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Tal como había prometido, Ember volvió a la casa de Edmonton a la tercera noche después de su primera visita. Durante estos tres días sólo vislumbró a Franz y a otro de los alemanes, al más limpio. Ellos no le vieron, y los informadores, Slowfoot y la viuda Winnie, estaban seguros de que no le habían seguido.

Franz le abrió la puerta y Ember sintió de forma inmediata el ambiente. En el comedor, Wellborn estaba sentado junto al rechoncho y sucio alemán. Evans se encontraba junto al fuego, con un vendaje en la cabeza.

– ¿Qué tal? -preguntó Ember lo más alegre que pudo.

– Cierra el pico -dijo Evans de forma desagradable.

– ¿Tuvo problemas para llegar a casa la otra noche, señor Ember? -afirmó Franz con un tono de pocos amigos.

– Bien, ahora que lo mencionas, algún gorila lo intentó, a este lado de Hackney.

– Por la noche hay mucha gente desagradable. Debes cuidarte.

– Ya lo hago, Franz. Nunca he sido un vago a la hora de defenderme.

La casa olía a verduras rancias y este aroma omnipresente resultaba familiar a Ember, que no estaba de acuerdo en pensar que la falta de limpieza iba unida a la piedad.

Evans susurró algo desde la chimenea.

– ¿Cuándo daremos el golpe? -preguntó Franz.

– Cuando yo lo diga, y no antes.

– ¿No confías en nosotros?

– Yo no confío en nadie, simpático. Confiaré en ti, Franz, cuando todo esté hecho y estemos en lugar seguro.

Schleifstein entró y olfateó el ambiente rancio.

– Me gustaría hablar con usted arriba, amigo Ember.

Schleifstein estaba tan pulcro como siempre, y lleno de autodominio, aunque a Ember le dio la impresión de que el alemán pensaba que sus ropas ya tenían algo de olor.

– ¿Hizo pasar a Evans un mal trago? -preguntó Schleifstein cuando ya estaban solos.

– ¿Evans? ¿Un mal trago?

– Vamos, vamos, Ember. Pedí a Evans que viera el lugar donde vive. Usted le golpeó por Dalston Lane.

Ember ya sabía que estaba fuera de toda sospecha, en casa y seguro. Podía permitirse atacar.

– Era Evans, ¿no? Con todos los respetos, jefe, no vuelva a hacerme esto otra vez. No sin decírmelo. No me agrada que me vigilen por las calles. Me pone nervioso. Suelo atacar cuando estoy nervioso.

– Yo sólo quería protegerle -lo dijo de forma suave, hasta creíble-. Sin embargo, no se han producido daños. Excepto en el rostro de Evans, pero eso pronto pasará. Su orgullo está herido, téngalo en cuenta. No creo que sea prudente decirle quién fue.

– No. Supongo que no.

– Ni tampoco creo que sea bueno coger su cartera.

– Yo no cogí ninguna cartera.

– Si dice que no, entonces será que no. Evans mejorará en una semana. ¿Hay tiempo suficiente o necesitaremos a otra persona?

– Hay suficiente tiempo.

– Bien. Entonces si Peter forma parte, lo mejor es que les ponga al corriente sobre el plan.

– Una cosa -Ember hizo como si tirara de la manga de Schleifstein-. Quiero que quede claro que mientras estemos en el interior, yo soy el jefe.

– Algo así será.

Ember pensó que eso no sonaba demasiado prometedor.

Peter era el más limpio de los dos alemanes. Había regresado cuando ellos ya estaban abajo, aunque nadie dijo dónde había estado o qué había hecho. Pero también se encontraba otra persona en el salón: un muchacho de unos diecisiete años, alto y desgarbado, con un pelo tan grasiento que se podría freír pan sobre él.

– Sólo hablaré a la banda -dijo Ember, dirigiendo su mirada a algún sitio situado entre Schleifstein y Franz.

Mandaron fuera a Wellborn y al muchacho y Ember comenzó a explicar el plan. Les hizo saber que se llevaría a cabo aproximadamente dentro de una semana y que habría dos visitas, aunque no dio ninguna pista sobre el tamaño y la disposición del lugar, el trabajo que debería realizarse y quién haría cada cosa. Más tarde, Franz intentó preguntar algunas cosas, pero Ember sólo respondió a las que sabía que no le iban a descubrir.

