Crow se sintió desconcertado y excitado al mismo tiempo por los picantes comentarios de su nueva compañera.
– Un momento, querida -respondió casi con brusquedad-. Esto es importante.
– Pero Angus, ésta es nuestra noche de bodas. Yo…
– Esto tiene que ver con nuestra noche de bodas. Es una alegre sorpresa.
– ¿Y nuestras diversiones en la playa de Cornish?
– No va a ser en la playa de Cornish, Sylvia.
– ¿No…?
El sonrió, rogando en su interior que a ella le agradara.
– No vamos a Cornualles, Sylvia. Mañana salimos hacia París.
Esto no agradó a la nueva señora Crow. Se había tomado muchas molestias en todos los preparativos para la boda y, a decir verdad, había llevado la batuta en casi todos los planes, incluyendo la elección del lugar para la luna de miel.
Cornualles era una región a la que se sentía muy vinculada afectivamente y de niña había estado allí en distintos lugares de veraneo a lo largo de la costa. Ahora lo había escogido especialmente como su escondite -hasta la elección del alquiler de una casa cerca de Newquay- debido a esos felices recuerdos. Y ahora, de repente, en la antesala de lo que habría sido la noche más feliz de su vida, se resistían su voluntad y su deseo.
Esto sería suficiente para afirmar que su luna de miel no era un acontecimiento extraordinario. Ciertamente, Crow era atento con su esposa y la llevaba a contemplar las vistas de la gran ciudad, comía con ella en los mejores restaurantes que podían permitirse y la cortejaba con los mejores métodos que ya había comprobado. Pero había períodos en los que, por lo que respecta a Sylvia, su comportamiento dejaba mucho que desear. Había períodos, por ejemplo, en los que desaparecía durante horas enteras, y al volver no daba ninguna explicación de su ausencia.
Estos momentos, como quizá ya se habrá contado, los pasaba con distintas personas en la Policía Judicial; en particular, con un inflexible oficial llamado Chanson, que más bien parecía el dueño de una funeraria que un policía, y que tenía el apodo de L'Accordeur, y era llamado así tanto por los criminales como por su propios compañeros.
Sólo por el apodo uno llega a la conclusión de que, sea cual fuere su aspecto y su comportamiento, Chanson era un buen policía, y con un instinto de oficio muy aguzado. Sin embargo, después de un mes, Crow no sabía mucho más en relación a los movimientos de Moriarty o de su paradero actual.
Existía alguna evidencia de que el líder criminal francés Jean Grisombre le había ayudado a escapar de Londres. Uno o dos indicios más señalaban la posibilidad de que alguno de los hombres del Profesor se hubiera reunido con él en París. Pero también había una fuente de información, entresacada principalmente de los informadores de Chanson, de que Grisombre había exigido que Moriarty saliera de París en cuanto sus compañeros llegaran de Inglaterra. En resumen, que la corta estancia de Moriarty en Francia no había sido demasiado confortable.
Existía una pequeña duda de que hubiera salido de Francia y Crow todavía tenía que guardar en su mente algunas pistas y considerarlas a su regreso a Londres.
Al final de su luna de miel, Crow había hecho las paces con Sylvia y, al llegar a Londres, cayó en tal rutina, tanto en su matrimonio como en su trabajo en Scotland Yard, que los problemas referentes a su promesa contra Moriarty pronto pasaron a un segundo plano.
Sin embargo, sus continuas visitas a Sherlock Holmes le convencieron de algo que ya había sospechado desde hace mucho tiempo y para lo que había trabajado: que detener criminales necesita muchos conocimientos especializados y una buena organización. La Policía Metropolitana era muy lenta en adquirir y asimilar nuevos métodos (por ejemplo, en Inglaterra no se adoptó un sistema de huellas dactilares, entonces muy utilizado en el continente, hasta principios del siglo veinte), por tanto Crow comenzó a desarrollar sus nuevos procedimientos y a reunir sus contactos.
La lista personal de Crow creció con rapidez. Tenía un cirujano, con mucha experiencia en autopsias, en el hospital de St. Bartholomew; en el Guy se encontraba otro médico con la especialidad de toxicología. Por otra parte los Crow solían comer con un farmacéutico de primera categoría en Hampstead, mientras que en el cercano y respetable St. John's Wood, Crow visitaba con frecuencia a un rico ladrón que estaba disfrutando de sus últimos días con las ganancias mal adquiridas. En Houndsditch contaba con la información de un par de carteristas rehabilitados y (aunque la señora Crow no lo sabía) existía una docena, o incluso más, de miembros de una hermandad deshonesta que suministraba información exclusiva a Crow.
Pero también había otras personas: hombres en la City con conocimientos sobre piedras preciosas, tesoros de arte, tallas de oro y plata, mientras que en los cuarteles de Wellington había tres o cuatro oficiales con los que Crow trataba de forma habitual, todos ellos peritos en algún tipo de arma y su utilización.
Angus McCready Crow siguió desarrollando su carrera, con la firme determinación de ser el mejor detective del Cuerpo. Más tarde, en enero de 1896, el profesor salió a la luz una vez más.
Fue un lunes 5 de enero de 1896, cuando circuló una carta del comisario pidiendo explicaciones e informes. Crow fue uno de los destinatarios.
Estaba escrita el pasado mes de diciembre y se expresaba en los siguientes términos:
12 de Diciembre de 1895
De: El jefe de detectives
Cuartel General Policía de Nueva York
Mulberry Street
Nueva York USA
Aclass="underline" Comisario de la Policía Metropolitana
Estimado señor,
Según los incidentes acaecidos en esta ciudad durante los meses de septiembre y noviembre, creemos que se ha perpetrado un fraude en distintas sedes financieras, así como a algunas personas.
Brevemente, el asunto es el que sigue: en el mes de agosto del año pasado, 1894, un financiero británico conocido como Sir James Madis se presentó a varias personas, compañías comerciales, bancos y empresas financieras aquí en Nueva York. Su negocio era referente a un nuevo sistema para usaren las líneas férreas comerciales. Este sistema se explicó a ingenieros ferroviarios que trabajaban en algunas de nuestras mejores empresas y parecía que Sir James Madis estaba a punto de descubrir un método revolucionario de propulsión por vapor que no sólo garantizaría unas locomotoras más rápidas, sino también condiciones más cómodas para viajar.
Aportó documentos y proyectos donde parecía que este nuevo sistema ya estaba desarrollado, en su país y por su cuenta, en una nueva fábrica de su propiedad cerca de Liverpool. Su propósito era establecer una empresa en Nueva York para que nuestras propias compañías pudieran contar fácilmente con este nuevo sistema, que se desarrollaría en una nueva fábrica construida aquí especialmente por la compañía.
En total, las financieras, bancos, personas individuales y compañías de ferrocarril invirtieron unos cuatro millones de dólares en esta nueva empresa de Madis, bajo la presidencia de Sir James y con un consejo de administración de nuestro mundo del comercio, pero con tres ingleses nombrados por Madis.
En septiembre de este año, Sir James Madis anunció que necesitaba un descanso y dejó Nueva York para pasar una temporada con sus amigos en Virginia. En las siguientes seis semanas los tres miembros británicos del consejo viajaron varias veces entre Nueva York y Richmond. Por último, en la tercera semana de octubre, los tres se reunieron con Madis en Richmond y no esperaban volver hasta dentro de aproximadamente una semana.
Durante la última semana de noviembre, el consejo, preocupado porque no recibían ninguna noticia ni de Madis ni de sus tres colegas, ordenó una auditoría y nos llamaron cuando las cuentas de la compañía presentaron un déficit de más de dos millones y medio de dólares.