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En esta fecha Terremant ya había reclutado más matones y ya existían instalaciones para cocinar en Bermondsey, junto a abundantes provisiones.

Todavía se mantenía la vigilancia de la calle Cornhill desde la antigua joyería y Spear se las había apañado para conseguir uniformes de policía.

Durante la noche del lunes 16, Ember, llevando el pequeño paquete que contenía las herramientas de Bolton, se dirigió hasta Angel en cabriolé y luego caminó un poco hasta la casa de Schleifstein. Llegó a vislumbrar a Hoppy en Angel, Slim el Espantajo todavía estaba lleno de heridas; el ciego Fred y Ben Tuffnell se encontraban al acecho. Aparte de ellos, ahora Ember estaba por su cuenta. Mientras tiraba de la sucia campanilla metálica pensó brevemente en Bob el Nob vagando por la City y en la red invisible de informadores que le alertaría de cualquier peligro. También pensó en las últimas palabras que Moriarty le dijo antes de que saliera de Albert Square.

– Si me atrapas a Schleifstein, no volverás a necesitar dinero contante y sonante. Si fracasas, no necesitaras nada de nada.

Franz abrió la puerta.

– Entonces, ¿será esta semana?

– Viernes por la noche -dijo Ember mientras la puerta se cerraba a sus espaldas.

El viernes 20 de noviembre estuvo lloviendo todo el día. No era la llovizna con niebla propia de Londres en esa época del año, sino una lluvia torrencial que provocó riadas por las principales calles e inundó los callejones más estrechos y escondidos de la metrópolis. Los canales se convirtieron en arroyos impetuosos y desde los tejados y azoteas caía el agua en forma de cascada hasta llenar los desagües, provocando estragos e inundaciones donde las calles estaban sin adoquinar o mal construidas.

El tráfico iba muy lento y se produjeron los peores embotellamientos, mientras que los peatones se abrían camino entre las calles, luchando a brazo partido con las bayonetas de agua.

A última hora de la tarde el aguacero remitió un poco, aunque en aquel momento todos los que habían estado fuera ya estaban totalmente empapados. Pero no Bob el Nob.

Bob el Nob era conocido por otros de sus muchos seudónimos, Robert Lamb, Robert Betterton y Robert Richards; un solo hombre pero con tres nombres diferentes, aunque Bob el Nob era el nombre por el que le conocía la gente de la familia. Un individuo de unos cuarenta años, delgado, de pelo gris y aspecto bastante distinguido, que solía frecuentar las tabernas y los hostales de todas las zonas de la capital y, sin embargo, no era cliente «fijo» en ningún sitio. Si bebía en Brixton, por ejemplo, hablaba de sus negocios en Bethnal Green; y si pasaba la tarde en alguna taberna de Camden Town hablaba sobre el pequeño local que tenía en Woolwich.

Su memoria era muy buena y gozaba de un olfato especial para descubrir los lugares bien surtidos. Cuando bebía en los pubs de la City se le conocía como un sujeto alegre que tenía un pequeño negocio de alimentación en alguna parte de Clapham. De hecho, Bob vivía en dos habitaciones situadas encima de una carnicería en Clare Market, desde donde salía todos los días con la firme resolución de captar la mejor información. Era elegante, casi un caballero, y de temperamento plácido. El viernes 20 lo pasó casi todo el día en la cama, escuchando el ruido de la lluvia al mojar las calles, al golpear contra su ventana y sobre la fachada de la carnicería que tenía debajo.

El fue el informador que olfateó las posibilidades que ofrecía Freeland & Son. Su trabajo de esta noche era muy fáciclass="underline" tomarse unos cuantos vasos en Dirty Dick's, el pub construido sobre las viejas bodegas de vino y licores de Bishopsgate. Allí era donde los trabajadores de Freeland & Son se dirigían los viernes después de salir del trabajo y había prometido que se reuniría con un par de ellos sobre las ocho de la tarde. Si algo iba mal, el joven Saxby estaría esperando en la casa relámpago de Whitechapel. Lo que se hacía con los mensajes que transmitía era algo que no interesaba a Bob el Nob.

