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Buscó en su bolsillo el frasco de brandy y echó un trago. Un último vistazo a las herramientas de Bolton, todas empaquetadas y envueltas en un paño para evitar el ruido. Escoplos; cuatro palanquetas; taladros americanos, una sierra corta y hojas, arañas; un cortador y varias cabezas; cuerda y un gato metálico. En la parte superior, la oscura linterna que sería la única luz dentro del lugar [12].

Al cochero se le había pagado por adelantado. Siempre era así: el honor entre los ladrones no se extendía a asuntos de dinero. Él no tenía ni idea del lugar donde se iba a producir el golpe. Ni tampoco deseaba saberlo. Les dejaría en Bishopsgate y a las cuatro y media de la mañana realizaría una ruta de vuelta. Primero recogería a Ember con sus herramientas, y luego a los demás, en distintos intervalos: a dos en Houndsditch y a la otra pareja en Minories. Y luego de regreso, por un camino tortuoso hasta Edmonton.

Mientras bajaba los escalones hacia el coche, Ember pensó que había visto el rostro blanco de Tuffnell en la oscuridad del muro al otro lado de la carretera. Ninguna señal. Todo seguro. Justo antes de salir de casa había sacado su reloj de cadena, que marcaba la una en punto.

Nob sintió frío, humedad y dolor. Estaba oscuro. Había voces. Algunas personas le llevaron en coche y el dolor recorrió su cuerpo en forma de indescriptibles convulsiones. A continuación recordó una especie de carro. Pero sólo fue por breve tiempo, ya que volvió una vez más a la oscuridad.

Más tarde, el dolor apareció de nuevo, como si alguien estuviera aplastando su hombro. El tiempo no importaba y toda una vida habría pasado, como un sueño febril, mientras su mente sufría un conocimiento confuso y un sueño lleno de pesadillas. Luego, luces, el olor a desinfectante y algo que sujetaba su brazo derecho y su hombro. Más luz. Despertar en un ambiente extraño y… ¿ángeles? Blancos ángeles volando.

– Ahí, estás bien -dijo uno de los ángeles inclinándose hacia él-. Estás bien.

– ¿Qué…? -su boca estaba seca y quería vomitar.

– Has tenido un accidente -dijo el ángel-. La policía te trajo aquí.

Al oír mencionar a la policía, Bob el Nob se despertó completamente. Se encontraba tendido en una habitación de azulejos blancos, sobre un sofá de piel. Los ángeles eran mujeres. Enfermeras.

– Estás en el hospital St. Bartholomew -dijo la enfermera, con la cara muy cerca de su rostro-. Tu hombro se ha roto, pero el cirujano lo ha vuelto a colocar. Vivirás para poder enfrentarte de nuevo a los cabriolés.

Todo volvió de nuevo y Bob el Nob se movió, intentando sentarse, pero el dolor permanecía, como una lanza al rojo vivo.

– ¿Qué hora es? ¡Es muy importante! -preguntó cuándo el dolor empezó a ser menos violento.

– Algo más de medianoche. Has estado inconsciente durante bastante tiempo.

Ahora se sintió más delicado y volvió el dolor, esta vez en forma de pequeñas punzadas.

– No puedo quedarme aquí -respiró con dificultad-. No puedo permitírmelo. No en un hospital.

– No te preocupes. Por la mañana te hablarán sobre ese tema. Realmente tuviste un atropello horrible.

Era una mujer de rostro anguloso, toda llena de almidón. Almidón por todas partes, pensó el Nob. Almidón por todas partes, no daba crédito.

– Deseo dar un mensaje -respiró profundamente.

– ¿A tu mujer?

– Sí -se aferró a la idea.

– Bien, tendré que llamar a tus familiares antes de que te levantes y veremos lo que se puede hacer en relación a tu esposa. De cualquier modo, la policía querrá todos los detalles. Yo realmente no lo sé. Eres el cuarto accidente que hemos tenido esta noche, pronto tendrán que hacer algo con el tráfico. Estos coches de caballos van demasiado rápido y hay demasiada gente en las calles. No están preparadas, ya lo sabes -ella tocó suavemente su cabeza, como para ver si tenía fiebre-. Descansa aquí, volveré en unos minutos.

Se fue por el suelo de baldosas, como un susurro de autoridad almidonada.

El dolor era terrible, pero consiguió ponerse de pie, sintiendo cómo la habitación daba vueltas y se paraba de nuevo. A continuación, más náuseas. El empapado gabán estaba sobre una silla, pero no fue capaz de ponérselo, ya que su brazo derecho y su hombro estaban tirantes.

