Ember no era un hombre violento por naturaleza. No tenía el cuerpo adecuado para ello, pero su ingenio no tenía igual. Su mano derecha encontró el objeto que deseaba en el bolsillo de su abrigo: un par de porras metálicas que siempre llevaba encima. Permaneció pegado al muro, vuelto hacia la fuente luminosa. La otra figura se acercaba hacia él, podía oír el jadeo, y cuando el extrañó estuvo a su altura, Ember le golpeó en el pie.
Soltando un taco, el hombre cayó al suelo, y dio la vuelta hacia una zona algo iluminada. Ember dio un rápido paso hacia la figura tendida y su bota encontró un objetivo. Se produjo un resplandor blanco en la oscuridad cuando el rostro de la víctima acusó el impacto. El golpe le había dejado sin sentido.
Ember levantó la cabeza y silbó suavemente. Hoppy bajaba por el callejón.
– Aquí -le llamó Ember, usando el tacón de su bota para dar la vuelta a lo que tenía a sus pies. El rostro apareció bajo la luz del farol. Era Evans, el sobornador, insensible y dormitando sobre el suelo.
Moriarty escuchó en medio de un silencio concentrado el relato de Ember sobre los sucesos de la tarde anterior.
– Wilhelm ha sido muy prudente -dijo cuándo su astuto lugarteniente acabó el relato-. En muchos aspectos es admirable. Yo habría hecho lo mismo. Sin embargo, estoy inquieto. Estaría más contento si Franz te hubiera seguido. Recuerdo al amigo Evans. Músculo y pelotas, pero muy poca inteligencia constructiva. Tenía, si recuerdo bien, una cierta facilidad con las palabras. Alguien que podría estafar. El hecho de escogerle para que te siguiera demuestra que tiene confianza en él y que es capaz de oler a los ladrones, Ember. Debemos actuar como gatos sobre una capa delgada de hielo.
– El ciego Fred me dio un mensaje a primera hora. -Ember parecía cansado. No era un buen estado para alguien que va a tomar parte en un peligroso golpe-. Dice que Evans regresó a Edmonton un par de horas después de que yo le dejara. Se movía despacio. Después de media hora, Franz y los otros dos prusianos estaban en las calles.
La cabeza de Moriarty se movió de un lado para otro.
– Actúa de forma inocente -le consoló-. Sí, alguien saltó sobre ti, pero no te paraste a mirar.
Ember miró tristemente.
– Creo que Hoppy le quitó la cartera.
Spear, que estaba sentado en silencio en un rincón del estudio, levantó la vista.
– Tú no podías saber quién se acercó a husmear una vez que le dejaste allí.
– Hay dos cosas -dijo Moriarty, que habló como un hombre que utiliza extremo cuidado al elegir las palabras: un hombre buscado por la policía-. Primero, es posible que te estén buscando. Tú debes buscarles. Si llega el momento de la verdad, di que algún ladrón callejero te estaba persiguiendo y tú pensabas que era mejor no decírselo a ellos. Si ellos no disimulan el hecho de que era Evans, tú debes sentirte ultrajado. No deseas que haya hostilidad en tu banda. Todos sabemos lo que sucede en esos casos. Segundo, si ellos han decidido vigilarte, no debes conducirlos aquí. Debes estar ojo avizor.
– Pondré a unos informadores vigilando mi culo -sonrió Ember de modo burlón.
– Sería lo mejor. Asegúrate de que son de confianza…
– Dos que no hayan estado cerca de la casa de Edmonton. Slowfoot y una de las mujeres, la viuda Winnie será mejor que cualquiera.
– No será por mucho tiempo, menos de tres semanas, pero debemos vigilar todos los rincones. -Moriarty empezó a ponerse con ahínco manos a la obra, siempre dando lo mejor de sí mismo cuando movía los peones del juego criminal-. Necesitamos informadores en cada extremo, en Cornhill, escondidos, y a lo largo de todo el camino de vuelta desde Edmonton. Sería una cruel desgracia descubrir que el amigo Wilhelm cambia de planes en el último momento. ¿Qué hay sobre los policías, Spear?
