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Carlotta había desaparecido del círculo inmediato de Moriarty una vez que Sanzionare hubo vuelto al redil, y ahora ganaba un buen dinero en la segunda casa de Sal Hodges, donde había sido nombrada señora.

Durante la última semana de abril, se recibieron noticias de Segorbe, desde España, diciendo que llegaría a Londres el 2 de mayo y que le agradaría reunirse con Grisombre, Schleifstein y Sanzionare en un lugar de su conveniencia. Había reservado habitaciones para él en un pequeño hotel de Upper George Street, cerca de Oíd Tyburn, donde tantos criminales habían encontrado su fin.

En la tarde del martes 27 de abril Moriarty convocó un cónclave en Bermondsey. Los tres líderes reconvertidos estaban allí, junto con algunos acompañantes que todavía tenían a su lado. La gente de Moriarty: Spear, Lee Chow, los hermanos Jacobs, Terremant y Harry Alien se unieron al grupo.

El Profesor habló durante algún tiempo sobre los planes que ya había concebido para la nueva alianza, y luego continuó hablando de la visita de Segorbe.

– No pretendo perder tiempo con él -dijo misteriosamente-. Todos conocemos su poder en Madrid, y qué puede ofrecernos como contribución. Considero que es mejor no traerle aquí, a Bermondsey, inmediatamente, por lo que sugiero que nos reunamos con él en un lugar que yo ya he seleccionado, una casa relámpago en la esquina de South Wharf Road con Praed Street, cerca de la Great Western

Railway Terminus de Paddington. Podemos hablar claramente con él. Ustedes, caballeros -indicó a los tres continentales- pueden corroborar mi idea. Creo que no tienen ninguna duda en cuanto a si yo soy la persona adecuada o no para dirigir esta unión. Cualquier disensión que pueda persistir todavía en sus mentes, a causa de acontecimientos pasados, pronto se desvanecerá. No veo dificultades.

Más tarde, a solas con Spear, Lee Chow y Terremant, hizo posteriores planes.

– Conviene asegurarse -miró seriamente a Terremant-. ¿Todavía tienes el mecanismo que teníamos reservado para Sanzionare?

– Todo en orden, Profesor.

– Bien. Tú llevarás al español para que se reúna con nosotros y te lo llevarás otra vez. Si fuera necesario…

– Se hará todo -sonrió Terremant-. Será algo más que chamuscar las barbas a este rey de España.

– Y tú, Lee Chow -el Profesor se volvió hacia el pequeño chino-. Te hemos mantenido en lugar seguro y aislado desde la desafortunada muerte del viejo Bolton. Ahora debes salir otra vez. Estoy a punto de alcanzar mi objetivo. Una vez más, el amplio espectro del crimen europeo está a punto de quedar completamente bajo mi control. Desde ahora nuestros movimientos sólo irán hacia delante. Pero estoy decidido, antes de proceder, a acabar con Holmes de una vez por todas.

– ¿Quiere que yo…? -comenzó Spear.

La cara de Moriarty adoptó una expresión de pena.

– Spear, ¿no has aprendido nada de mí durante las últimas semanas? ¿No te he enseñado que es mejor moverse con astucia? ¿Acabar con los hombres a través de sus propias debilidades y no con pistola, cuchillo o cachiporra? En realidad, sólo puede llevarse a cabo de la manera más cruda con nuestra gente vulgar y tosca, o con los enemigos que sólo entienden los métodos violentos. Para Holmes tengo un tipo de muerte mejor. El ostracismo social, una pérdida completa de su prestigio. Lee Chow lo entenderá. Tú tienes una particular inclinación hacia los métodos de tu tierra natal, ¿no?

Lee Chow sonrió con una mueca de diablo amarillo y sacudió la cabeza de arriba a abajo, como un Buda.

– Es el momento, Lee Chow. Ve y retira eso que Holmes tanto necesita. Es muy parecido a los viejos tiempos. ¿Recuerdas cuando lo hicimos antes del fiasco de Reichenbach.

Spear se rió.

– Creo que ahora le sigo, señor.

– Una pequeña vuelta de tuerca -Moriarty no sonrió-. También es hora de traer a nuestros viejos amigos, a Ember y al informador conocido como Bob el

Nob. Traerán a una de las amigas del señor Entrometido Holmes con ellos. Y con ella en Londres, creo que puedo organizar un baile en el West End que arruinará la reputación de ese denominado gran detective.

