Los pasos del policía se estaban desvaneciendo y Ember sabía que ahora debía tomar la decisión más importante de toda su vida criminal.
El muchacho, Saxby, llegó a Edmonton justo después de las dos en punto y encontró a Ben Tuffnell en su lugar habitual, hecho un ovillo junto a la puerta situada enfrente de la casa de Schleifstein. Estaba durmiendo con un ojo abierto y miró con expectación cuando el muchacho le sacudió.
– Ellos no deben ir.
– ¿Quién lo dice?
– El Nob ha tenido un accidente. Le ha atropellado un coche de caballos. Pero v no deben ir.
– Ya se han ido, joven Saxby. Hace más de una hora que se han ido.
– Entonces, ¿qué hay que hacer?
– ¿Viste al Nob?
– Le vi. Una terrible confusión. Recibió un golpe en un hombro.
– ¿Qué fue lo que dijo? ¿Cuáles fueron sus palabras exactas?
Ben Tuffnell agarró al muchacho por la solapa de la chaqueta y sus ojos adquirieron una mirada salvaje.
– Dijo que no debían ir esta noche porque la tienda va a abrirse mañana.
– Dios nos ampare -afirmó Tuffnell-. Realmente no sé qué hacer, muchacho. Francamente. No lo sé.
Spear habría preferido estar en la cama con su Bridget en vez de pasar la noche junto a la tienda de Freeland & Son de la calle Cornhill. Ahora, a altas horas de la noche, sintió añoranza del calor de su esposa junto a él, a pesar de que ya había empezado a engordar: el fruto de la unión ya se estaba desarrollando en su interior.
Pero estaba de acuerdo en que esa noche había que vigilar, aunque mañana se ocuparía de los verdaderos asuntos. Echando un vistazo en la oscuridad, Spear tuvo la sensación de que Terremant y el otro matón llamado Betterridge estaban tan fatigados como él.
Todo parecía que iba como la seda. Anteriormente habían visto al coche entrar en Bishopsgate y, desde entonces, nada había roto la rutina de la noche. El policía seguía haciendo su ronda y el tráfico que solía haber a estas horas era escaso, con esos extraños furgones y algunos cabriolés aislados que todavía seguían circulando.
Justo después de las dos, la lluvia cesó; media hora más tarde, dos caballeros jóvenes, con un par de maravillosas chicas, bajaban alegremente hacia Cornmarket, con el eco de sus risas, que luego fue desapareciendo poco a poco, y que era la demostración de que la juventud echaba una cana al aire hasta en los sobrios límites de la sagrada milla cuadrada de la City de Londres.
Un poco antes de las cuatro y media, el coche de caballos vacío había subido lentamente desde la zona de «Royal Exchange» y entró silenciosamente en Bishopsgate. Aunque él no podía verlo desde su lugar de observación, Spear estaba seguro de que iría bajando lentamente y se pararía cerca del callejón que conducía a la parte trasera del local de Freeland, donde recogería a Ember. Luego ganaría velocidad y con gran estruendo recogería a los dos miembros de la pandilla que, en ese momento, ya estarían andando hacia Houndsditch.
A medida que reflexionaba en todo esto, algo le preocupó.
– No hemos visto a la pareja que pasó hacia Minories -susurró a Terremant.
– Sin ninguna duda habrán tomado otro camino -replicó el enorme matón.
Spear lo estuvo pensando un momento y se dio cuenta de que era la única explicación posible. Sin embargo, no le agradó mucho, ya que quería decir que cuatro hombres podrían estar tomando la misma dirección hacia Bishopsgate, incluso durante un breve período de tiempo.
El policía volvió a aparecer de nuevo, solemne e imponente, sin duda pensando en el desayuno que le estaba aguardando dentro una hora y media, pero realizando los mismos movimientos que había hecho desde la medianoche: el vigilante de la ley y el orden durante la guardia de una noche sin nada especial.
– Es el momento de escabullirse -Spear se dirigió a los otros hombres, que ya estaban recogiendo sus posesiones y listos para salir.
