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El francés se encogió de hombros.

– Llevará mucho tiempo. Para conseguir las grietas exactas se requiere mucha cocción durante todo el proceso.

– No tendrá más de seis semanas.

En esta ocasión Labrosse captó la amenaza, incluso a través de la niebla de sus ilusiones. Polly Pearson estaba en la puerta y Moriarty le ordenó que hiciera subir a William Jacobs y que buscara a Harry Alien para que fuera al salón. Polly, ya más rellena por la buena alimentación y las horas de trabajo, se sonrojó al oír el nombre de Alien.

Jacobs condujo a Labrosse a la habitación de huéspedes, con la estricta orden de no permitir que el artista vagara mientras él dormía. Harry Alien se presentó en el salón, y allí, a puerta cerrada, el Profesor le dio instrucciones en relación a su próxima estancia en París con el artista francés.

– Profesor, cuando esto acabe, ¿habrá otro trabajo para mí? -preguntó el maestro de escuela primaria mientras se despedía.

– Si el trabajo está bien hecho, se te considerará como uno de la casa, como alguien de la familia. Bert Spear siempre tiene trabajo para muchachos como tú.

Diez minutos más tarde, Moriarty bajó al estudio y sacó el trozo de chopo viejo de un cajón cerrado de su escritorio, girándolo entre sus manos y sonriendo. Dentro de pocas semanas este simple pedazo de madera se convertirá en la eterna y valiosa Mona Lisa. Entonces el cebo ya estará preparado para Grisombre, el francés. Mientras tanto, Spear y Ember estaban ocupándose del asunto que haría caer al arrogante Wilhelm Schleifstein.

Spear estaba con Ember y dos de los hombres de Terremant en el centro de la ciudad. Estaban agachados, en silencio, en una oscura habitación de un piso bajo, mirando el cruce de calles formado por Cornhill y Bishopsgate, con la atención puesta en el edificio de la esquina, una joyería. Dicho edificio parecía estar en completa oscuridad, excepto por dos diminutos haces de luz situados a la altura de los ojos en la ventana que daba a la calle Cornhill y por otra hendidura parecida en la ventana de Bishopsgate.

– Aquí vuelve de nuevo -susurró Ember-. Sube hacia Bishopsgate.

– Un buen cronometrador -sonrió Spear en medio de la oscuridad-. Regular como un reloj suizo. ¿Nunca cambia?

– No. Cada quince minutos. Lo he comprobado con el reloj durante tres semanas -siseó Ember-, Se reúne con su sargento a las diez y luego otra vez a la una. En algunas ocasiones también lo hacen a las cinco de la mañana, aunque no siempre.

– Llevan el mismo paso y hacen la ronda de la misma forma.

Permanecieron en silencio mientras el policía uniformado se dirigía hacia el cruce con Bishopsgate y se paraba para comprobar los puños de cada puerta, como un sargento de instrucción haciendo la revisión en una parada militar, con la linterna sorda colgada de su cinturón, que brillaba con una luz apagada.

Llegó hasta la esquina, se paró y echó un vistazo por la hendidura de la ventana de la calle Bishopsgate, comprobó las contraventanas y se paseó hacia la esquina de Cornhill, donde realizó la misma operación. Se escuchó un traqueteo de cascos por la zona de Leadenhall Street, mientras un solitario cabriolé pasaba ruidosamente, encaminándose hacia Cheapside.

El policía apenas se paró, echó un vistazo por ambas hendiduras del lado de Cornhill, comprobó el resto de los tiradores de las puertas, y luego siguió su camino, mientras el eco de sus pisadas resonaba en la calle vacía, hasta que de nuevo se restableció el silencio en toda la zona.

– Daré una vuelta y echaré un vistazo -dijo Spear, confiado y en voz más alta, ahora que el policía ya se había marchado.

La habitación desde la que habían estado mirando olía a rancio, como si estuviera habitada por ratas, y las tablas del suelo sonaron mientras Spear se dirigía a la puerta, sorteando los montones de escombros que los obreros habían dejado en el lugar. Sólo llevaba un mes vacío y Moriarty, bajo nombre falso, lo alquiló por poquísimo dinero. Como la tienda de enfrente, ésta también había sido una joyería -como muchos locales de Cornhill- y ahora estaba en «completa remodelación», tal como testimoniaba el tablón colocado en la puerta de la calle.

