Después de haber pedido a la señora Hudson si sería tan amable de traer algo de té, el detective esperó a que la puerta se cerrara antes de sentarse en su lugar favorito y clavar firmemente los ojos en Crow.
– Espero que no tenga inconveniente -comenzó-. Veo que viene directamente de su oficina.
Crow debió mirar con sorpresa, ya que Holmes sonrió con indulgencia.
– No es difícil deducirlo, ya que veo que tiene algunas partículas de papel secante rosa adheridas a su puño -añadió-. Si mis ojos no me engañan, se trata del papel rosa que suele utilizarse en las mesas de las oficinas de la Policía Metropolitana. A través de pequeños detalles como éstos, señor Crow, conducimos a los criminales a su justo destino.
Crow sonrió y asintió con la cabeza.
– Ciertamente, señor Holmes, he venido directamente desde la oficina de Scotland Yard. En cuanto supe que a primera hora de la tarde usted estaría en el Foreign Office.
Ahora le tocaba asombrarse a Holmes.
– Muy astuto, Crow. Por favor, dígame cómo lo ha deducido.
– Me temo que no es una deducción. Resulta que mi sargento, un muchacho llamado Tanner, pasaba por casualidad por Whitehall y le distinguió a usted. Cuando le dije que iría a verle, me lo recalcó.
Holmes parecía un poco contrariado, pero pronto volvió a su buen humor habitual.
– Deseaba verle especialmente a esta hora. Mi buen amigo y colega, el doctor Watson, está ahora mismo realizando una visita en Kensington, con la intención de volver aquí antes de que seamos demasiado viejos. Desde luego, es un visitante habitual y bienvenido, aunque hoy estará ocupado hasta después de las ocho de la tarde y, por tanto, no nos molestará. Ya se habrá dado cuenta de que lo que tengo que decirle es confidencial.
En ese momento la señora Hudson llegó con el té, por lo que se dejó la conversación hasta que se sirvió la infusión y las distintas mermeladas y pasteles que les había ofrecido la señora de la casa.
Una vez que se encontraron solos de nuevo, Holmes continuó con su monólogo.
– Hace poco que he vuelto a Londres -comenzó-. Es posible que piense que durante las anteriores semanas he estado totalmente ocupado con el peligroso asunto del banquero, el señor Crosby. Pero, ¿supongo que no estará muy interesado en las sanguijuelas rojas?
El gran detective se tomó una ligera pausa, como esperando que Crow manifestara un gran interés por el tema, pero, como no se produjo, Holmes suspiró y siguió hablando en tono grave.
– Ha sido esta misma tarde cuando me he enterado del terrible asunto de Sandringham.
Al decir esto, Crow se sorprendió, ya que Holmes no se encontraba entre las personas que tenían acceso al fichero.
– Es muy confidencial. Confío en que…
Holmes hizo un gesto impaciente con su mano derecha.
– Su sargento me vio al salir esta tarde del Foreing Office. Había visitado a mi hermano, Mycroft. Su Alteza Real le había consultado sobre el tema. Mycroft, a cambio, prometió hablar conmigo. Estoy más impresionado y angustiado de lo que podría decirle o incluso admitir ante mí mismo. Recuerdo que durante nuestro último encuentro le conté que mi enemistad con James Moriarty finalizó en las cascadas de Reichenbach. Bien, Crow, eso es lo que debe pensar el mundo, al menos durante muchos años. Pero estos monstruosos actos de anarquía dan un nuevo cariz al asunto -hizo una pausa, como si estuviera a punto de decir una frase trascendental-. No tengo intención de que la opinión pública me asocie con cualquier investigación referente al despreciable Moriarty, pero le ayudaré todo lo que pueda de forma privada y confidencial. Y realmente necesitará ayuda, Crow.
Angus McCready Crow asintió con la cabeza, y apenas creía lo que escuchaban sus oídos.
– Sin embargo, tengo que advertirle -continuó Holmes- que no debe divulgar la fuente de información. Existen razones personales para ello, y cuando llegue el momento serán divulgadas sin ninguna duda. Pero en esta coyuntura necesito su solemne juramento de que no dirá a nadie que tiene acceso a mis ojos, oídos y mente.