Al cabo de una hora ya se había enviado un telegrama a Ember, que estaba todavía vigilando a la dama conocida como Irene Adler, en Annecy. El telegrama decía -trae el águila- a casa.

Esa misma noche, Lee Chow entró en la farmacia de Charles Bignall justo cuando estaba cerrando. Notó con satisfacción la repentina expresión, mezcla de miedo y de inquietud, que se extendía como una mancha por la cara del hombre.

El chino estaba de espaldas, sujetando la puerta a una dienta que se marchaba, quien le dio las gracias de modo arrogante.

– ¿Otra dosis de opio? ¿O quizá láudano para que esté contenta? -preguntó Lee Chow cuando cerró la puerta y corrió los cerrojos.

– ¿Qué es lo que quiere? -Bignall no disimuló su repulsa hacia el chino.

– ¿Pensaba que ya se había deshecho de mí? ¿Creía que no me volvería a ver, señor Bignall?

– Sus amigos ya son lo suficientemente perversos sin tener que mandarle a usted aquí. He hecho todo lo que me han indicado.

– Oh, estoy seguro de eso, señor Bignall -todavía lo pronunciaba como si fueran dos palabras separadas-. Habría recibido una rápida paliza si no hubiera sido así. Vengo en persona con el mensaje especial. ¿Recuerda? Lo que hablamos la última vez que nos vimos.

– Lo recuerdo.

– Bien. Eso está muy bien, señor Bignall. Entonces, hágalo ahora. Es sobre nuestro amigo Sherlock Holmes, a quien suministra cocaína. Cuando venga la próxima vez, dígale que ya no es posible, nunca más.

– ¿No tiene compasión por la gente? ¿No puedo darle siquiera algunos granos? ¿Por qué? El hombre sufrirá una agonía.

– Ni una pizca siquiera. Nada de cocaína para el señor Holmes. Me daré cuenta si no obedece, ya que su querido amigo, el doctor Watson, ha cerrado el resto de sus fuentes de suministro. Sí, el pobre Sherlock Holmes estará en un buen apuro. Si no lo está, señor Bignall, entonces prometo que le colgaré por los pulgares y le despellejaré vivo. No es una vaga amenaza. Yo cumplo lo que digo. Ya lo he hecho con otros.

– ¡Canalla! -exclamó con grandes gestos el farmacéutico-. Es un completo canalla.

Esteban Segorbe normalmente viajaba solo. Su control sobre el moreno populacho de su soleada zona del continente era tan completo, tan total, que no temía a ningún hombre. Sobriamente vestido, bajo y de apariencia casi mediocre, Segorbe era siempre uno a quien había que tener en cuenta. Era el menos conocido de los antiguos aliados de Moriarty, excepto por el hecho de que era despiadado y firme cuando se enfrentaba a una aventura. El Profesor también tenía gran cantidad de indicios de que el español obtenía una vasta suma de dinero cada año de las numerosas actividades criminales en las que estaba implicado.

Vigilado como siempre por los informadores secretos, Segorbe llegó a su pequeño y poco atractivo hotel poco después de las ocho de la noche del sábado 2 de mayo, justo cuando muchas familias que vivían en el vecindario de Upper George Street regresaban de las oraciones de la tarde.

Media hora después, los mozos del vestíbulo le entregaron una nota, diciéndole que los otros tres criminales continentales le verían a- las dos en punto del día siguiente, y que iría a recogerle un cabriolé, un cuarto de hora antes de la hora de la cita, para llevarle al lugar del encuentro.

Segorbe asintió con la cabeza y le dijo al hombre que no habría respuesta. Desde 1894, y la derrota de Moriarty en la alianza, Segorbe había hecho pequeños, pero lucrativos negocios con los tres hombres con los que iba a reunirse ahora. No había ninguna razón para pensar que su presencia terminara esta vez con otros beneficios que no fueran económicos. Se retiró pronto, pero no apagó las luces hasta que completó un resumen de los gastos del día en el pequeño libro de contabilidad que siempre llevaba. Esteban Segorbe era un hombre muy avaricioso. Esperaba que esta visita empezara pronto a dar algún beneficio.