Spear se paró en la calle vacía, con los oídos preparados para captar el sonido más débil. Era extraño, pensó al cruzar, cómo esta calle podía ser tan bulliciosa durante el día y tan desierta por la noche. Pocos tenderos vivían en sus locales y preferían vivir en casas adosadas más cómodas situadas a una hora de distancia en tren u ómnibus. El señor Freeland, cuyo nombre aparecía junto al de su hijo, en letras cuadradas y blancas, sobre la parte superior de las ventanas del lado de Cornhill y Bishopsgate, tenía una residencia coquetona en St. John's Wood. Spear sonrió para sí mismo. Esta gente parece que no aprende nunca. Un robo los hace cautelosos sólo durante cierto tiempo. Preparan nuevos cierres e incluso contratan vigilantes nocturnos. Pero en uno o dos años el temor pasa y vuelven a sus viejos métodos. Los fabricantes de cajas fuertes diseñan nuevos modelos, pero los viejos siguen utilizándose en toda la ciudad.

Spear llegó a la fachada de John Freeland & Son de la calle Cornhill. No se oía nada ni se veía a nadie, la calle relucía bajo la luz de los faroles como si estuviera cubierta de hielo. Toda la fachada de la tienda tenía contraventanas de hierro, que cubrían las ventanas, excepto unas pequeñas ranuras que quedaban a unos cinco pies y medio de la acera: con nueve pulgadas de largo y dos de profundidad. Spear metió el ojo en la primera ranura. En el interior, la tienda estaba bien iluminada, ya que las lámparas incandescentes estaban encendidas y abiertas al máximo: eran perfectamente visibles el mostrador y las vitrinas vacías de la parte más externa de la tienda. La auténtica finalidad de estos agujeros no era la vigilancia de la primera habitación, donde todos los días los clientes compraban anillos y relojes, collares y prendedores, o bien hacían pedidos de piedras engastadas en chucherías de diseños complicados, sino la habitación trasera donde se llevaba a cabo la verdadera artesanía.

Un muro separaba las dos habitaciones, que se mantenían unidas mediante un amplio arco, y los agujeros estaban especialmente diseñados para que un observador pudiera ver directamente a través de esta abertura el único objeto de importancia: una gran caja fuerte de hierro, pintada de blanco, que se encontraba en el centro de la trastienda.

Spear se movió hacia la derecha y echó un vistazo a través del segundo resquicio. De nuevo, lo que se veía era la caja fuerte blanca, esta vez desde un ángulo ligeramente distinto, pero de forma muy clara. Todavía con los oídos atentos al ruido de las botas del policía, Spear dio la vuelta a la esquina y echó otro vistazo. La ranura de Bishopsgate ofrecía otra perspectiva de la caja fuerte, esta vez con la ayuda de un espejo hábilmente situado en un rincón. Movió la cabeza para sí mismo y comenzó a volver hacia la tienda vacía. Si la información de Ember era correcta, no le importaría realizar este robo, ya que el botín podría servir para el rescate de un rey.

– ¿Estás seguro de la entrada por la parte trasera? -preguntó a Ember cuando ya estaban de nuevo en la tienda vacía.

– Totalmente seguro. Las únicas entradas que les preocupan son las puertas que se ven desde las contraventanas de hierro; y los tres cierres de seguridad de la caja fuerte. ¿Qué otra cosa debería preocuparles? -Ember sonrió con cierto mosqueo-. Creen que no podremos hacer mucho si conseguimos entrar, ya que está el chico de azul echando un vistazo cada quince minutos.

– ¿Y las fechas son ciertas?

– Totalmente ciertas. Viene para acá…

El policía se acercaba de nuevo tranquilamente hacia Bishopsgate.

Esa noche se produjo un gran murmullo en el rellano del ático de la casa de Albert Square, ya que Polly estaba besuqueándose con Harry Alien a altas horas.

Cuando finalmente se introdujo en la cama que compartía con su hermana, con los ojos llenos de lágrimas, se sorbió tanto la nariz que despertó a Martha.