última semana de octubre hubo tres días en los que todo el mundo estuvo aislado de sus semejantes, ya que un manto espeso, característico de Londres, cubrió las principales calles, callejones y caminos apartados. Lámparas de nafta resplandecían en las esquinas y la gente llevaba linternas y antorchas, mientras que los lugares más conocidos se desvanecían en medio de la oscuridad para volver a aparecer de forma inesperada, como si fueran barcos en movimiento. Aumentó el número de robos y los carteristas y timadores hicieron buenos beneficios, la muerte acechó a las personas de los barrios bajos cercanos al río, donde los viejos y los enfermos con dolencias respiratorias crónicas morían como moscas. Al cuarto día una ligera brisa fue levantando esta densa niebla y el sol, débil y rasgado como una fina muselina, iluminó otra vez la gran metrópoli. Pero todos los que conocían bien el clima de la ciudad predijeron un largo y duro invierno.

En la tarde del jueves 29 de octubre Moriarty tuvo una visita. Salió del tren en la estación Victoria, era un hombre alto envuelto en un largo abrigo negro que había visto días mejores. Sobre su cabeza llevaba un sombrero de ala ancha y aspecto clerical, y su barba daba la impresión de haber sido roída por las ratas. Portaba un gran baúl de viaje y hablaba inglés con un fuerte acento francés.

Una vez fuera de la estación, tomó un ómnibus hacia Notting Hill, y luego caminó el resto del camino hasta Albert Square. Su nombre era Pierre Labrosse. Venía de París como respuesta a la carta del Profesor y, con su llegada, la venganza del Profesor ya se estaba poniendo en práctica.

LONDRES

Jueves 29 de octubre – Lunes 16 de noviembre 1896
(El arte del robo)

– Claro que soy capaz de hacerlo. ¿Qué otro podría hacerlo? No hay nadie en toda Europa que pueda hacer una copia tan bien como yo. ¿Por qué me ha buscado si esto no fuera verdad?

Pierre Labrosse le miró de forma macabra, como una marioneta espantapájaros movida por un cómico borracho y desconocido. Se recostó sobre una silla situada en el lado contrario a Moriarty, con un vaso de ajenjo en una mano -que parecía ser su dieta habitual-, mientras que con el otro brazo gesticulaba de forma grandilocuente.

Ambos habían cenado en privado, y ahora Moriarty empezaba a cuestionarse si había hecho una sabia elección al llamar a Labrosse. Había muchos otros artistas en Europa que harían una copia tan bien como él, incluso mejor. Por ejemplo, Reginald Leftly, un retratista continuamente insolvente y aspirante a académico, por citar sólo a uno a quien podrían localizar fácilmente.

El Profesor había elegido a Labrosse después de pensárselo mucho, habiéndose reunido con él sólo una vez durante su período de soledad en Europa, durante el asunto Reichenbach. En aquella ocasión ya se dio cuenta de la inestabilidad de este hombre, al tiempo que reconoció sus grandes cualidades. Para decir la verdad, Labrosse era un genio con un estilo propio que, de haberse aplicado a la creación original, posiblemente se habría hecho con un gran nombre. Sea como fuere, el único nombre que poseía era el de Süreté.

La carta que el Profesor le había dirigido cuando regresó a Londres había sido pensada cuidadosamente, dándole pocas pistas de lo que pedía y, sin embargo, diciendo lo suficiente para hacer que el pintor viniera a Inglaterra. En particular, se hacían alusiones a la gran habilidad y reputación del pintor, y se daban indicios de las grandes riquezas que ganaría. Pero ahora que Labrosse ya estaba en Albert Square, Moriarty no podía evitar tener otros pensamientos en relación a su elección. En el tiempo que había pasado desde su último encuentro, la inestabilidad de Labrosse era aún más pronunciada, las ilusiones de grandeza más marcadas, como si el veneno del ajenjo cada día profundizara más en su cerebro.

– Verá, querido amigo -continuó Labrosse-, mi talento es único.

– No le habría mandado buscar si no fuera así -afirmó Moriarty con suavidad, mintiendo al decirlo.

– Es un auténtico don de Dios. -Labrosse tocó su flamante corbata de seda a la altura del cuello. No hacía falta ser un detective para darse cuenta de que el hombre era un artista-. Un don de Dios -repitió-. Si Dios hubiera sido pintor, habría revelado su verdad al mundo a través de mí. Con toda seguridad yo habría sido Cristo el artista.

– Estoy seguro de que tiene toda la razón.

– Mi don es que cuando copio un cuadro lo realizo con la máxima atención a los detalles. Es como si el artista original hubiera pintado dos cuadros al mismo tiempo. Esto es algo difícil de explicar, es como si yo fuera el artista original. Si copio un Tiziano, entonces yo soy Tiziano; si copio un Vermeer, pienso que soy alemán. Hace sólo unas semanas realicé un buen cuadro moderno. Del impresionista Van Gogh. Me dolieron los oídos durante todo el tiempo. Esta capacidad es aterrorizadora.

– Puedo apreciar que posee un enorme respeto hacia sí mismo. Sin embargo, no realiza esta tarea por dinero.

– No sólo de pan vive el hombre.

Moriarty frunció el ceño, intentando seguir el razonamiento del francés.

– ¿Cuánto pagaría por una copia de La Joconde?

– Anteriormente no habíamos hablado de dinero, pero ahora que pregunta, le ofreceré alimento, un ayudante para que le asista en el trabajo y una suma final de cien libras.

Labrosse hizo un ruido, como el de un gato a quien le pisan la cola.

– No necesito ayudante. ¿Cien libras? Yo no copiaría un Turner por cien libras. Estamos hablando de un Leonardo.

– Tendrá el ayudante. Cocinará para usted y me informará de los progresos que vaya haciendo. Quinientas libras. Y por esto exijo mucha calidad. Debe comprender que es para una trampa muy elaborada. Tiene que ser convincente.

– Mi trabajo siempre es convincente. Si yo hago La Joconde, entonces será La Joconde. Los expertos no serán capaces de notar la diferencia.

– En este caso sí que lo harán -dijo Moriarty con firmeza-. Habrá una imperfección oculta.

– Nunca. Y nunca por unas miserables quinientas libras.

– Entonces debo buscar en otro sitio.

Era dudoso si Labrosse se dio cuenta de la voz glacial que adquirió el Profesor.

.-Al menos mil libras.

Moriarty se levantó y se acercó a la campanilla.

– Llamaré a la sirvienta para que traiga a uno de mis sirvientes más musculosos. Te echarán fuera, junto con tu equipaje. Es una noche muy fría, monsieur Labrosse.

– Quizá lo haría por ochocientas libras. Es posible.

– Entonces no me interesa -tiró de la campanilla.

– Desea una buena ganga. Quinientas.

– Quinientas y algunos extras. Incluyendo la inscripción de una palabra en la madera; dispongo de una pieza de madera de chopo viejo que he comprado para este fin. Marcará una palabra antes de que empiece, en el ángulo inferior derecho.

– Sólo hay un punto en el que no estoy de acuerdo. Debo estar solo. Sin ayudante.

– Sin ayudante, sin dinero. Sin comisión.