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– ¿Podrás manipular un triple cierre de gran grosor? ¿No tendrías que cortarlo con un soplete?

– Pienso que sí. Es un modelo viejo.

Moriarty asintió.

– No obstante, las bisagras son resistentes.

– Puedes incluso quitar la puerta siempre que haya espacio para meter las cuñas. Una vez que se introduzcan las cuñas en las rendijas, se abrirá con un gato como si fuera una lata. Siempre que tengas paciencia. Y con la condición de que no dobles demasiado la puerta y luego no pueda apuntalarse. Si el hombre que hace la ronda ve algo, tocará la alarma de inmediato.

– Deja al hombre de la ronda para Spear -el Profesor hizo una mueca, como una gárgola-. Ya verás, Ember, vas a caer en una trampa cuando salgas con el botín.

Ember volvió a sonreír.

– Desde luego, jefe… Lo había olvidado totalmente.

– ¿Sabes dónde está haciendo Schleifstein sus ofertas fraudulentas?

– En uno o dos sitios.

– ¿Puedes acercarte?

Ember asintió con la cabeza, sin sentirse del todo contento por tener que trabajar en el campo enemigo.

Moriarty, que advirtió una cierta sensación de cobardía, le miró con dureza, demostrando su fuerza al pequeño villano a través de sus profundos ojos. Cuando habló, lo hizo con una voz rítmica y tranquila, llena de suavidad, como una niñera hablaría a un bebé.

– Acércate y véndete a ti mismo. Haz que se sienta a gusto, pero debes estar atento a su hombre, Franz, el grande. Si llega a sospechar de ti, te aplastará con su dedo pequeño.

Cuanto todos se fueron y le dejaron solo, Moriarty empezó a hacer algo de aritmética. Había hecho bien al concentrarse en meter en cintura a los extranjeros y a ese par de detectives, dejando que los demás reconstruyeran su honor y rango. Estaba satisfecho, tanto intelectual como estéticamente, por haber tramado una conjura que acabaría con los poderes que le amenazaban; deseaba ponerlo todo en práctica y ansiaba ver los resultados. Había algo divino en su realización. Su habilidad, pensaba, radicaba en planificar y guiar y, si hubiera reconocido la verdad, se habría dado cuenta de que el funcionamiento día a día de su sociedad criminal era un tanto monótono. Este era el supremo reto. Movió nerviosamente la nariz, ya que Grisombre y Schleifstein estaban predestinados y los acontecimientos estaban produciéndose. Por otra parte, Crow y Holmes desconocían la trama que se cruzaría en sus caminos.

Pero volvamos a lo básico. ¿Qué le estaba costando de la fortuna que había traído de América? A los informadores, los matones y otros criminales que ahora volvían con él les estaba pagando todas las semanas, pero ya recibía una recompensa por su dinero: comenzaba a fluir un tributo por parte de los chantajistas; carteras, relojes, pañuelos de seda y monederos que le traían los carteristas y los fileteadores. También pagaba al joven Harry Alien. Se ganaban hasta el último penique, ya que Harry parecía ser un buen chico. La gestión de la casa de Albert

Square, la adquisición de la tienda en Cornhill. Los dos nuevos locales para Sal. Como respuesta a sus pensamientos, Sal Hodges apareció en la puerta, tocó suavemente y pasó sin esperar la respuesta del Profesor.

– Creo que tengo una tentación para ti, James -miró casi con modestia, mostrando los cordones de sus botas por debajo de la larga y estrecha falda, con una blusa blanca hasta el cuello que hacía que la textura de su bonito pelo fuera más impresionante de lo habitual-. El tipo de tentadora que necesitas -sonrió como una gata que ha engullido toda la crema de la despensa-. La tentación de una tigresa.

– Bien, Sal, ¿es una tigresa? ¿Una tigresa italiana?

Había hablado con ella hacía unas noches -entre los arrebatos de pasión en el viejo juego-, sobre la necesidad de una chica italiana. Sus instrucciones, como siempre, fueron claras. Prefería una chica italiana nacida en Inglaterra. Una chica que nunca hubiera visto su verdadero país de origen. Y, sobre todo, una chica que fuera una tigresa entre las sábanas.

– Apasionadas, las italianas -murmuraba todo el rato.

– ¿Eso quiere decir que nosotras, las inglesas, no somos ardientes?

