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La cadena de chicos, colocados en las esquinas de las calles y en las puertas de entrada, comenzó a hacer su trabajo y, al cabo de un corto espacio de tiempo, un harapiento corredor llegó a la puerta del número cinco de Albert Square.

Moriarty -disfrazado como su hermano académico- llevaba preparado y esperando una hora, y Sal Hodges había levantado de la cama a Carlotta tres horas antes de su horario habitual. Harry Alien estaba en el recibidor, vestido de forma respetable, con su traje cubierto con un impermeable Chesterfield y con un bombín marrón en sus manos. Harkness tenía el cabriolé en la puerta y Moriarty dio las últimas instrucciones a Harry Alien y Carlotta antes de que la pareja saliera en dirección a Langham. Harkness les dejaría allí y regresaría por el Profesor, de forma que el Profesor pudiera representar el último acto de la trampa de Sanzionare en el momento oportuno.

Adela Asconta no tenía habitaciones reservadas en el Hotel Langham, pero el hotel tenía sitio de sobra, por lo que se mostró muy agradecida con el personal, que le asignó una suite en el segundo piso, con alojamiento al lado para su sirvienta y una pequeña habitación para el criado, como describió a Giuseppe.

Permaneció con calma, aunque un poco irritada, durante las formalidades de registro, y sólo cuando se estaba marchando, seguida por el botones y dos mozos hacia la gran escalera, se paró y preguntó, «creo que se hospeda un pariente en este hoteclass="underline" Signor Luigi Sanzionare». Le dijeron que el Signor Sanzionare se había registrado el día anterior y que su habitación era la 227, en el mismo piso que ella.

Una vez que llegó a su habitación, Adela Asconta sólo se detuvo para quitarse la capa de color burdeos que llevaba puesta, antes de encaminarse con gran decisión hacia la habitación 227.

Sanzionare había decidido que si Grisombre y Schleifstein no habían llegado, o enviado algún mensaje a las diez, se marcharía, cogería el primer barco disponible y regresaría a Roma. Era de sentido común. Había desayunado solo en su habitación, examinado cada una de las columnas del Times en busca de alguna información relacionada con el collar de Carlotta Smythe. Nada. Todavía se sentía intranquilo, como si una suerte predestinada se acercara hacia él con la inevitable fuerza de una avalancha.

Dio un sorbo de café y a las diez menos cuarto decidió que se marcharía esa misma mañana. A las diez menos cinco alguien llamó a la puerta. ¿El francés o el alemán?

Adela Asconta estaba de pie en el pasillo, con su pequeño pie dando golpecitos con un impaciente tamborileo y sus carrillos sonrosados por la ira reprimida durante el viaje.

– ¿Dónde está ella? -empujó a Sanzionare para apartarle de su camino y entró en la habitación con paso airado, volviendo la cabeza de un lado a otro y con el puño cerrado agresivamente-. La mataré. Y a ti también.

– ¡Adela! Estás en Londres. ¿Qué? -tartamudeó Sanzionare.

– Estás en Londres, estás en Londres -imitó Adela-. Naturalmente que estoy en Londres -dijo con un rápido italiano-. ¿Y dónde esperabas que estuviera? Sentada tranquilamente en Ostia mientras tú me traicionas?

– Traicionarte, cara. Yo nunca te traicionaría, ni siquiera con mis pensamientos. Ni por un segundo.

– ¿Dónde está esa puta?

– Aquí no hay putas. ¿Quién…?

– Esa mujer. Esa Carlotta.

Eso le indicó a Sanzionare que estaba metido en un gran lío.

– ¿Carlotta? -repitió huecamente.

– Carlotta -gritó Adela-. Lo sé, Luigi. Lo sé todo sobre Carlotta.

– Qué sabes, ¿qué? No hay nada que saber.

Un montón de posibilidades se amontonaron en su cabeza; que Benno le hubiera traicionado, llenándole la cabeza con una serie de invenciones; o que Carlotta, al descubrir el robo del collar, se hubiera puesto en contacto con la policía en Roma. Estaba tan aturdido que ni siquiera se dio cuenta de que esto último era imposible.