A continuación, la cabeza de Spear se inclinó ante el sonido de cascos y ruedas. Un coche de caballos venía de Cheapside, deteniéndose como para dejar a un pasajero, y luego siguió su camino. Cuando hubo pasado, Spear tuvo la sensación de que era el mismo coche que Ember había utilizado. Un cierto malestar comenzó a producirse en su interior. El coche entró en Bishopsgate y una pequeña figura cruzó rápidamente por la ventana de la tienda. Spear conocía a la sombra y su forma de andar le era familiar. Ember. Algo más tarde, unos golpecitos muy suaves sobre la puerta de la tienda confirmaron sus observaciones.
– Algo pasa arriba -dijo a Terremant, que ya estaba saltando para fugarse a toda velocidad.
Ember escuchó los pasos del policía que se iban apagando poco a poco hasta que sólo quedó el ruido de las lámparas incandescentes en la tienda principal. Miró a la caja fuerte y se preguntó cuánto tiempo le llevaría arrancar la puerta; miró su reloj para cerciorarse del tiempo. Las cuatro menos diez. Quedaba algo menos de media hora antes de que dos de ellos se dispersaran a Houndsditch; cinco minutos más tarde otros dos a Minories, dejando a Ember solo, vulnerable con su pequeño paquete de herramientas, a la espera del coche.
Ember puso orden en su mente en la mitad de tiempo, se arrodilló y a través del agujero del sótano dijo a Franz que se subiera sobre el cajón de embalaje.
– Ha habido un cambio de planes -dijo en voz baja, para que los otros no pudieran oírlo-. Este maldito lugar abrirá mañana, por lo que tendré que abrir ahora la caja.
Franz murmuró algún juramento en alemán.
– No lo haré -añadió a continuación muy enfadado-. El Jefe no podrá desembarazarse de las joyas hasta el domingo.
– Bien, tendrá que quedarse con ellas. Súbeme la bolsa y avisa a Evans que no vamos a abrirla como estaba programado. Quiero que estéis al tanto del reloj. Yo saldré fuera a las cuatro y media, daré una vuelta por esta zona en el coche y le daré instrucciones. Vosotros os quedaréis aquí.
– Evans puede dar las instrucciones -Franz estaba alerta, incluso receloso.
– Yo no le permitiré aproximarse al coche. Es mi vida…
– Él nos ha dado una buena información sobre los golpes.
– Dar información es una cosa. Llevar a cabo un plan es otro asunto. Yo seré el responsable, no él. Sube aquí las herramientas y déjame que siga. Saldré a las cuatro y media y volveré en diez minutos, pero voy a abrir esta caja antes de que amanezca, por lo que debemos movernos.
Franz no parecía muy contento, pero se encogió de hombros y le pasó la pesada bolsa. Ember se colocó cerca del lado de las bisagras de la caja fuerte, cogió una palanqueta delgada y plana, y el gato, y se puso manos a la obra. Insertó la palanqueta en la grieta entre la puerta y la cubierta de la caja y comenzó suavemente, quitando todos los restos de pintura, polvo y suciedad, justo por debajo de la bisagra superior, abriendo su apertura natural al máximo. A continuación realizó una operación similar por debajo de la bisagra inferior. Cuando hubo terminado todo esto, el policía iba a hacer la ronda una vez más y Ember tuvo que quitarse de la vista y pegarse a la pared, llevando consigo todas las herramientas.
Cuando se le avisó de que no había moros en la costa, dejó el pequeño paquete de herramientas donde estaba y se acercó de nuevo a la caja, armado sólo con una llave de horquilla y el gato. La herramienta era pesada, de metal de buena calidad, con la parte de abajo de forma circular, como un tambor alargado, sobre el que iba un fuerte tornillo, puntiagudo en un extremo y cuadrado en el otro a fin de que pudiera colocarse la llave inglesa. Normalmente solía utilizarse como un taladro, el extremo puntiagudo se metía en una cerradura y luego se desatornillaba desde el otro extremo con la llave inglesa, de forma que la cerradura se abriera. Era un método poco sutil, pero muy seguro, para abrir las cerraduras.