– Quédate junto a la puerta -Ember susurró a Franz-. Escucha bien.
A continuación, como en un espectáculo mudo, señaló a Peter y Claus para que se acercaran a él mientras se movía hacia el sótano, mientras aparecía una rendija de luz en las vigas y en las tablas de arriba.
El sótano era largo y estrecho, y ahí estaba, a unos cuatro pasos y justo enfrente de sus cabezas, el cuadrado revelador de fuertes cerrojos que marcaba el soporte de hierro sobre el que la caja fuerte se mantenía en el interior de la tienda. Hizo la señal a los dos alemanes para que acercaran uno de los cajones de embalaje justo delante del cuadrado. Después, con cuidado y sin precipitación, Ember abrió la pequeña bolsa de herramientas y sacó el taladro americano, en el que colocó la broca más grande.
A continuación pasó la linterna a Peter, se subió sobre el cajón de embalaje y comenzó a taladrar hacia arriba a través del techo de madera, poniendo su rostro a un lado para evitar el serrín y las astillas.
Su finalidad era taladrar cuatro series de siete agujeros, cada una de ellas en ángulo recto, hasta formar las esquinas de un cuadrado delante de la zona de los cerrojos, dejando unos tres pies de separación en cada serie. De esta forma, si se unían los ángulos, cada uno de los lados tendría tres pies de longitud. Había taladrado dos agujeros, muy juntos, cuando oyeron el doble ladrido de un perro. Era la primera señal de Evans. La siguiente sería un silbido bajo, más tarde el sonido de una ave nocturna y luego de nuevo el ladrido.
Franz cerró la puerta con suavidad, inclinándose pesadamente contra ella. Ember se quedó rígido y quitó el taladro americano de la madera. Peter y Claus permanecieron sentados en cuclillas, silenciosos, cubriendo la linterna. En el exterior, sabían que Evans se habría retirado al patio y se habría agazapado detrás de los escombros.
Habían calculado que estarían cinco minutos sin trabajar cada vez que pasara el policía: a no ser que decidiera echar un vistazo en el patio, lo que solía hacer una vez cada noche. Esta vez no pasó. A continuación se relajaron y prosiguieron su trabajo.
Las planchas de madera del techo eran fáciles, la broca las cortaba como mantequilla y, de vez en cuando, ofrecía algo más de resistencia, cuando llegaba al suelo de linóleo que lo revestía. Después de tres paradas para dejar pasar al vigilante, Ember había completado las cuatro series de agujeros.
En el cuarto descanso, el policía pasó al patio. Podían escuchar el sonido de sus pasos sobre los guijarros mientras se alejaba por el callejón. Y más tarde, el resplandor de su linterna sorda a través de la mugrienta ventana del sótano. Alcanzó la puerta trasera y se paró en la parte superior de la zona de escalones: el corazón de Ember golpeaba como si fuera el martillo de un peón. Pero no bajó y pronto volvieron a respirar con facilidad a medida que retrocedía.
– Evans ya está de vuelta -susurró Franz, y Ember se inclinó hasta el pequeño paquete para coger el escoplo más grande y quitar la madera entre los agujeros hasta conseguir, finalmente, cuatro pequeñas hendiduras en ángulo recto.
A continuación, escogió la mejor hoja de sierra, atornilló bien las tuercas de mariposa y se las pasó al corpulento Claus. Ahora tocaba hacer el trabajo duro al par de alemanes, que consistía en serrar la madera, separando los ángulos, y conseguir un agujero cuadrado para acceder al taller de arriba.
Se necesitó una hora, con las pausas adecuadas para dejar pasar al vigilante. De cualquier modo, sólo cortaron tres lados. Peter y Claus tiraron de las planchas y las rompieron por el cuarto lado, hasta que se vinieron abajo con un estruendo capaz de despertar a un muerto. El ruido fue tan fuerte en las cercanías del sótano que Ember les aconsejó que permanecieran atentos, a la espera de escuchar los pasos del policía que volvía hacia la tienda.
Al arrancar violentamente las tablas, resplandecieron las luces de gas de la tienda e iluminaron todo el sótano. Por primera vez Ember se dio cuenta de que tendrían que idear algún modo de unir otra vez las tablas antes de dejar el lugar. Si el vigilante volvía al patio, desde ese momento hasta su próxima ronda por la mañana, se alertaría inmediatamente por esta extraña fuente de luz que se veía desde la ventana del sótano.