– No importa -pensó el Nob-. Si necesito otro tratamiento, les contaré una historia en el dispensario oriental en Whitechapel. Agarrando su gabán con la mano izquierda y apretando los dientes por el dolor que le suponía cada paso, Bob caminó arrastrando los pies hasta la puerta. En el exterior había un amplio hall y algunas puertas de cristal. Un gran bullicio, ya que parecía que estaban trayendo dos nuevos casos en unas camillas. Bob pudo entrever a su enfermera echando una mano.

El camino hacia la salida estaba libre, por lo que, a su máxima velocidad, Nob se tambaleó hacia las puertas de cristal y salió. En el exterior la lluvia todavía seguía cayendo y parecía que, por un momento, se aclaraba su mente. Más tarde volvieron las náuseas y el dolor hacía que cada paso fuera una agonía.

No fue hasta después de la una cuando llegó a la casa relámpago en Whitechapel. Allí se habían producido varios accidentes y un par de sujetos se jactaban de un robo a mano armada que acababan de llevar a cabo en la parte occidental. Saxby estaba dormido sobre un banco de una esquina. El Nob le dio el mensaje y Saxby se fue, preocupado y pálido, con unos círculos oscuros bajo los ojos. Aún le quedaba un buen camino hacia Edmonton.

El Nob vio cómo se marchaba Saxby, luego se sintió enfermo y uno de los individuos le ayudó a apoyarse en una esquina y le dio un trago de su brandy.

A la entrada trasera de Freeland & Son se accedía a través de un estrecho callejón que salía de Bishopsgate y conducía a un diminuto patio. La puerta trasera era lo suficientemente segura, protegida por planchas de hierro, pero a la derecha de esta zona unos escalones descendían hasta la puerta de un sótano del que nadie se preocupaba.

El patio estaba cubierto de desperdicios y trastos: cajas viejas, cajones de embalaje y otro tipo de cosas, como si se tratara del vertedero común de la zona.

El policía de la ronda no estaba cuando bajaron del coche de alquiler. Ember susurró instrucciones al cochero y descendieron por el callejón y entraron al patio en sólo un par de minutos, dejando a Evans en el extremo de Bishopsgate, ya que era un punto privilegiado y oscuro. Ember pensó que tendrían unos diez minutos para entrar antes de que el policía bajara de nuevo por Bishopsgate.

La oscura linterna sólo ofrecía un círculo de luz, pero lo suficiente para utilizar una palanqueta en la cerradura simple.

– Siempre hay una forma de entrar -musitó Ember mientras trabajaba en los seguros-. Algunos tienen cajas fuertes con puertas inexpugnables, pero por detrás parecen de hojalata. Algunos protegen las puertas principales y se olvidan de los sótanos que están por debajo o de las oficinas de arriba.

La cerradura pareció seguir esta sencilla deducción y la puerta se abrió. Chirrió ligeramente y se produjo un crujido oxidado de uno de los goznes. En el interior, el lugar olía a polvo, humedad y al descuido de muchos años.

Hizo girar el pequeño círculo de luz alrededor del sótano, mirando todo para que sus ojos se adaptaran más rápidamente a la oscuridad. Al igual que el patio del exterior, el sótano estaba lleno de basura: un par de cajones de embalaje, una pila de cajas viejas, un cartel descamado (Dorado, plateado y grabado en el mínimo plazo. Reparaciones realizadas por especialistas con toda prontitud), que formaba parte de una vieja reja, ahora obsoleta por las contraventanas de hierro que rodeaban la parte delantera de la tienda.

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[12] (*) Herramientas del ladrón. Algunas de las anteriormente mencionadas se explican por sí mismas -como escoplos y palanquetas-. Con otras no sucede los mismo. El taladro americano es un berbiquí y una barrena; la palanqueta era originalmente una herramienta con forma de L, pero en el momento de la narración este nombre se aplicaba a un instrumento mucho más pequeño para abrir cerraduras. Las arañas eran ganzúas y las brocas eran llaves maestras con guardas en ambos extremos. Otra de las herramientas utilizadas en el robo era semejante a un par de tenazas largas con los extremos hundidos, que se utilizaba para asir una llave y darle la vuelta en el otro lado de una cerradura. El cortador quizá fuera la herramienta más difícil de encontrar entre los útiles de un ladrón y requería mucha habilidad para usarse correctamente. Tenía forma de T, el recorrido hacia abajo era apuntado y poseía una barra ajustable en ángulo recto, en la que podían adaptarse varias cabezas cortantes -para metal, madera o vidrio-. Se colocaba una cabeza y se usaba, como si fuera un compás, para cortar orificios circulares bien definidos. En esta época, sin embargo, las modernas cajas fuertes se abrían con los relativamente nuevos sopletes o, en el caso de los modelos más antiguos, mediante el muy utilizado gato, o gato de tornillo, cuya operación se describe a continuación.