– Todo es normal durante la noche del viernes. Meteremos a nuestro hombre el sábado, lo más tarde posible.
– ¿Y el sable?
– Parecerá real; y los uniformes serán también totalmente convincentes.
– ¿Dispone de herramientas, Ember?
– Las pediré prestadas. Acabadores dobles, cruces de soporte, ensambladores y brocas, sierras, palanquetas. Lo habitual. Se las pediré prestadas al viejo Bolton. Vive más arriba de St. John's Wood. Siempre deseoso de echar una mano, el viejo Bolton.
– No te fíes de nadie, ni siquiera de tu sombra -Moriarty se levantó de su escritorio y se dirigió a la ventana-. Conviene que digas que las pides prestadas para un amigo. ¿No tenemos herramientas propias en la banda?
– Usted dijo que es mejor que tengamos un material que no haya sido usado durante años.
El Profesor asintió con la cabeza. Personalmente no le agradaba Ember, pero era un hombre fiel y auténtico. En su interior, el entusiasmo por la banda se estaba convirtiendo en una especie de placer sensual, ya que sabía que muy pronto sus afilados dientes atraparían las piernas de Schleifstein. El pensamiento era indiscutiblemente erótico. Tengo que decir a Sal que me baje a la chica italiana -reflexionó.
Ember subió hasta St. John's Wood y fue a ver al viejo Bolton, el ladrón retirado, en su pequeña y coqueta villa comprada con los beneficios de toda una vida dedicada a robar. El motivo de la visita era recoger las herramientas.
– Son para un amigo -explicó-. Para un pequeño golpe en una vieja caja fuerte en el campo.
– Son unas herramientas muy buenas -dijo el viejo. Sus ojos eran acuosos y ahora ya tenía que moverse con la ayuda de un par de bastones; se había esfumado toda su agilidad anterior, él, un hombre que podía deslizarse a través de las ventanas más difíciles e introducirse por las azoteas como una serpiente. No hay nada de vuestro novedoso material, sabes -parecía estar poco dispuesto a dejarlo-. Nada de sopletes y ese tipo de cosas.
– No serán necesarias -replicó alegremente Ember-. Ya digo que es una vieja caja fuerte.
– No es que me importe prestártelas -sin ninguna duda sí que le importaba-. Sin embargo, me gustaría saber quién las utilizará.
– Es un amigo mío prusiano. Le están buscando por toda Alemania y ahora no dispone de dinero. Sólo con este golpe tendrá para una buena temporada. Un buen tipo. El mejor.
– Bien.
– A ti te corresponden cien guineas.
– Eso es mucho dinero, Ember. No puede ser un robo tan pequeño.
– No hagas preguntas, Tom. Cincuenta ahora. El resto más tarde.
A regañadientes, el ladrón retirado tiró de sí mismo hacia arriba. Ember escuchó que se movía ruidosamente en el dormitorio.
– Están en el rellano de la escalera -dijo Bolton cuando volvió a aparecer-. Yo no consigo bajarlas. La edad y el reúma son cosas terribles. En una ocasión me llevé algunas herramientas y cuarenta libras de un botín a ocho azoteas de altura, con los polis persiguiéndome todo el tiempo. Ahora necesito una hora para prepararme el té. Un prusiano, ¿dijiste? ¿Le conozco yo?
– Lo dudo. -Ember dejó caer los soberanos de oro sobre la mesa de la cocina y subió las escaleras para recoger la bolsa de herramientas, lo que llamaban una pequeña bolsa de cuero marrón. No se arrepentirá -replicó al viejo Bolton-. Las tendrá otra vez aquí antes de que acabe el mes.
Tom Bolton tenía una mujer que le ayudaba y le hacía la compra. No era caridad, ya que le pagaba una buena suma y además sabía que ella le sisaba de la compra, pero era necesario tenerla. Cuando ella entró de sopetón a la mañana siguiente, le pidió que enviara una carta que le había llevado mucho tiempo escribir, hasta el punto de que se hincharon sus nudillos. La llevó hasta el buzón mientras iba de camino a la compra. La carta estaba dirigida a D. Angus McCready Crow, a su domicilio particular.