– Voy a subir para echar un vistazo -susurró Ember, haciendo un gesto a Peter y Claus para que le ayudaran a subir a través del agujero.
Lo habían hecho perfectamente. El agujero estaba justo enfrente del lecho metálico sobre el que se apoyaba la caja fuerte, resplandeciente en el centro del piso del taller. Un primer vistazo le dijo a Ember que, a pesar de su pulcra apariencia debida a la capa de pintura blanca, la caja tenía unos cuarenta años de edad. Dio una vuelta, se puso en cuclillas junto a la puerta en el lado de las bisagras y sonrió. Había espacio más que de sobra para insertar las cuñas entre la puerta y la caja.
Se enderezó y sacó su reloj. Marcaba las cuatro menos cuarto. Disponían de mucho tiempo y estarían de vuelta en Edmonton antes de las cinco, a pesar de tener que volver a colocar las tablas del suelo.
Ember echó un vistazo por todo el taller, limpio y ordenado con un largo banco de trabajo apoyado contra una pared; herramientas para los artesanos y sus propios instrumentos colocados en estantes de madera por encima del banco: cuatro juegos. En la parte externa de la tienda, los estantes de vidrio se encontraban vacíos y resplandecientes; por un momento, Ember se preguntó si debía asomarse por una de las hendiduras de las contraventanas y hacer una señal a Spear, que sin ninguna duda estaría observando desde el local de enfrente.
Su reconocimiento fue más largo de lo que se imaginó, ya que se produjo el susurro urgente de Franz desde la parte de abajo. El policía se estaba acercando una vez más.
– Basta de ruido -siseó, alejándose de la caja y fuera de la línea de visión de los resquicios de observación. Su respiración era pesada y se inclinó contra el banco de trabajo, consciente de las sordas pisadas de las botas del policía sobre el suelo del exterior, tan cercanas, mezclándose de vez en cuando con otros ruidos de la calle.
Volviendo la cabeza, Ember vislumbró algo blanco cerca de su mano sobre el banco de trabajo. Justo delante de una de las herramientas, y sujeto con un trozo de metal, se encontraba un papel. Una florida escritura a mano con buena caligrafía bajo el encabezado de John Freeland & Son. La fecha podía apreciarse muy claramente en la parte superior: vienes, 20 de noviembre de 1896. Luego, decía más abajo:
Axton. En relación a nuestra conversación de esta tarde, creo que quizá sea un poco tarde entrar para abrir la caja por la mañana. Es algo inevitable, aunque molesto, dada la urgencia del trabajo. Quizá utilice este tiempo para decir a los empleados que serán recompensados por venir a terminar el trabajo para Lady S y Su Majestad. La reputación de la firma depende de ello. Atentamente, etc. John Freeland.
Pasaron algunos segundos antes de que Ember comprendiera el completo significado de la anotación. Era consciente de las pisadas del policía al otro lado de las ventanas de la tienda exterior, pero su mente estaba dando vueltas por toda la complejidad del asunto. Los empleados vendrían dentro de unas horas. Quizá a las siete y media o a las ocho en punto. Si deseaban tener éxito en el robo, la caja fuerte tendría que abrirse ahora. Esta noche. Inundado por todos estos pensamientos, y junto a los pasos siniestros del policía, sabía que sería imposible abrir la caja mientras el muchacho de azul estuviera por los alrededores. Demasiado ruido y ninguna posibilidad de disimular la puerta destrozada. Eso era una parte del plan que había ocultado cuidadosamente a Schleifstein. Todo el asunto dependía del policía, que sería sustituido por uno de los matones de Terremant.
Incluso si lo conseguían por algún milagro, el núcleo interno de la intriga de Moriarty no serviría para nada: el falso coche de policía, los matones disfrazados de polis atrapándoles mientras salían, la redada en la casa de Schleifstein en Edmonton y el desenlace final, todo demostraría a Schleifstein que el Profesor todavía llevaba las riendas. Todo se perdería. Peor aún, el Profesor le culparía a él. Podría incluso imaginar que Ember le había traicionado y habría una sola conclusión a todo esto.