– ¿Nada? ¿Niegas entonces que has viajado a Londres con Carlotta Smythe?

– Claro que lo niego.

– Ella estaba en el tren. Tenía su reserva en Roma.

– Sí, había una Carlotta Smythe en el tren. Viajando con su padre. Cenaron conmigo la primera noche. No les he vuelto a ver desde entonces, sólo viajé con ellos.

– ¿No está contigo?

– Por supuesto que no. Te tengo a ti, ¿qué iba a querer con esa Carlotta? ¿Me tomas por loco, Adela?

– Te tomo por un hombre. ¿Me estás diciendo la verdad?

– Por la tumba de mi madre.

– No confío en ti. Y tampoco en la tumba de tu madre.

– Adela, cálmate. ¿Qué es esto? ¿Por qué me has seguido?

Ella permaneció de pie, con los hombros caídos, mientras su perfecto pecho subía y bajaba rápidamente, y los puntos rojos de sus mejillas aparecían de un color más carmesí que antes.

– Una carta -dijo con una voz más indecisa que en cualquiera de las frases anteriores.

– ¿Una carta?

– Esta -tenía el papel preparado en la manga.

Sanzionare examinó rápidamente el documento, mirando con detenimiento la fecha. Terribles posibilidades comenzaron a surgir en su ya aturdida mente. La carta había sido escrita como muy tarde durante la mañana de la partida. El autor sabía que los Smythe irían en el tren. Carlotta le había provocado, él ya se había dado cuenta de eso. Luego, de repente, aparece en su baúl el collar. ¿Una trampa? No podía ser otra cosa excepto una trampa. ¿Quién, y por qué, se burlaba de él?

– Adela-procuró que su voz hablara con calma-. No puedo explicarte todo ahora, pero hemos sido engañados, los dos. Por qué, no puedo decírtelo, pero sé que debemos marcharnos de aquí rápidamente.

La gente, pensó con prontitud, tiene que levantarse muy temprano para superar a Luigi Sanzionare. Se lo demostraría a quien intentara engañarle. Incluso se marcharía intacto con el collar.

Se precipitó por la habitación, sus dedos manejaban torpemente la cadena de llaves para abrir la bolsa de viaje y romper el frasco de cristal.

Después rápidamente metió algo de dinero en uno de sus bolsillos mientras derramaba el contenido del frasco en una palangana, donde había realizado hacía poco sus abluciones matinales. Recuperó el brillante trofeo de la jabonosa agua fría, lo frotó con una toalla de manos y apareció en el salón de su suite mirando a Adela con aire triunfal, cuando de repente la puerta se abrió.

– Ése es el hombre, Inspector -gritó Carlotta, señalándole con un dedo acusador. Detrás de ella, apareció un joven fuerte con un bombín marrón encasquetado en la cabeza.

– Es el hombre que intentó violarme, y quien robó mis joyas. Mire, las tiene allí -Carlotta avanzó gritando.

El hombre joven cerró la puerta tras de sí y se acercó a Sanzionare.

– Si yo fuera usted, me estaría quieto, señor. Ahora, deme el collar.

– ¡Luigi! ¿Quién es esta gente? -el color carmesí de Adela ahora se había reemplazado por el blanco.

– Yo soy el Inspector Alien, señora, si usted habla inglés.

– Sí, hablo.

– Bien, esta dama es la señorita Carlotta Smythe.

– Sanguisuga -silbó Adela-. Sanguijuela.

– Pertenezco al cuerpo oficial de detectives de la Policía Metropolitana -continuó Alien.

– Vecchia strega -escupió Carlotta-. Vieja bruja.

– Yo puedo explicarlo -se ofreció Sanzionare sin convicción, mirando el collar, luego lo alejó otra vez, como si pretendiera que no estuviera allí.

– La señorita Smythe demanda, señor…

– Entró a la fuerza en mi compartimento del coche cama e intentó violarme. Después descubrí que mi collar de rubíes y esmeraldas había desaparecido. Él lo tiene ahora, en sus manos.

Adela tomó aire: era como el bufido de una bestia salvaje a punto de saltar. Sanzionare abrió los dedos y dejó que el collar cayera en la alfombra, levantando los brazos para proteger su cabeza.