Cuando llegó, el salón del bar estaba lleno de agitación, sobre todo con oficinistas que charlaban después de su jornada de trabajo. Muchos de ellos no volverían el sábado y algunos pasarían la noche antes de volver con sus mujeres con lo que quedaba de su paga.

A las ocho y media no había aparecido nadie del personal de la joyería y Bob comenzó a sentir los primeros síntomas de preocupación. A las nueve seguía sin haber ni rastro. No fue hasta las nueve y media cuando se les vio venir a los cuatro, cansados y con aspecto melancólico.

Saludó a sus particulares amigotes con gran alegría y con algún comentario en tono jocoso sobre su tardanza. El viejo Freeland les había retenido, dijeron, lo ' cual no les hacía mucha gracia. El trabajo que tenía que estar acabado el lunes, para ser recogido, llevaba un retraso considerable. No tenían la obligación de ir a trabajar el sábado, pero ahora todo había cambiado. Mañana sería un día completo de trabajo.

Para salvar las apariencias, Bob permaneció en el bar hasta un poco después de las diez, quedándose junto a la puerta para intercambiar alguna palabra con otro conocido antes de salir a la oscuridad. Había comenzado a llover de nuevo. No con la misma fuerza que anteriormente, pero lo suficiente para bañar los hombros de su gabán y salpicar su cara, hasta caer por sus cejas y obligarle a pestañear y pasar su mano por los párpados. Con la cabeza gacha, se fue a grandes zancadas hacia Cornhill y Leadenhall Street, las piernas moviéndose automáticamente, las manos hundidas en los bolsillos de su gabán y con la mente ocupada en cumplir la sencilla tarea de pasar la información a Saxby para Ember. «Ellos estarán mañana trabajando», era todo lo que tenía que decir. Más tarde a casa, quizá con una de las compañeras que se encuentran cerca de Clare Street. Una noche pasada horizontalmente le haría mucho bien.

El Nob estaba cruzando Aldgate cuando un cabriolé le golpeó.

Fue una combinación de mal tiempo y peor suerte. Principalmente el tiempo, ya que la lluvia era tan fuerte que los ojos del conductor vislumbraron la figura en la calle cuando ya era demasiado tarde. Pudo tirar de la rienda de su caballo hacia la derecha, una rápida acción que salvó a Nob de ser atrapado bajo los cascos, pero no lo suficientemente rápida para parar las ruedas, que le dieron un buen golpe, empujándole y derribándole sobre la húmeda calle donde ahora yacía inmóviclass="underline" como muerto.

Todos vestían sus ropas oscuras con las tirantes chaquetas, tal como Ember les había ordenado. Sentados en el pequeño salón de la casa de Edmonton, los cinco hombres realizaron sus habituales trabajos por última vez. Evans, todavía con aspecto malhumorado; Franz, el pulcro y cabezacuadrada alemán; Peter y su corpulento compañero despeinado llamado Claus; y Ember, por supuesto, que era el que más hablaba.

Wellborn y el muchacho del pelo lleno de grasa se encontraban en algún lugar de la casa, y Schleifstein se había ido a la cama. El cochero debería recogerles en su coche de cuatro ruedas a la una en punto y traerles más tarde. Mañana, cuando forzaran la caja fuerte, dejaría preparado el coche para que Evans lo tomara para cargarlo con el botín y luego alejarse lo más rápidamente posible del lugar. Todo estaba preparado.

Evans, el matón, iba a darles las señales y también se encargaría de conducir el coche a la noche siguiente; Peter y Claus eran los currantes y harían el trabajo duro. Franz actuaría como intermediario entre Ember y Evans y viceversa.

– No tenemos ninguna necesidad de precipitarnos -les dijo Ember por vigésima vez en tres días-. Eso es lo bonito: nos tomaremos nuestro tiempo en las dos noches. Esta noche veremos el estado de las cosas, entraremos en la tienda; más tarde, mañana, la forzaremos adecuadamente.

En la calle no había un sonido fuera de lo normal y Ember se sintió confiado. Ninguna señal. Todo estaba despejado. Spear y Terremant estarían mirando desde la tienda de la calle Cornhill y no necesitarían más de un par de horas para cortar el suelo. Probablemente menos. Lejos de Edmonton a la una. De regreso a las cinco. Todo en la oscuridad.