– Tiene mi palabra, Holmes. Desde luego que puede contar con mi palabra.
Crow estaba tan impresionado por el repentino cambio de idea de Holmes que tuvo que reprimir el fuerte deseo de bombardearle con una descarga de preguntas. Sin embargo, por fortuna, se contuvo, ya que sabía que ésa no era la forma adecuada.
– Aunque parezca extraño -Holmes continuó atravesando a Crow con una firme mirada-, me encuentro en un dilema. Existen algunas personas a las que tengo que proteger. Sin embargo, también debo cumplir mi obligación como inglés, pido perdón como quien viene del norte de la frontera -sonrió entre dientes durante un segundo de su propia broma; inmediatamente desapareció la risa y Holmes volvió a su anterior seriedad-. Este ultraje contra un personaje real me deja poco margen para maniobrar. Dispongo de poco tiempo para el cuerpo oficial de detectives, como bien debe saber. Sin embargo, querido Crow, mis observaciones me dicen que usted posiblemente es el mejor de una mala cuadrilla, por lo que no me queda otra opción que recurrir a usted.
Se produjo una suave pausa, durante la cual Crow abrió la boca como para objetar las injuriosas observaciones de Holmes. Sin embargo, antes de que pudiera traducir sus pensamientos a palabras, el gran detective estaba hablando de nuevo y de forma más animada.
– Y ahora, a trabajar. Hay dos preguntas que debo hacerle. Primera, ¿ha examinado alguna de las cuentas bancarias? Segunda, ¿ha estado en la casa de Berkshire?
Crow estaba desconcertado.
– No sé nada de cuentas bancarias, y jamás he oído nada de la casa de Berkshire.
Holmes sonrió.
– Lo suponía. Bien, escuche con atención.
Era evidente que Holmes era una mina de información sobre Moriarty y sus costumbres («¿Piensa que no sé nada de los informadores, de la guardia pretoriana, de los matones, de los chantajistas y del control que posee sobre toda la banda?», preguntó en cierta ocasión). La casa Berkshire, tal como la llamaba, era una gran mansión de campo, edificada a principios del siglo anterior, conocida como Steventon Hall, y situada a media milla entre los mercados de Faringdon y Wallingford, a unas cuantas millas del caserío de Steventon. Según Holmes, Moriarty había comprado la casa hace algunos años, y el gran detective había deducido que su finalidad era servir de refugio durante la época de necesidad.
– Si yo estuviera en su pellejo prepararía un grupo para atacarlos -dijo Holmes con un dejo humorístico-. Pero imagino que los pájaros volaron de esas tierras hace mucho tiempo.
Las cuentas bancarias eran otro asunto y Holmes las explicó durante un buen rato. Durante algunos años siguió la pista de una serie de cuentas, con distintos nombres, utilizadas por Moriarty en Inglaterra. También había unas catorce o quince más en el extranjero, sobre todo con el Deutsche Bank y Credit Lyonnais. Había ido anotando los detalles de todas en una hoja de papel para cartas con el membrete «The Great Northern Hotel» de King's Cross. Ofreció este papel a Crow, quien lo aceptó con gratitud.
– No dude en buscarme cuando necesite más ayuda -le dijo Holmes-. Pero le ruego que haga buen uso de su discreción.
Más tarde, cuando el hombre de Scotland Yard estaba a punto de marcharse, Holmes le miró con gravedad.
– Atrape al canalla y fíchelo, Crow. Es mi más ferviente deseo. Es lo que yo mismo haría. Atrápelo.
Angus McCready Crow, un policía radical, se alegró sinceramente de la capacidad y brillantez del gran detective. Este encuentro con Holmes fortaleció su resolución en lo referente al Profesor, y desde ese momento los dos hombres trabajarían en secreta armonía hasta conseguir la caída de Moriarty.
Aunque distraído por su inminente matrimonio, Crow no perdió tiempo. Esa misma noche hizo gestiones en relación a las cuentas bancarias y entró en contacto rápidamente con la policía local de Berkshire.