Todos parecían más amistosos cuando se disponía a salir, aunque Ember no bajó la guardia.

– En el plazo de las próximas tres semanas; por tanto, manténgalos unidos -dijo a Schleifstein en el recibidor, consciente de que ahora le tocaba a él dar las órdenes-. Volveré el lunes o el martes anterior a la fecha del golpe. Así tendrá tiempo suficiente para dar las últimas instrucciones. Que no me siga nadie esta noche, jefe. De verdad que puedo arreglármelas por mi cuenta -dijo junto a la puerta.

Ben Tuffnell todavía estaba en la calle como algo permanente y no les llamaba la atención más que un muro de ladrillo. Doscientas yardas más abajo, en la misma acera que la casa, Sim el Espantajo estaba pidiendo limosna en la cuneta. Ember pensó que ahora tenía más llagas que la última vez que le observó. Tenían un aspecto muy real y la buena gente de Edmonton parecía que soltaba mucho dinero para tranquilizar su conciencia.

A fin de tranquilizar a la italiana, Moriarty le estaba enseñando un truco de cartas que se hacía con los cuatro ases. Pones los dos ases negros en el centro de la baraja y los ases rojos encima y debajo. A continuación lo barajas todo bien y ya está, los ases negros aparecen por encima y por debajo, y los rojos juntos en el centro. La italiana estaba impresionada.

Su nombre era Carlotta y poseía un talle lo suficientemente estrecho para poder abarcarse con las dos manos; el pelo suelto y una tez oscura, casi negra, que intrigaba mucho al Profesor. También tenía unos bonitos tobillos, y su cuerpo se movía bajo su vestido de tal forma que hacía que la sangre corriera velozmente por las venas del Profesor.

Sal la había educado y le había dicho que el Profesor tenía que contarle unas cuantas cosas bonitas; que debía ser buena con él y que no tenía que tener miedo.

Moriarty vio a Sal Hodges junto a la puerta del salón y le lanzó una sonrisa satisfecha y susurró: «Sapos, salamandras y lagartos. Ya hablaremos, James. Espero que ella sea adecuada».

El Profesor la aseguró que pensaba que Carlotta sería admirable para lo que tenía pensado. Más tarde habló a la muchacha, tocó algo de Chopin para ella y realizó el truco de cartas de los cuatro ases.

Ella parecía muy joven, quizá de diecinueve o veinte veranos, y su forma de ser era muy tranquila, sin ningún signo del fogoso temperamento que Moriarty asociaba a las mujeres latinas. Bridget Spear había preparado una colación fría: jamón cocido, lengua y uno de los pasteles de carne de cerdo del señor Bellamy. También había dos botellas de Moet & Chandon, Dry Imperial del 84, y se bebieron una botella antes de irse a la cama, donde Carlotta demostró que era mucho más que una tigresa.

– Sé por la señora Hodges -dijo Moriarty durante una pausa para recuperarse- que nunca has estado en tu Italia natal.

Ella puso mala cara.

– No. Mis padres no querían volver y yo nunca he tenido ni la ocasión ni el dinero necesario. ¿Por qué me lo pregunta?

Le miró con descaro y le incitó con los ojos. Con algo de maquillaje y la ropa adecuada -estaba vestida muy llamativamente- la morena Carlotta podría pasar por una condesa.

– Estoy pensando en hacer un pequeño viaje a Italia en primavera. Roma es muy agradable en esa época del año.

– Es usted muy afortunado -se inclinó y le acarició por detrás de esa manera tan descarada propia de su profesión-. Afortunado por más de un motivo -añadió coquetamente.

– Creo que podría arreglarse todo para que me acompañaras a Roma. Si es que te apetece.

Carlotta emitió algunas frases en italiano que sonaron como una mezcla de adoración y placer.

– No carecerías de nada. Vestidos nuevos. Todo -sonrió a través de la almohada, astuto y reservado-. Y un collar de rubíes para ponerte en tu bonito cuello.

– ¿Auténticos rubíes?