Ella le tomaba el pelo, a modo de reto, mientras empezaba a acariciar con sus muslos los de Moriarty.

– Todas no son como tú, Sal.

En este momento, ella cerró la puerta y se acercó a él, inclinándose para besarle suavemente en la frente.

– Esta tigresa… -empezó Moriarty.

– ¿Piensas probar tú mismo a la tigresa? -la sonrisa que apareció en su boca exageró las curvas que tenía en la cara, a ambos lados de los labios, como dos paréntesis, que le habían salido al reírse.

Lentamente, casi de forma grave, el Profesor movió la cabeza.

– Forma parte de mi gran plan, Sal. Es necesario. No es una falta de respeto hacia ti, niña, pero yo mismo tengo que adiestrarla.

– Entonces, lo mejor es que te la traiga. ¿Te parece bien esta noche, o ya tienes otros planes?

– Tengo mucho que hacer. Quédate tú esta noche, Sal. ¿Y sobre esta chica? ¿Es inteligente? ¿Posee un ingenio rápido?

– Servirá. Cualquiera que sea tu propósito, ella servirá.

Sabía que ella estaba intentando pescarle, pero el propósito de la chica italiana formaba parte del proyecto global diseñado en su mente y no caería en el cebo que Sal le tendía. La italiana estaba destinada al libertino Sanzionare. Echó un vistazo al papel que Ember le había dado. Había un collar de rubíes en esa lista, que también podría servir para Sanzionare. La mano de Moriarty se apretó como si estuviera tirando de unas cuerdas invisibles.

Envió a Sal a buscar a Bertram Jacobs, que se presentó al cuarto de hora. Había que soltar más dinero. Otra vez en propiedades. Esta vez para un lugar seguro situado dentro de una zona dura. Moriarty se había fijado en un lugar cerca del río, un antiguo lugar de su predilección. Quizá en Bermondsey, sugirió. Tendría que ser seguro, donde pudieran observar bien y nadie pudiera caer sobre ellos de sopetón. Bertram Jacobs lo comprendió bien y salió para cumplir el encargo de su jefe.

Esa noche, Spear le habló sobre el estado de Bridget. Sin embargo, Moriarty mostró poco interés, excepto para decir que esperaba que Bridget adiestrara bien a las dos chicas, ya que deseaba que fueran leales mientras ella estuviera de parto.

– No puedo permitir que se altere el ritmo ordinario de la vida en esta casa -dijo, y más tarde Spear volvió a su zona de la casa con un vago desasosiego.

Mientras tanto, Labrosse y Harry Alien se encontraban en el tren francés, cerca de París: Labrosse completamente borracho de ajenjo, y Alien cumpliendo con su cometido, es decir, hacer de vigilante. De regreso a Londres, Ember vagó ruidosamente por los distintos mesones que sabía que eran las guaridas de los hombres del alemán. Después de unas cuantas horas de búsqueda se dio una vuelta por Lawson's en la escabrosa St. George Street. El local estaba dirigido por un alemán, aunque su clientela la componían principalmente marineros noruegos y suecos. La primera persona que encontró al entrar fue el guardaespaldas de Schleifstein, Franz. De unos siete pies de altura.

Franz se sentó en una mesa del rincón, junto a un hombre llamado Wellborn: nombre que desmentía su linaje. Ambos estaban bebiendo whisky barato y lo tragaban como si hubiera un fuego en sus gargantas y tuvieran que sofocarlo.

El lugar era muy ruidoso y totalmente lleno de humo, con varias putas jóvenes trabajando allí todo el tiempo, tratando que los hombres soltaran su dinero. Ember rechazó a una chica de aspecto gitano de unos quince años, que había alargado la mano hacia él antes de que diera tres pasos entre la multitud.

Ember simuló no darse cuenta de la presencia de Franz y Wellborn y se dirigió directamente al bar, donde pidió ginebra, luego volvió sobre sus pasos hasta el mostrador para observar un poco a través del ambiente cargado, intentando no hacer caso del estrépito que le rodeaba. Había visto a Franz en algunas ocasiones, pero nunca tan cerca. Y lo mismo en relación a Wellborn, que debía trabajar para alguien: un ladrón de gran talento que tenía como profesión robar a los huéspedes de los hoteles mientras dormían, astuto y de poca confianza. Si el alemán tuviera a muchos como ése en su banda, no tendría muchas posibilidades de salir adelante, pensó Ember.